Yo tenía un plan
En algún momento esta historia pretendió ser la continuación de una anterior, Espérenme que ya vuelvo. No lo es.
Podría decirse que el demonio metió la cola para frustrar el intento, pero en esta oportunidad el pobre diablo no tuvo ninguna responsabilidad. Al menos, no mayor que las cartas del embajador Carlos Pascali, la conferencia sobre terrorismo que el teniente coronel Hamilton Díaz dictó en octubre de 1961 ante un selecto grupo de oficiales en la Escuela Superior de Guerra o las evocaciones de Ramón Landajo, Andrés López, Florencio Monzón y don Rolando Hnatiuk, por no mencionar la inclinación a la indolencia y la dispersión propias del autor.
De no ser por todo esto, habría recordado que ustedes no tienen por qué saber que al final de aquella historia, de la que se verán algunos flashes en la presente, De Santis y a Friedman quedaron amurados en el bar Rivadavia de la ciudad de La Plata, al día siguiente de que De Santis fuera fusilado –corresponde decir que sin mucha eficiencia– en un basural de José León Suárez. Había sido llevado por mi tío Polo a una casita de Villa Martelli para explicar que Perón desautorizaba cualquier golpe militar que se realizara en su nombre.
El ex general, ex presidente y ex todo Juan Domingo Perón, cuyo nombre estaba prohibido pronunciar, se mostraba resentido con los militares, particularmente los generales, desde que lo habían traicionado en septiembre del año anterior. Así se lo decía a De Santis cada vez que lo llamaba por teléfono al bar de mi tío Rodolfo, donde yo me distraía y de paso me ganaba unas propinas limpiando las mesas con un trapo rejilla y, a veces, hasta llevando un café. Esto último ocurría en las raras ocasiones en que mi tío se mostraba hacendoso y trajinaba con las tazas y vasos que se habían acumulado en la pileta, o se enfrascaba en alguna discusión con el Pelado, el Mudo y Carlitos y Alberto Culaciati, que no tenían nada mejor que hacer que pasarse el día acodados al mostrador. Sólo así podía permitirle llevar un café hasta alguna de las mesas a un chico de diez años que, encima, no era muy despierto que digamos.
Me fui ganando fama de lento a pulmón y de tanto pasármela en la terraza, con la boca abierta y mirando para arriba, en un inútil intento de divisar entre las nubes de aquel invierno el avión negro en el que Perón volvería en cualquier momento. Pero eso debería esperar algunos años; por ahora, el General se limitaba a llamar por teléfono.
Que Perón llamaba a De Santis al bar de mi tío no era un secreto para nadie: Pablito Serún, el borracho húngaro o rumano que mi tío había recogido en la vereda, en medio de un charco de orín y vómito, lo anunciaba a viva voz cada vez que atendía el teléfono.
El teléfono era de vela, o candelabro, negro y pegajoso.
Ustedes dirán que la cualidad de lo pegajoso no puede ser advertida por el sentido de la vista sino por el del tacto, pero si lo dicen es porque no vieron el teléfono del bar de mi tío Rodolfo, percudido por la mugre, con tantas huellas digitales impresas como las del archivo del departamento de dactiloscopia de la Federal.
Mi tía jamás entraba al bar. La limpieza ahí estaba a cargo de mi tío y de Pablito Serún. Y mi tío ignoraba olímpicamente al teléfono, que había pasado a ser de la exclusiva incumbencia de Pablito.
Pablito tenía dificultades con las distancias, tal vez debido a trastornos oftalmológicos, neurológicos o directamente alcohólicos. Manoteaba el auricular de lejos y, en vez de arrimarse a la boquilla, se echaba hacia atrás. El bamboleo era parte esencial, constitutiva, de su personal sistema de conservar el equilibrio, pero al atender el teléfono siempre se echaba hacia atrás. Ahí empezaban los gritos, con el primer “Hola”.
De acuerdo a su experiencia, todos los que llamaban a ese teléfono eran sordos. Pero en tanto ese primer “Hola”, gritado desde más de medio metro de distancia de la boquilla, era inmediatamente seguido de las carcajadas, los abucheos y la rechifla del Mudo, el Pelado, Carlitos y Alberto Culaciati, Pablito se veía obligado a seguir aumentando el volumen de sus gritos, ya no para hacerse oír, sino para escucharse a sí mismo.
En ocasión de la primera llamada de Perón, se produjo el milagro: descolgó el auricular y se bamboleó hacia delante.
–Hola –gritó con la boca pegada a la boquilla.
Se bamboleó hacia atrás, soltó el auricular, que quedó colgando del aparato, y siguió bamboleándose hasta el final del mostrador.
–¡Disante! –gritó– ¡Taléfono!
De Santis alzó las cejas y se señaló el pecho con el pulgar. No era de los que daban el número del bar para que los llamasen y, hasta donde yo sabía, jamás lo había hecho nadie.
–¡Taléfono! –insistió Pablito Serún, ya casi desentendiéndose del asunto.
De Santis se puso de pie y atravesó el salón, mostrando su asombro a la concurrencia. Entonces Pablito agregó:
–¡Is Perón! ¡Queire hablar con vos o con Fríman!
De Santis se detuvo en seco y palideció. Más allá, pude ver como Friedman empezaba a temblar. Luego de un segundo de vacilación, De Santis bajó la vista y caminó en silencio hacia el mostrador mientras todos festejaban la insólita ocurrencia del borracho.