Las inundaciones y una relación perversa

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Lo manda Caíto, al que le damos las gracias.

Por Antonio Elio Brailovsky (autor del libro «Buenos Aires, ciudad inundable») 

Los desastres naturales no existen. El desastre es la expresión social de un fenómeno natural. A lo largo de varias siglos, la Ciudad de Buenos Aires primero y su Área Metropolitana después han ido bajando, hasta ocupar una superficie cada vez mayor de terrenos bajos.

Detrás del loteo inescrupuloso han venido las obras salvadoras, cuya contribución a la solución de los problemas siempre fue menor de lo esperado. Sin embargo, siempre se pidió y prometió la solución definitiva de las inundaciones urbanas, sin preguntar si esa solución era técnicamente factible y, además, si la podríamos pagar.

¿Nos atreveremos a decir que no hay solución definitiva y que la mejor gestión de crecidas es aquella que acepta esa realidad?

Sin duda la mejor actuación de Mickey Mouse en toda su carrera fue cuando representó al discípulo del mago en la música incidental de Paul Dukas: «El aprendiz de hechicero», con la batuta de Leopoldo Stokowsky. Por una vez Mickey pudo liberarse de la banalidad de los argumentos de Disney y mostrar su capacidad actoral en un conflicto humano. El equipo Dukas, Stokowsky, Mouse, nos muestra una inundación artificial. No se debe al capricho de la naturaleza, sino que es el resultado de la acción humana (o ratonil) que pone en marcha mecanismos que después no sabe o no puede contrarrestar.

Lo que hace a Buenos Aires inundarse es muy, pero muy semejante. En las últimas semanas, la Ciudad de Buenos Aires sufrió graves inundaciones. A quienes las administran en diferentes períodos les suele resultar más fácil hablar de «catástrofes naturales» para eludir su responsabilidad en la construcción de esas catástrofes. No está de más repetir, una y otra vez, que las catástrofes naturales no existen: el desastre es la expresión social de un fenómeno natural.

Como siempre, para entender algo necesitamos saber su historia. Las inundaciones nos acompañan desde que la sífilis que le quemó el cerebro a Pedro de Mendoza le impidió percibir la topografía del terreno donde fundó la ranchería que dedicó a la Virgen del Buen Aire. Así, nos cuenta Ulrico Schmidel, el cronista de la expedición, que una iglesia de esa ciudad «se la llevó la corriente del río», lo que quiere decir que la puso en el bajo de la barranca, en la zona de influencia de las sudestadas. Lo más interesante es que los historiadores oficiales de la Ciudad (Rómulo Zabala y Enrique de Gandía) desmienten absolutamente que Mendoza haya fundado en un lugar inundable. Y al mismo tiempo cuentan de un edificio que se perdió por la inundación. Ese tipo de contradicciones se mantiene hasta el presente.

Juan de Garay, con una cabeza más lúcida, fundó en el alto de la barranca. Sin embargo, las instrucciones del Rey de España para fundar ciudades en América eran las del trazado en cuadrícula, sin que importara mucho lo que hubiera dentro de esas líneas forzosamente rectas. Así, Buenos Aires se superpuso a una serie de arroyos, que los vecinos llamaron «Terceros», ya que ése el nombre de los cobradores de impuestos. Sucede que ambos «se llevaban todo». Ocupar los Terceros fue el primer error urbanístico importante, ya que causó inundaciones durante los siguientes trescientos años, hasta que fueron canalizados y tapados.

Fuera de esto, la Ciudad atravesó un período bastante estable, mientras se mantuvo dentro de límites naturales bien definidos. Que eran, al norte y oeste el arroyo Maldonado, al este la parte superior de la barranca del Río de la Plata, y al sur el bañado de Flores (que terminaba en el Riachuelo).

