Hace mil que no veo a Berti, un buen compañero de la época de El Porteño cooperativo (recuerdo con especial cariño una nota que escribimos a cuatro manos sobre Rock y sexo) que se fue a París a desarrollar una interesante carrera como escritor. Desde que Luis murió, llevo conmigo un ajado ejemplar de su Spinetta, crónica e iluminaciones (ya les transcribiré algunas perlas). Esta nota suya atrajo mi mirada primero porque menciona al gran Homero Alsina Thevenet, uno de los pocos periodistas que me dio lecciones imperecederas de periodismo (aunque no siempre le haga caso, ya que HAT prohibía tajantemente escribir en primera persona) y otra porque la primera vez que comí sushi (no tengo idea de que es ell sukiyaki) fue por invitación de Spinetta (también aquella vez fue de la partida el Nono Rozichtner) y creo recordar que el restorán japonés se encontraba en la calle México, aunque no consigo recordar ni cómo se llamaba, ni dónde, exactamente, se encontraba… Lo que me molesta particularmente porque hasta los 18 años vivi a sesenta metros de la calle México, porque en los años ’70 viví en tres lugares diferentes sobre esa calle -entre Tacuarí y Piedras- sobre la cual, para más inri, me encuentro ahora mismo.
Estoy seguro de que ese restorán es el mismo al que Berti fue conducido por Spinetta. Ahora bien, Berti dice que quedaba «a la vuelta» de «El Viejo Almacén» de Edmundo «Leonel» Rivero (recuerdo a Luis metiéndose un dedo en la boca y empujando un cachete para afuera a fin de imitar su voz cavernosa), y a la vuelta de ese lugar no está la calle México, sino la calle Chile…
¿Me traiciona la memoria? ¿Cómo se llamaba y dónde estaba ese bendito restorán japonés?
Crónica intima
POR EDUARDO BERTI / LA NACION
Corría 1988, yo trabajaba desde hacía un año en Página/12 y solía llegar temprano para encontrarme con el «viejo» Homero Alsina Thevenet, jefe de Espectáculos. Esa mañana, sin embargo, Homero no había llegado aún y -cosa inhabitual- el «señor director» Jorge Lanata estaba en su despacho, con la puerta abierta, y me contó que iban a armar una editorial y que aceptaban propuestas. Desde algún tiempo yo pensaba que era hora de que Luis Alberto Spinetta tuviera un libro. Así que sugerí en el acto: un larguísimo reportaje a la manera del célebre libro de Truffaut sobre Alfred Hitchcock. «Si Spinetta acepta, dalo por hecho», dijo Lanata.
Horas más tarde estaba hablando por teléfono con Spinetta, a quien ya había entrevistado por los menos cinco veces, pero cuyo teléfono personal no tenía en mi poder. Me acuerdo que llamé primero a Rodolfo García (ex baterista de Almendra) y él me dio el teléfono de los padres de Luis, es decir, de la vieja casa de la calle Arribeños, donde en 1970 ensayaba Almendra. Disqué en el acto (el verbo es justo, sí, todavía se «discaba») y me atendió Luis Santiago, padre de Luis Alberto. Con todo el candor del mundo, dije que buscaba a su hijo para hacer un libro acerca de él. Palabras más, palabras menos, me respondió que «un libro así hace falta», pero que, conociendo a Luis como lo conocía, iba a ser arduo persuadirlo. «No te des por vencido enseguida, pibe», fue el consejo de Luis Santiago antes de colgar. Y, pensándolo bien, no sé si alguna vez le conté esta anécdota a Luis Alberto. El caso es que cuando Spinetta me atendió, tan sólo minutos después (sí, el padre me dio el número, «pero no digas que te lo di»), no sólo no me ubicaba («algo me dice tu nombre, pero no recuerdo tu cara y así me cuesta hablar»), sino que la propuesta lo pescó desprevenido. «Te zarpaste», atinó a decir. Y después, como quien piensa en voz alta: «Yo quiero que hagan un libro sobre mí sólo cuando haya muerto».
