He de confesar que no sé quien es Bricmont. Aunque su escrito es muy interesante, me llama la atención que ni siquiera mencione el papel que le cupo a Francia en el genocidio de Ruanda y Burundi y en la destrucción del estado libio.
Sobre Siria
Jean Bricmont / Sin Permiso
Los sucesos de Siria, tras lo acontecido en Libia el año pasado, se ven acompañados de llamamientos a la intervención con el fin de «proteger a los civiles», argumentando que es nuestro derecho o nuestro deber actuar de ese modo. Y, al igual que el pasado año, se escuchan algunas voces de lo más ruidoso a favor de la intervención en la izquierda o entre los Verdes, que se han tragado entero el concepto de «intervención humanitaria». De hecho, las raras voces que se oponen de forma acérrima a esas intervenciones se asocian a menudo a la derecha, ya se trate de Ron Paul en los EE. UU. o el Frente Nacional en Francia. La política que la izquierda debería apoyar es la de la no intervención.
El objetivo principal de los intervencionistas humanitarios se centra en el concepto de soberanía nacional, en el que se basa el actual Derecho internacional, y que ellos estigmatizan como permisivo con los dictadores que asesinan a placer a su propio pueblo. Da a veces la impresión de que la soberanía nacional no es más que una protección para aquellos dictadores cuyo único deseo es masacrar a su gente.
Pero de hecho, la justificación primordial de la soberanía nacional estriba precisamente en proporcionar al menos una protección parcial a los estados débiles respecto a los fuertes. Un Estado que es suficientemente fuerte puede hacer lo que le plazca sin preocuparse de una intervención exterior. Nadie espera que Bangladesh se entrometa en los asuntos internos de los Estados Unidos. Nadie va a bombardear los EE.UU. para obligarle a modificar su política de inmigración o monetaria a causa de las consecuencias humanas que esas medidas políticas tienen sobre otros países. La intervención humanitaria funciona sólo en un sentido, de los poderosos a los débiles.
El mismísimo punto de partida de las Naciones Unidas consistía en salvar a la humanidad del «flagelo de la guerra», en referencia a las dos guerras mundiales. Esto se consiguió precisamente gracias al estricto respeto de la soberanía nacional, al objeto de impedir que las Grandes Potencias intervinieran militarmente en contra de aquellos más débiles, cualquiera que fuese el pretexto. La protección de la soberanía nacional en el Derecho internacional se basaba en el reconocimiento del hecho de que los fuertes pueden sacar partido de los conflictos internos en países débiles, tal como mostraron las intervenciones de Alemania en Checoslovaquia y Polonia, ostensiblemente «en defensa de las minorías oprimidas», lo cual condujo a la II Guerra Mundial.
Vino después la descolonización. Tras la II Guerra Mundial, docenas de países de reciente independencia se liberaron del yugo colonial. Lo último que querían era ver a las antiguas potencias coloniales entrometerse abiertamente en sus asuntos internos (aunque esas interferencias han pervivido de forma más o menos velada, sobre todo en países africanos). Esta aversión a la injerencia exterior explica por qué el «derecho» de injerencia humanitaria ha sido universalmente rechazado por parte de los países del Sur, por ejemplo en la Cumbre del Sur en La Habana en abril de 2000. Reunidos en Kuala Lumpur en febrero de 2003, poco antes del ataque norteamericano contra Irak, «Los Jefes de Estado o de Gobierno reiteraron el rechazo por parte del Movimiento de los No Alineados del llamado ‘derecho’ de intervención humanitaria, que no tiene base ni en la Carta de las Naciones Unidas ni en el Derecho internacional» y «observó también semejanzas entre la nueva expresión ‘responsabilidad de proteger’ y la ‘intervención humanitaria’ y solicitó a la Oficina de Coordinación que estudiase cuidadosamente la expresión ‘responsabilidad de proteger’ y sus implicaciones sobre la base de los principios de no injerencia y no intervención, así como del respeto por la integridad territorial y soberanía nacional de los Estados».
