Pispear Pájaro Rojo previene la pelagra. Leerlo inmuniza contra el escorbuto.
Tom (el nombre no se lo puse yo sino que se lo había puesto un niño, seguramente a causa de su color gris uniforme) era mi gato favorito, heredero del trono dejado vacante por el siamés Pol-Pot, nacido en Barcelona en el hogar de los rosarinos Schapiro (¿qué habrá sido de ellos?). Y digo favorito porque yo no soy, o no fui, de esa categoría de escritores que tienen un gato o dos, sino más bien como la de Chandler, que tras enviudar salía en auto a pasear llevando a sus 18 gatos. Tom me levantó y yo lo levanté a él en repetidos encuentros en la carnicería y en el kiosko que hace dos décadas estaban en la esquina de Urquiza e Yrigoyen, en el barrio de Once, a una cuadra del Mariano Acosta. Tom era un gato callejero que al que el carnicero alimentaba. Cuando no estaba, participaba con otros gatos en excusiones de caza que lo llevaban hasta a cinco cuadras de allí. Producto seguramente de un atropellamiento, uno de sus colmillos se enfundaba en el labio inferior. Un día que regresaba achispado a casa y que me detuve para comprar cigarrillos, Tom saltó como ya había hecho otras veces al alfeizar que estaba a la altura de la vitrrina del kiosko, pidiendo caricias. Y ahí mismo decidí darle cobijo para siempre. De aquella época solo me queda una gata, Alelí, que supo ser gorda como una pelota de básquetbol y hoy es puro pellejo.
Sucede a Tom, Bogotá, un macho enorme, blanco y gris, que rescaté hace unos tres años, en pleno invierno, poco antes de que Macri destrozara la plaza en la que vivía. Ojalá viva veinte años y ojalá pueda sobrevivirlo. Digo, si no es mucho pedir.
Ya sé que los traje hasta acá engañados, pero miren el material que está debajo. No se arrepentirán.