Silvia Suppo, un asesinato impune
Como López, Silvia se metió con la policía. Se me hace que les pasó lo mismo. Como a ese pobre pibe que vio como violaban a otro pibe en una comisaría y lo contó.
RESCATES
La mujer silenciada
Por Sonia Tessa / Las 12/ Página 12
Cuando Sara y Rita, amiga y cuñada de Silvia Suppo, llegaron al hospital de Rafaela, en la mañana del 29 de marzo de 2010, el médico forense les preguntó a qué se dedicaba la víctima, aún con vida, sorprendido por el ensañamiento de las nueve puñaladas en el cuerpo. En cuanto le dijeron que había sido presa política, el profesional las esquivó. En Rafaela, ciudad de cien mil habitantes orgullosa de su pujanza económica, orden y limpieza, no hubo nunca un asesinato en ocasión de robo de esas características. Silvia estaba atendiendo su local Todo Cuero y vivía en la parte de atrás. Tras su asesinato, faltaron muy poco dinero y alguna mercadería.
Ella era algo más que una presa política: fue testigo en la causa Brusa, había declarado con lujo de detalles sobre su cautiverio y había podido verles la cara a todos los represores en el centro clandestino de detención de Santa Fe La Casita, adonde la llevaron tras realizarle un aborto para reparar «el error» de un embarazo producto de violaciones de los torturadores. Silvia fue secuestrada el 24 de mayo de 1977, tenía 18 años. El de 2002, para Silvia, fue un fin de año ambiguo: el 21 de diciembre había podido escuchar las fuertes condenas contra el ex juez federal Víctor Brusa, Juan Calixto Perizotti, María Eva Aebi, Eduardo Ramos, Héctor Colombini y Mario Facino. Pero esas fiestas fueron también las primeras sin su compañero de vida, Jorge Destéfani, con quien se casó cuando él salió de Coronda, cinco años después del secuestro que compartieron, en las primeras horas, sin saberlo. A Destéfani, el Corcho, lo habían puesto en el baúl del auto en el que también llevaron a Silvia y su hermano Hugo desde Rafaela a Santa Fe. El murió en 2009 de un cáncer, unos tres meses antes de la crucial declaración de Silvia en los Tribunales santafesinos.
Ese mismo año había nacido Juana, la hija de Marina. La niña cumplió un año pocos días antes del asesinato de una abuela a quien Marina describe así: «chocha». Chocha por esa niña que el jueves 29 de marzo participó de la marcha por el esclarecimiento del asesinato de su abuela, llevando orgullosa su rostro en una pechera.
Marina y Andrés son, ahora, los que llevan la antorcha de la justicia para señalar una y otra vez que no se trató de un crimen común –como se les dice para diferenciarlo de los políticos–, que no hay pruebas concluyentes contra Rodolfo Cóceres y Rodrigo Sosa, dos jóvenes marginales que fueron procesados sin poder describir fehacientemente la escena del crimen. Desde el principio, tanto el juez provincial Alejandro Mognaschi como el juez federal Reynaldo Rodríguez se negaron a investigar la hipótesis política. Ni siquiera la resolución de la Corte Suprema de Justicia de la Nación para que se agote esa posibilidad los impulsó a avanzar en la declaración de un testigo de identidad reservada que acusó directamente a dos presos de la cárcel de Las Flores como autores materiales, en relación directa con Brusa, como instigador. El juez desestimó esa declaración y sobreseyó a los acusados por el testigo, sin aceptar ninguna de las medidas pedidas por la querella, que representan Lucila Puyol y Guillermo Munné. El 21 de marzo pasado estos abogados, acompañados por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, apelaron el sobreseimiento ante la Cámara de Apelaciones de Rosario.
Las irregularidades en la investigación son muchas: la escena del crimen fue mancillada (según el testigo protegido, hubo un policía asignado especialmente para hacerlo) a tal punto que no se pudo identificar restos de ADN. Los supuestos asesinos confesos dijeron que habían llevado a Silvia, ya herida, desde el negocio (todo vidriado, en el centro de la ciudad, a las 9 de la mañana, un horario de plena actividad) hasta la casa, en el fondo, pero no había rastros de sangre de ese traslado.
De lo que sí quedan rastros es de la tarea silenciosa que Silvia –entre tantas cosas, enfermera– hizo en su ciudad durante muchos años. Aquella militante de la Juventud Peronista dejó sembrada la semilla que germinó en sus hijos, pero también en el Espacio Verdad y Justicia por Silvia Suppo. Mientras no se sepa exactamente cómo la mataron, quiénes y por qué, su muerte seguirá siendo tan política como lo fue su vida.