El fracaso principal de las Naciones Unidas no ha consistido en impedir que los dictadores asesinaran a su propia gente sino en que no ha logrado impedir que los países poderosos violaran los principios del Derecho internacional: los EE. UU. en Indochina e Irak, Sudáfrica en Angola y Mozambique, Israel en los países vecinos, Indonesia en Timor Oriental, por no hablar de todos los golpes, amenazas, embargos, sanciones unilaterales, elecciones compradas, etc. Muchos millones de personas han perdido sus vidas a causa de esa repetida violación del derecho internacional y del principio de soberanía nacional.
En una historia posterior a la II Guerra Mundial que incluye las guerras de Indochina, las invasiones de Irak y Afganistán, de Panamá, hasta de la minúscula Granada, así como el bombardeo de Yugoslavia, Libia y varios países más, resulta escasamente creíble mantener que es el Derecho internacional y el respeto por la soberanía nacional lo que impide a los Estados Unidos detener el genocidio. Si los EE.UU. hubieran tenido los medios y el deseo de intervenir en Ruanda, así lo habrían hecho y ninguna ley internacional se lo habría impedido. Y si se introduce una «nueva norma», tal como el derecho de intervención humanitaria o la responsabilidad de proteger, en el contexto de la actual relación de fuerzas políticas y militares, no salvará a nadie en ningún lado, a menos que los EE.UU., desde su propia perspectiva considere adecuado intervenir.
La injerencia norteamericana en los asuntos internos de otros estados tiene muchas facetas, pero viola constante y repetidamente el espíritu, y a menudo la letra, de la Carta de las Naciones Unidas. Pese a las pretensiones de que se actúa en nombre de principios tales como la libertad y la democracia, la intervención norteamericana ha tenido de forma repetida consecuencias desastrosas: no sólo los millones de muertos provocados por guerras directas e indirectas sino también las oportunidades perdidas, ese «matar la esperanza» de cientos de millones de muertos que podrían haberse beneficiado de políticas sociales progresistas como las emprendidas por líderes como Arbenz en Guatemala, Goulart en Brasil, Allende en Chile, Lumumba en el Congo, Mossadeg en Irán, los sandinistas en Nicaragua, o el Presidente Chávez en Venezuela, que se han visto sistemáticamente subvertidos, derrocados o asesinados con pleno apoyo de Occidente.
Pero eso no es todo. Toda acción agresiva dirigida por los EE.UU. crea una reacción. El despliegue de un escudo antimisiles produce más misiles, no menos. Bombardear civiles – ya sea deliberadamente o por medio de los llamados «daños colaterales» – produce mayor resistencia armada, no menos. Tratar de derrocar o subvertir gobiernos provoca más represión interna, no menos. Alentar minorías secesionistas dándoles la impresión a menudo falsa de que la única Superpotencia acudirá al rescate en caso de represión, conduce a mayor violencia, odio y muerte, no a menos. Rodear un país de bases militares ocasiona mayor gasto en defensa en ese país, no menos, y la posesión de armas nucleares por parte de Israel anima a otros estados de Oriente Medio a hacerse con esas armas. Si Occidente duda en atacar a Siria o Irán, se debe a que estos países son más fuertes y tienen aliados más fiables que Yugoslavia o Libia. Si Occidente se queja del reciente veto de Rusia y China acerca de Siria, no tiene más que culparse a si mismo: es el resultado del descarado abuso por parte de la OTAN de la Resolución 1973, con el fin de llevar a cabo un cambio de régimen, algo a lo que la resolución no autorizaba. De modo que el mensaje enviado por nuestra política intervencionista a los «dictadores» reza así: mejor que estéis armados, haced menos concesiones y construid mejores alianzas.
