Spinetta: El último amigo de lo eterno
«La muerte de Spinetta es una pregunta por mañana», sostiene Nicolás Miranda, y afirma: «El mismo mercado que compartimentó en segmentos, sponsoreó e hizo carne de marketing a la música rock es incapaz de generar artistas universales».
Al momento de terminar este texto ha pasado más de un mes desde el fallecimiento de Luis Alberto Spinetta y esta sensación de ausencia no se irá pronto. El último 8 de febrero no se fue sólo una figura histórica y el representante de un corpus inigualable que hoy está canonizado y es citado hasta en los especiales armados a las apuradas por el mismo gremio que ayer nomás lo ponía convaleciente en tapa. Esto significa que Spinetta no es sólo una conocida colección de símbolos: el payaso triste, Artaud, las distintas formaciones de Pescado Rabioso, Invisible y Jade, «Rezo por vos» o el recital de las Bandas Eternas. Nos topamos con la pérdida de un músico excepcional cuya carrera estaba en desarrollo y expansión constantes -como lo prueba la última parte de su producción: los discos Pan, Un mañana o Para los árboles– en dirección opuesta a la autovanagloración o el conformismo de otros artistas de su generación, que cargan con la gloria de su pasado o la incapacidad en presente. La muerte de Spinetta es una pregunta por mañana.
Rodeado por una banda joven y talentosa como la que lo acompañó en sus últimos shows, para el Flaco «mañana es mejor» no era el verso de una canción sino una ética. De allí su histórica resistencia a repasar los éxitos que anidan en el inconsciente colectivo y el consiguiente valor agregado del recital de las Bandas Eternas en el estadio de Vélez Sarsfield en diciembre de 2009. Sentir spinetteanamente hoy implica la tristeza irreparable de saber que nos perdemos de muchas canciones que seguramente estaban por venir y que ahora forman parte de los extravíos divinos: como él mismo supo decir, «todas las cosas que se pierden / las tiene en un bolso Dios». Sólo la irrupción de su enfermedad pudo parar una prolificidad creativa inmensa que, aún con lógicos altibajos, lo acompañó durante más de cuarenta años de carrera, constituyendo el universo poético y musical propio que le conocemos.
Aun así, la muerte del Spinetta-prócer, del Spinetta-pionero, del vanguardista y del hacedor de clásicos, deja un agujero negro en el marco de la discutida como «necesaria» renovación generacional del rock argentino. En los centros de origen del género rock los tótems de su época dorada pueden debatirse entre seguir girando y editando material o no hacerlo. De ir por la primera opción, es poco factible que el estándar de calidad todavía sea alto (con Bob Dylan como probable excepción) y aun si ese es el caso lo que ya no puede afirmarse es que siguen siendo referentes en su campo, ya que lógicamente el tiempo ha transcurrido, las músicas propias y ajenas son otras, los públicos han cambiado, el mundo entero es distinto. En nuestro país, en parte gracias a cierta política cultural cuyo principal referente ha sido la radio FM Mega, los pioneros siguen ahí, congelados en la foto en blanco y negro, en la picota al estar constantemente sobrexpuestos frente al que fue su «mejor momento», con el deber de representar al «rock nacional».
Este concepto en principio incomprensible es el caballo de batalla de esa política cultural: cierta concepción nebulosa de la representación de lo «argentino» esconde la eternización de un pasado que siempre habría sido mejor y la imposición de algunos subgéneros, algunos artistas y cierta producción de los mismos que «coinciden» con las tendencias más localizables en los nichos del mercado, la estandarización de las formas y contenidos y la creación de facto de un establishment rockero.
Spinetta, aun desde su lugar consagrado y con parte de su obra forzada dentro de este nuevo canon, representa el movimiento en dirección contraria. No faltan artistas nuevos que voluntariamente se ubican en la vereda opuesta a la del «rock nacional», pero el Flaco fue el único pionero que justificó siempre tal posición con la ética y práctica que mencionáramos previamente.
Esto nos trae una vez más a la cuestión generacional. Aquella «renovación» supuestamente necesaria no va a ocurrir porque los artistas que –como Spinetta- pueden convertirse en el material del que están hechos los hilos que unen a historias y personas a través de generaciones escasean, envejecen, decaen o se entregan, pero la industria no encuentra sucedáneos. Sin duda desde entonces hubo músicos de calidad indiscutible, capaces de imponerse en el marco de un público diversificado y un mercado internacionalizado con canciones y discos que se añaden a la rica tradición de nuestra música popular (podemos nombrar a Fito Páez, Andrés Calamaro o Gustavo Cerati). Pero el momento en el que estos artistas ocuparon un lugar nuevo e inexplorado nos ha quedado muy lejos.