Los mapas de la Ciudad de fines del período colonial muestran claramente esos límites naturales. Los cartógrafos del siglo XVIII marcan el borde de la barranca sobre el Río de la Plata, la playa, los bancos de arena y los bajos inundables que llegaban al Riachuelo. Ese era el límite que las leyes coloniales y el sentido común indicaban no ocupar. Estos detalles aparecerán en todos los mapas hasta los últimos años del siglo XIX, cuando la especulación inmobiliaria y la política manden los inmigrantes a vivir a las zonas inundables. Los gallegos irán a Soldati y Barracas, los tanos a La Boca y los mapas borrarán para siempre que esas personas fueron a las zonas bajas, que no debían haberse poblado porque no eran aptas para eso. Miren ustedes cualquier guía de calles de Buenos Aires y verán que tiene menos información que un mapa del siglo XVIII.

Tenemos una muy buena descripción de la gran inundación de 1820 en el cuento «El Matadero», de Esteban Echeverría (aunque lo ambienta varios años después, para hacerla coincidir con la intriga política). Allí nos cuenta que si uno se subía a las torres de las iglesias, podía ver la ciudad rodeada de agua hasta el horizonte. Dato relevante: estaba rodeada de agua del lado de afuera. En la peor crecida del siglo XIX (y tal vez la peor de la historia de la Ciudad), Buenos Aires no se inundó. Y es que la historia de las inundaciones es, al mismo tiempo, la del descenso de la Ciudad hacia los bajos: la parte inferior de la barranca del Plata, los valles de inundación de los arroyos.

Juan Manuel de Rosas empezó ocupando la zona de bañados de Palermo, en la costa del Río de la Plata, donde edificó su palacio. El lugar no era adecuado para eso, pero había una razón política: desde 1838, una armada francesa boqueaba el puerto de Buenos Aires. Más tarde se les unieron los ingleses y tuvimos el boqueo anglofrancés. Rosas tenía que demostrar que era capaz de afrontar cualquier contingencia y que era lo suficientemente macho como para ganarle a la naturaleza. «Hasta el barro cimarrón de Palermo y la tierra ingrata se conformaron a su voluntad», dice Jorge Luis Borges de esa decisión.

A su caída (¡la de Rosas, por supuesto!) varios políticos, encabezados por Sarmiento, impulsan el proyecto de parquizar el bañado de Palermo. Lo que significa la mejor decisión posible. Una foto de Buenos Aires tomada desde la costa nos mostrará la cadena de parques que caracteriza la Ciudad. Casi todos esos espacios verdes están en el bajo de la barranca, en el sitio que podía tener un uso recreativo pero no habitacional. Recordemos que el Palermo de Thays llegaba hasta el borde del agua, que a fines del siglo XIX estaba en la hoy avenida Figueroa Alcorta.

Han sido décadas de irresponsabilidad las que llevaron a crear las condiciones para que cientos de miles de personas habitaran en terrenos inadecuados para vivienda. Tal vez haya sido el intendente Crespo (a quien honramos en el nombre de un barrio) el que inauguró la simpática actividad de lucrar con la inundación ajena. Crespo fue el impulsor de los loteos en el valle de inundación del arroyo Maldonado. Allí fueron a parar los obreros de una fábrica de calzado, acompañados enseguida por los pequeños comerciantes judíos.

Y una vez que hicimos el negocio de meter un montón de gente en tierras que no debían habitarse, llega el momento de hacer el negocio de la obra salvadora. En 1924 se proyecta el entubamiento del arroyo y se lo anuncia como la solución definitiva. En el casi un siglo que siguió, siempre se prometieron y realizaron obras públicas milagrosas que, en el mejor de los casos, sólo atenuaron un poco las crecidas. Y en el peor y más frecuente de los casos, las empeoraron. El entubamiento del arroyo Maldonado (hoy avenida Juan B. Justo) fue el mejor negocio para los especuladores y los vendedores de obras y el peor para los vecinos.

En una sociedad que se fascina por unas cuantas toneladas de cemento, es fácil convencer a la opinión pública que la obra más grande será, también la más efectiva. Al esconder el arroyo bajo el entubado negamos su existencia y pudimos hacer enormes negocios inmobiliarios con cientos de miles de personas ingenuas que creyeron que la obra se había hecho para protegerlas.