Además, los desastres humanitarios del Congo Oriental, que son probablemente los mayores de décadas recientes, se deben principalmente a intervenciones extranjeras (principalmente de Ruanda, aliado de los EE.UU.), no a su ausencia. Por tomar un caso extremo, que constituye uno de los ejemplos favoritos de los horrores citados por los defensores de las intervenciones humanitarias, resulta extraordinariamente improbable que los jemeres rojos hubieran llegado a tomar el poder en Camboya sin los masivos bombardeos «secretos» seguidos de un cambio de régimen preparado por los EE.UU. que dejó a ese infortunado país completamente desbaratado y desestabilizado.
Otro problema con el «derecho de intervención humanitaria» es que no logra sugerir ningún principio con el que remplazar la soberanía nacional. Cuando la OTAN ejerció su autoproclamado derecho a intervenir en Kosovo, donde distaban de haberse agotado los esfuerzos diplomáticos, recibió los parabienes de los medios de información occidentales. Cuando Rusia ejerció lo que consideraba su responsabilidad de proteger en Osetia del Sur, recibió la uniforme condena de esos mismos medios occidentales. Cuando Vietnam intervino en Camboya poniendo fin a los jemeres rojos, o intervino India para liberar a Bangladesh de Pakistán, sus acciones fueron duramente condenadas en los EE.UU. Así, cualquier otro país con medios para actuar de ese modo adquiere el derecho a intervenir siempre que pueda invocarlo como justificación, con lo que volvemos a la guerra de todos contra todos, o sólo se le permite actuar así a un Estado todopoderoso, a saber los EE.UU. (y sus aliados) y volvemos a una forma de dictadura en los asuntos internacionales.
A menudo se responde que las intervenciones no las debe llevar a cabo un solo Estado sino la «comunidad internacional». Pero el concepto de «comunidad internacional» se usa primordialmente por parte de los EE.UU. y sus aliados con el fin de designarse como tal a si mismos y a quienes se avengan con ellos en ese momento. Se ha convertido en un concepto que lo mismo rivaliza con las Naciones Unidas (la «comunidad internacional» afirma ser más «democrática» que muchos estados miembros de las NN.UU.) que tiende a apoderarse de ellas.
En realidad, no hay nada semejante a una auténtica comunidad internacional. La intervención de la OTAN en Kosovo no fue aprobada por Rusia y la intervención de Rusia en Osetia del Sur fue condenada por Occidente. No se habría conseguido la aprobación del Consejo de Seguridad en ninguno de ambos casos. La Organización para la Unidad Africana ha rechazado la imputación del Tribunal Penal Internacional del Presidente de Sudán. Cualquier sistema de justicia o policía internacional, ya sea la responsabilidad de proteger o el Tribunal Penal Internacional, tendría que basarse en una relación de igualdad y un clima de confianza. No hay hoy en día ni igualdad ni confianza entre Este y Oeste, entre Norte y Sur, en buena medida como resultado del historial de las políticas norteamericanas. Para contar con alguna versión de la responsabilidad de proteger que sea consensuadamente funcional en el futuro, nos hace falta primero construir una relación de igualdad y confianza.
La aventura libia ha ilustrado otra realidad convenientemente pasada por alto por los partidarios de la intervención humanitaria, a saber, que sin la ingente maquinaria militar norteamericana, no es posible el género de intervención segura sin bajas (de nuestro lado) que puede esperar conseguir apoyo público. Los países occidentales no están dispuestos a arriesgarse a sacrificar demasiadas vidas entre sus tropas, y librar una guerra puramente aérea requiere una enorme cantidad de equipamiento de alta tecnología. Quienes apoyan esas intervenciones apoyan, se den cuenta o no, la continuidad de la existencia de la maquinaria militar norteamericana, con sus inflados presupuestos y su gravamen sobre la deuda nacional. Los Verdes y socialdemócratas europeos que apoyaron la guerra en Libia deberían tener la honestidad de decir a sus votantes que han de aceptar recortes masivos del gasto público en pensiones, desempleo, atención sanitaria y educación con el fin de rebajar los gastos sociales a un nivel norteamericano y emplear los miles de millones así ahorrados para levantar un aparato militar que pueda intervenir cuandoquiera y dondequiera que se registre una crisis humanitaria.