Desde entonces, el mismo mercado que compartimentó en segmentos, sponsoreó e hizo carne de marketing a la música rock es incapaz por esta misma lógica de generar artistas universales que puedan justificar ese nivel de llegada con la perdurabilidad, osadía y calidad de sus obras, y no sólo gracias a la colocación publicitaria o la reproducción y circulación incesantes fogoneadas por el entramado concentrado de sellos, medios y productoras. Hace más de veinte años que cada nueva camada es presentada con el mote de «nuevo rock argentino» pero no puede eludir la lógica de nicho o de banda de culto en el mejor de los casos. Pensar a Spinetta en este contexto revela las mecánicas que hacen de masividad y popularidad cosas inevitablemente distintas.
Sobre este punto, es sabido que el Flaco no poseía la masividad que replicara su ascendencia en la crítica y la virtual unanimidad con que es valorado entre los artistas de todos los espectros de la música popular argentina, desde cultores del pop ligero como Leo García a rancios metaleros como Ricardo Iorio o leyendas como Mercedes Sosa, pasando por prácticamente todo lo que hay en el medio, arriba y abajo.
Repasar la calidad de su música y poesía es redundante y requeriría mucho más espacio, pero también es constatable que nunca fue un gran vendedor de discos (si bien muchas de sus canciones tuvieron pasta o destino de hit) ni llenaba estadios como muchas de las bandas que explotaron el boom de alcance demográfico del mercado joven post-Malvinas. En realidad, tampoco le interesaba. Spinetta nunca hizo discos para las radios, las cadenas de videos o las grandes productoras que organizan giras, aún si hizo un uso pragmático de todos estos resortes. Su trato era con sí mismo y su obra, y en esto posee una dignidad e independencia artística equiparables a las que se les ensalzan a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Cuando tuvo un proyecto y se sintió fuera de lugar, se mudó a otro, sin importar la «rentabilidad» (artística o económica) que dejaba atrás. Nunca bajó un mensaje o una línea que no estuviera en coherencia con sus creencias íntimas, que pertenecen universalmente al ámbito de lo positivo, lo espiritual, la experimentación, la reflexión, la estética, lo mundano y lo metafísico entremezclados armoniosamente. De hecho, apenas puede acusárselo de bajar línea de modo alguno (salvo que alguien encuentre significaciones inequívocas a «Árbol/hoja/salto/luz…aproximación»).
Por último, esta intransigencia spinetteana hace que su obra no sea de acceso inmediato, en el mejor sentido: requiere conectar (o no) con esa música. Conmoverá por siempre la terquedad con la que se mantuvo firme en esa idiosincrasia tan marciana, tan particular, que está a igual distancia del devenir hipercomercial y prostituido del rock como negocio corporativo («Me he negado sistemáticamente a participar de muchos comerciales. Jamás voy a aceptar hacer una publicidad en particular con mi música. Honestamente, no vinimos para eso a hacer música. Vinimos para crear una música que no se detenga en su evolución») y de la futbolización y aguante que a la postre se llevó casi doscientos muertos en 2004.
Estas convicciones son las de un músico que es símbolo de su generación, del público de rock de su generación, de los músicos y de las aspiraciones de las personas que crecieron entre y durante dictaduras y estimaron que el rock era un proyecto y un código de resistencia a través de la libertad creativa. Por contraste su figura se hace aun más grande. Hoy el rock apenas puede aspirar (aun con valiosísimas trincheras estéticas e institucionales, mínimas y focalizadas, a veces negadas adrede a la masividad) a rascar la cáscara de un sistema de mercantilización y traición artística, sin poder romperla. Y sin duda de esas trincheras saldrá lo nuevo y lo bueno que nos espera. Porque gran parte del público y de los músicos de estas generaciones, aunque sepan que el rock como proyecto para cambiar el mundo fue una especie de mala broma con enseñanzas no despreciables o crean todavía en esa utopía, también escucha las canciones del último amigo de lo eterno con respeto y devoción. Su fallecimiento nos deja como ciegos frente al mar: sobrecogidos e indefensos frente a lo inabarcable, pero también inspirándonos en el sonido hermoso que emana de esa enorme fuente.