Por el contrario, un arroyo cualquiera se comporta en una crecida mucho peor si está entubado que si corre a cielo abierto. Las paredes del túnel, las columnas, el propio techo, frenan el escurrimiento y lo hacen mucho más lento que si lo hiciera en su cauce natural. Hoy el Maldonado inunda más que si no estuviera entubado. Y, por supuesto, inunda a más gente porque la falsa sensación de seguridad que dan estas obras, atrae más y más pobladores ingenuos que creen que la existencia de una ciudad hace desaparecer mágicamente los mecanismos de la naturaleza.

El negocio de vender primero terrenos inundables y después obras sobre ellos fue tan rentable, que se repitió con los demás arroyos: Vega, Medrano, White, Cildáñez, según el mismo modelo de comportamiento. Y con los mismos escasos resultados.

Hay una cuestión de fondo que hace que seamos pesimistas con respecto a las soluciones milagrosas que cada vez escuchamos. Y es que un río o un arroyo no son comparables a calles llenas de agua. Todo río o arroyo cava con sus crecidas un área llamada «valle de inundación», que es la que vuelve a ocupar cuando llueve por encima del promedio. De modo que hacer un caño de desagüe más o menos sofisticado es técnicamente viable. Pero modificar la topografía en una zona construida para elevarla, escapa a las posibilidades técnicas y económicas. Sólo que nadie quiere arruinar su carrera política diciendo la verdad.
Esta situación está agravándose rápidamente porque el cambio climático hace que cada vez llueva más en las zonas húmedas. Para peor, la mayor parte de nuestros decisores políticos no tiene la menor idea de las profundas implicancias de este fenómeno sobre nuestra vida cotidiana, y no les interesa conocerlas.

Con el correr de los años, las ciudades fueron creciendo, y en muchos casos lo hicieron sobre sus valles de inundación. En definitiva, eran zonas próximas, fáciles de ocupar y aun vacías. A veces se trataba de tierras públicas que podían ser ocupadas gratuitamente por migrantes que se hacían una casa precaria, con los materiales que encontraban a mano. Otras, eran tierras baratas que fueron loteadas por empresas inescrupulosas, toleradas por el poder público. En ocasiones, los propios gobiernos construyeron barrios de viviendas populares sobre tierras baratas, sujetas a crecidas. Una investigación que nos estamos debiendo es relevar todos los planes de vivienda social que se hicieron en el país para saber cuál es la proporción que se construyó en tierras bajo cota de inundación. En más ocasiones de las que puedo recordar, un ex funcionario me explicó: «Eran las tierras que teníamos».

La urbanización de áreas inundables incluye historias de muy fuerte corrupción política y administrativa, ya que alguien tuvo que permitir el loteo de terrenos inadecuados para el uso urbano.

Son, entonces, dos fenómenos paralelos que confluyen para asentar población en áreas inundables. Por una parte, los valles de inundación de los arroyos son la ubicación previsible de las villas miseria, las favelas, callampas o cantegriles de todo el continente. Simplemente, sus habitantes no tienen el acceso económico a tierras mejores. Pueden ser los amplios valles de inundación de los arroyos del Gran Buenos Aires, que a veces tienen una pendiente tan escasa que se requiere un ojo entrenado para detectar sus limites. O las zonas próximas al río Mapocho, en Santiago de Chile. O las profundas correderas que llevan al Guayre, en Caracas.

A partir de 1930, el proceso industrial acelera la urbanización vertiginosa y obliga a utilizar todos los espacios disponibles. Esto hace cada vez más fuerte la presión social y económica para ocupar los terrenos bajos: Buenos Aires debe crecer, sin que importe cómo ni dónde lo haga. La casi totalidad de la superficie del partido de Avellaneda es zona de riesgo.

