Humillaciones
Estuve más de un mes sin laptop porque volqué alcohol en su teclado. Lo hice cuando escribía un texto relativo a ciertas torpezas… Acabo de recuperar el texto interrumpido por el cortocircuito y me parece que tiene que ver. Bueno: yo siempre encuentro relaciones entre las cosas más diversas. Vivo surfeando metonimias.
Día de playa. Juego en el mar con mi hijo Iñaki, de 11 años. Hay bastantes, divertidas olas. Inesperadamente no hago pie. Ahora si: hay piedras. Ahora no. Ahora sí. Ahora no. El reflujo de las olas tira a la derecha y hacia adentro. Me pongo a nadar de espaldas hacia la orilla. De golpe, sorpresivamente, no uno sino dos bañeros (perdón, guardavidas) me toman de los codos. Me quieren arrastrar hasta la playa. “Estoy bien, estoy bien”, pretexto, y en ese mismo acto caigo en los estragos que han causado casi cuarenta años de fumar tres atados de rubios diarios. (alguna vez hice el cálculo, y los cigarrillos que quemé, puestos uno detrás de otro, podrían hacer uno solo, larguísimo, entre Buenos Aires y dónde estoy ahora). Los dos muchachos no se separan de mi lado mientras nado con mi estilo favorito: de espaldas, pero sin dar brazadas sino patadas de rana, con los brazos pegados al cuerpo y los antebrazos y manos ondulando como si fueran ruedas laterales de un vapor del Missisipi. Llego así a la zona donde el agua, en las bajantes, está al nivel de mis cabezas de fémur (o, si se prefiere, del ojete) y me dispongo a salir de ella por mis propios medios. Pero uno de los muchachos me toma del brazo y me dice “Cuidado con la ola”. Parece considerarme un anciano. “Es un pozo muy peligroso, señor”, añade, y ese “señor” disipa cualquier duda. “Es verdad”, pienso y concedo mientras pisamos tierra firme. Iñaki se acerca y me pregunta qué me pasó. Y enseguida que le cuento, añade motu proprio: “Me preguntaron si eras mi padre y dije que no: me avergonzé”.
Una hora después, mientras leo el diario, mi hijo, que se embola, hace un profundo pozo en la arena. Adentro de la carpa. Quiere llegar hasta el nivel del agua, dice. Pero se aburre, y cuando pasa un vendedor, pide un helado. Distraido, me levanto para buscar la billetera y meto la pata izquierda hasta la rodilla en el pozo. Tengo suerte: me derrumbo hacia adelante sin quebrarme la tibia ni el peroné. Quedo desparramado y dolorido. El vendedor quiere ayudarme. Pregunta si no me he hecho daño. Mi mujer contesta que no (¿cómo sabe?) y agrega algo que no recuerdo bien, algo así como que me caigo todo el tiempo. Paso un par de minutos así, calculando que el fuerte dolor que siento en el dedo gordo se debe a la artrosis que el mismo padece desde que era un pibe y no a una fractura.
Tengo el dedo gordo del pie izquierdo completamente amoratado. ¡Qué viajazo!