Pese a las dudas que le planteaba la idea, Spinetta me dio cita para tres días después, en una sala de ensayo del barrio de Flores que nunca más volví a ver, a tal punto que hoy me pregunto si la memoria no me engaña… Contra reloj, había armado una «presentación» que resultara convincente. Un recorrido cronológico, banda por banda, disco por disco, canción por canción, anteponiendo lo artístico al «cholulaje biográfico».
La inmediatez con que se entusiasmó me resultó (y me resulta todavía) completamente inexplicable. A veces la adjudico a mi inocencia de entonces. A veces a que en la famosa primera charla (al principio en la sala, más tarde viajando en coche) hablé de rastrear en sus letras las influencias de Castaneda, de Jung y de las cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Theo y él me miró como a un loco. A veces pienso que Luis, nada amigo de analizar o celebrar el pasado (su «mañana es mejor» es pura verdad) estaba confrontándose con su obra previa porque a sus hijos, sobre todo a Dante, que rondaba los 12, se les daba por poner los viejos discos. En cualquier caso, adjudico la realización del libro a la inmensa generosidad de Luis.
Trabajamos más de seis meses. Trabajamos, la verdad, como animales. Yo iba a su casa de entonces (en plena avenida Elcano) con un grabador portátil y una lista de preguntas que él espiaba, estirando el cuello, mitad desconfiado, mitad benevolente. La primera y la última charla fueron en el luminoso balcón terraza donde había una parrilla (sospecho que nunca usada) y unas pocas sillas de jardín. Hubo muchas otras charlas en el living, casi siempre por la tarde. También una en la calle, e incluso un par en la casa de Arribeños. Conservo dos cajas llenas de casetes: «Luis 1», «Luis 2», «Luis 3″… hasta veintipico.
A veces, mientras conversábamos, aparecía Patricia o alguno de los tres hijos (Vera no había nacido aún) o sonaba el teléfono y era «Dylan» Martí o sonaba el timbre y era Gustavo, el hermano menor.
Hubo un momento, en el medio, en que Spinetta pareció aburrirse o más bien cansarse. Dos veces fui a su casa y Patricia debió murmurar: «No… Luis no está. ¿Habían quedado para hoy?» Tras el segundo plantón, Luis llamó para disculparse. Yo me dije que el encuentro siguiente sería decisivo. Ya habíamos terminado de hablar sobre Invisible, se venían los últimos once años (1977/88) y este segundo tramo no tendría que decaer. Con esto en mente, toqué el timbre y me topé con Gustavo, serio, casi compungido. «No… Luis se acaba de ir… Lo siento». No alcancé a reaccionar cuando del dorso de la puerta llegó la risa contenida de Luis. Y su voz aguda: «Qué julepe, ¿eh?».
No me atrevo a decir que nos hicimos amigos durante los meses del libro, pero existió una complicidad sin la cual el resultado habría sido otro. Como un pilón de fotos desordenadas, se me vienen varios recuerdos: cuando le regalé La vida en los pliegues, de Michaux (nunca pude saber si lo leyó), cuando viajando en taxi un chofer quiso saber qué era eso de «patas de mueble de bronce caminan ya», cuando uno de los dos le contó al otro que Federico Moura tenía sida, cuando me dijo que a veces le daba ganas de irse a vivir a un lugar «tipo Brasil», cuando me contó que su sueño recurrente era que hacía música con Lennon…
Llegado el turno de publicar el libro, ni Luis ni yo sabíamos qué acuerdo establecer. Era mi trabajo periodístico. Pero era su obra. Hasta me obsequió unas letras inéditas a modo de «bonus track». A la postre, Luis dijo que el libro era mío pero que yo debía pagarles (a él, a Patricia y al «Nono» Alejandro Rozitchner) una cena en un restorán japonés a la vuelta del Viejo Almacén. El sushi no estaba de moda, así que compartimos un sukiyaki. Lo más increíble es que, llegado el turno de pagar, pareció arrepentirse y hasta amagó eximirme de la obligación. «De ningún modo», dije. Pero el gesto lo pinta bien: un caballero.
Berti es escritor y autor de Spinetta, crónica e iluminaciones. Este texto es una reedición del propio autor de otro publicado en revista La Mano. .