Nos resultan importantes estos datos como reflejo de una sociedad que necesita ocupar todas las tierras posibles y que necesita creer en su capacidad ilimitada para dominar los fenómenos naturales. Por eso, después de cada obra de atenuación de crecidas se anuncia que se ha logrado «la solución definitiva».
Pero lo sugestivo es que no son sólo los pobres los que se inundan. El descenso de las ciudades hacia los valles de inundación de ríos y arroyos es una parte muy importante de su proceso de expansión, y no fue tenido en cuenta en todas sus implicancias. Basta con ver en los diarios de este período las fotos de las inundaciones urbanas o ver también las fotografías de inundaciones actuales, que afectan viviendas construidas en este período.

En algunos casos se trata, previsiblemente, de viviendas autoconstruidas por pobladores marginales. Pero con mucha frecuencia nos encontramos con obras hechas por profesionales de la arquitectura y emplazadas en áreas inundables. El caso de varios de los countries de Pilar, que quedaron bajo el agua en una inundación reciente, es un buen ejemplo de lo que no debe hacerse y se hace todos los días. Por supuesto, todo el aparato normativo está pensado para facilitar esas operaciones. Para definir una línea de ribera (es decir, para saber si un terreno va a quedar adentro o afuera de la zona inundable) es necesario tener en cuenta las crecidas del último siglo. Las normas de la Provincia de Buenos Aires consideran que cien años es mucho y toman sólo 5 años. O sea que basta una breve temporada seca para poner en el mercado una gran superficie inundable y meter allí a todos los que confiaron.

Lo que nos lleva a pensar en términos de un cierto estilo de formación profesional que desestima todo lo que no puede incorporarse al tablero de dibujo. Precisamente, el ambiente (o, en este caso, los ritmos de la naturaleza) es aquello que cae fuera del tablero, pero debería caer adentro del proyecto.

El tema también hay que asociarlo al urbanismo y a la política urbana. Aceptar de una vez que las obras definitivas no existen, que en el mejor de los casos sólo podrán atenuar las crecidas, pero que los problemas subsistirán. Verlo de otra manera nos sirve para empezar a adaptar la Ciudad a su realidad inundable. Por ejemplo: ¿tiene sentido volver a cruzar la avenida Santa Fe con cuerdas y botes? ¿No será el momento de empezar a construir puentes peatonales? Después, las obras tal vez ayuden a que se usen una vez cada dos años en vez de usarlos dos veces en una semana.

Lo mismo con la electricidad. No tiene sentido seguir discutiendo cada vez si hay o no cortes preventivos en las zonas de riesgo. Es decir, si dejamos la gente a oscuras o si corremos el riesgo de que alguien muera electrocutado. En muchas zonas necesitamos tener luces de emergencia. Por supuesto, no se construye igual en sitios que se inundan que en otros que van a estar siempre secos. Hay que cambiar los Códigos de Edificación y de Planeamiento Urbano para adaptarlos a esa realidad. La primera y más urgente medida es definir con claridad las zonas con riesgo de inundación y comenzar a actuar en ellas.
Y cerramos esta nota volviendo al cine. En «Portero de Noche», Dirk Bogarde y Charlotte Rampling nos muestran una perversa relación entre el carcelero y su víctima. Entre nosotros, las víctimas de las crecidas son quienes dan el mejor respaldo a quienes las inundaron. Porque definir un área como inundable equivale a hacer bajar el valor de la propiedad inmueble. En una sociedad en la que el valor de las propiedades es un bien más protegido que la vida, son muchos los inundados que no quieren este tipo de medidas y viven pendientes de la próxima (y tal vez inútil) obra mágica.

Acerca del autor del artículo
Antonio Elio Brailovsky es autor del libro «Buenos Aires, ciudad inundable», publicado en coedición Kaicrón-Le Monde Diplomatique. Profesor Titular en las Universidades de Buenos Aires y Belgrano.
Contacto
antonioeliobrailovsky@yahoo.com.ar
http://www.elistas.net/lista/abrailovsky/archivo/indice/1


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