Si es verdad que el siglo XX precisa de unas nuevas Naciones Unidas, no las necesita para legitimar esas intervenciones con argumentos novedosos, tales como la responsabilidad de proteger, sino para dar al menos apoyo moral a quienes tratan de levantar un mundo menos dominado por una sola superpotencia militar. Las Naciones Unidas tienen que proseguir sus esfuerzos por alcanzar su propósito fundacional antes de sentar una nueva prioridad supuestamente humanitaria, que pueden utilizar en realidad las Grandes Potencias para justificar sus guerras en el futuro, socavando los principios de soberanía nacional.
La izquierda debería apoyar una activa política de paz mediante la cooperación internacional, el desarme y la no intervención de los estados en los asuntos internos de los demás. Podríamos utilizar nuestros desmesurados presupuestos militares para llevar a la práctica una forma de keynesiano global: en vez de exigir «equilibrio presupuestario», deberíamos emplear los recursos despilfarrados en nuestro aparato militar para financiar inversiones masivas en educación, atención sanitaria y desarrollo. Si esto suena a utópico, no lo es más la creencia en que vaya a surgir un mundo estable del modo en que se está librando la «guerra contra el terror».
Por ende, la izquierda debiera esforzarse en un estricto respeto por el derecho internacional por parte de los poderes occidentales, en aplicar las resoluciones de las Naciones Unidas referentes a Israel, desmantelar el imperio norteamericano de bases a escala mundial, así como de la OTAN, hacer cesar todas las amenazas referentes al uso unilateral de la fuerza, detener toda interferencia en los asuntos internos de otros Estados, en particular todas las operaciones de «promoción de la democracia», las revoluciones de «colores» y la explotación de la política de las minorías. Este necesario respeto por la soberanía nacional significa que el soberano ultimo de cada nación es el pueblo de ese Estado, cuyo derecho a substituir gobiernos injustos no pueden asumirlo foráneos presuntamente benevolentes.
Se objetará que dicha política permitiría a los dictadores «asesinar a su propio pueblo», lema que justifica actualmente la intervención. Pero si la no intervención puede permitir que sucedan cosas tan terribles, la historia muestra que la intervención militar tiene con frecuencia los mismos resultados, cuando los dirigentes y sus seguidores, arrinconados, vuelcan su ira sobre los «traidores» que apoyan la intervención extranjera. Por otro lado, la no intervención le ahorra a la oposición interna ser considerada una quinta columna de las potencias occidentales, resultado inevitable de nuestras políticas intervencionistas. Buscar activamente soluciones pacíficas permitiría reducir los gastos militares y la venta de armas (entre otros a dictadores que puedan utilizarlas para «asesinar a su propio pueblo») y emplear recursos para mejorar las condiciones sociales.
Llegados a la actual situación, ha de reconocerse que Occidente ha estado apoyando a los dictadores árabes por una serie de razones, que van desde el petróleo a Israel, y que esa política se está hundiendo poco a poco. Pero la lección que debemos extraer no consiste en apresurarse a otra guerra en Siria, como hicimos en Libia, sosteniendo que esta vez estamos en el lado bueno, defendiendo a la gente contra los dictadores sino reconocer que ya es hora de que dejemos de asumir que tenemos que controlar el mundo árabe. En los albores del siglo XX, la mayoría del mundo se encontraba bajo control europeo. Occidente terminará por perder el control sobre esa parte del mundo, como lo perdió en Asia Oriental y lo está perdiendo en América Latina. Cómo se adapte Occidente a su declive es la pregunta política crucial de nuestro tiempo; es poco probable que responderla vaya a ser fácil o agradable.
Jean Bricmont es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.