Artigas, un prócer argentino, y la asamblea de 1813

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Artigas y la Asamblea del año XIII

Por Alejandro Pandra / Agencia Paco Urondo

Al cumplirse el bicentenario de la Asamblea del año 1813, el autor reflexiona las perspectiva del oriental de aquel evento anti esclavista.

En el amanecer del 8 de octubre de 1812, aparecieron formadas en la plaza de la Victoria, las fuerzas de la guarnición de Buenos Aires conducidas por la logia: el flamante regimiento de granaderos –caballería napoleónica, la última palabra del arma- al mando de su fundador, un regimiento de artillería y un par de batallones de infantería. En actitud revolucionaria se pedía un nuevo gobierno compuesto «por personas más dignas del sufragio público» y la convocatoria de un congreso de las provincias «que decida de un modo digno los grandes negocios de la comunidad». Bernardo de Monteagudo ofició ese día de agitador del pueblo (un par de miles de personas movilizadas en la plaza), fue el redactor del tradicional petitorio y su nombre encabezó las firmas. En el arco central de la recova se habían colocado dos obuses y en las esquinas de la plaza los cañones, como para ratificar, si fuera necesario, «la voz del pueblo».

El movimiento produjo la caída y el reemplazo del primer triunvirato, pronunciamiento del que derivaría la asamblea del año XIII. Ya no «junta» ni «cortes» a la española, sino «triunvirato», «directorio» y «asamblea» a la francesa: sus diputados se tratarán de ciudadanos y sus discursos responderán al gusto neoclásico puesto de moda, con alusión constante a héroes griegos y romanos y citas de Cicerón. El golpe tuvo por objeto enderezar el rumbo de la revolución –perdido desde el instante en que se eliminó a Moreno y a su plan de operaciones-, bajo la ya clásica forma de la convocatoria a un cabildo abierto a favor del tumulto, con ruido de sables y gritos en la plaza y «la voluntad del pueblo» expresada en un petitorio firmado [Palacio].

Pero «la voluntad del pueblo» resultaría finalmente acallada. En enero de 1813, presidida por Alvear, que ya era la figura más prominente del Plata, comienza a sesionar solemnemente en Buenos Aires la asamblea nacional, que iba a seguir al pie de la letra las resoluciones de las cortes de Cádiz. En marzo Rondeau le comunica a Artigas que el triunvirato «le ordena» a la banda oriental prestar juramento de obediencia a la asamblea. En abril «el jefe de los orientales» reúne un congreso en su campamento de Tres Cruces, en Peñarol, frente a Montevideo, con gauchos, indios, negros, mulatos, españoles y criollos, analfabetos e ilustrados. Lo inaugura parafraseando a Washington: «Mi autoridad emana de vosotros y cesa por vuestra presencia soberana». Al decir de Pepe Rosa no era una concesión al liberalismo, sino que era «el» liberalismo, pero el liberalismo con patria, pueblo, pampa, idioma, un liberalismo popular y nacionalista, que luego encenderán en Buenos Aires Manuel Dorrego y más tarde Hipólito Yrigoyen.

El estilo de la asamblea del año XIII estaba en las antípodas del espíritu popular, criollo, épico, austero, valiente, libre, gaucho y combatiente encarnado por San Martín y por Artigas. Un viajero inglés comenta lo que vio en el campamento oriental: «¡El excelentísimo señor protector de la mitad del nuevo mundo estaba sentado en una cabeza de buey, junto a un fogón encendido en el suelo fangoso de su rancho, comiendo carne del asador y bebiendo ginebra en un cuerno de vaca! Lo rodeaba una decena de oficiales andrajosos… De todas partes llegaban, al galope, soldados, edecanes, y exploradores. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba los decretos revolucionarios de su gobierno. Dos secretarios –no existía el papel carbónico- tomaban nota».

Por su parte, el cronista Larrañaga lo pinta así: «En nada parecía un general. Su traje era de paisano y muy sencillo: pantalón y chaqueta azul, sin vivos ni vueltas, zapatos y medias blancos y un capote de bayetón eran todas sus galas, y aun todo esto pobre y viejo. Es hombre de una estatura regular y robusta, de color bastante blanco, de muy buenas facciones, con la nariz aguileña, pelo negro y con pocas canas; aparenta tener unos cuarenta y ocho años; su conversación tiene atractivos, habla quedo y pausado; no es fácil sorprenderlo con largos razonamientos pues reduce la dificultad a pocas palabras y, lleno de mucha experiencia, tiene una previsión y un tino extraordinarios. Conoce mucho el corazón humano, principalmente el de nuestros paisanos, y así no hay quien le iguale en el arte de manejarlos. Todos lo rodean y lo siguen con amor, no obstante que viven desnudos y llenos de miseria a su lado».

Con él cualquiera puede llegar a general si tiene condiciones, como las tenía el indio Andresito Guacurarí Artigas, sin obligación de presentar ante nadie certificado de «limpieza de sangre» ni desmerecerse por tener una concubina parda.

Artigas confecciona en aquel congreso de Peñarol un programa extraordinario de veinte puntos para que los diputados orientales lleven a la asamblea: declaración de la independencia absoluta, sistema republicano de gobierno, régimen federal, supresión de las aduanas interiores, un plan nacional de desarrollo, prevenciones contra el despotismo militar y la sabia medida de fijar la capital de la confederación a crearse fuera de Buenos Aires. Nada se había escrito hasta entonces como ese articulado en el que se expresaba la temática de la revolución nacional con absoluta precisión y autenticidad: significaba clarificar la revolución de mayo y llevarla a la calle, sacándola del ámbito palaciego en que se manejaba [Salvador Ferla].

Si la insurrección de una minoría puede ser combatida y doblegada, una rebelión comunal generalizada es prácticamente invencible. Ya no sería lord Strangford –el eminente agente instalado en la corte de Río de Janeiro, permanente «observador» de los «tories» sobre el Plata desde 1810, a quien Alvear se había dirigido rogándole la tutoría británica- el árbitro del proceso , sino el pueblo que había derrotado en dos oportunidades a los ejércitos del país de Strangford.

Pero, claro, con semejantes instrucciones y el temor de poner en mayoría al grupo sanmartiniano, la asamblea dirigida por Alvear y Vieytes no admite a los diputados orientales por «vicios de procedimiento en su elección» y, mientras tanto, sigue discutiendo sobre el sexo de los ángeles. Por ejemplo, por el informe de un protomédico la asamblea se enteró de que el elevado índice de mortalidad infantil en el período de lactancia era ocasionado por el bautismo con agua fría, por lo cual ordenó que en lo sucesivo y en cualquier época del año los curas bautizaran con agua tibia. La asamblea estaba dominada por la temática de la ilustración que enfervorizaba a la juventud porteña y con la que todos coincidían en Buenos Aires. No había lugar para el tajante ideal revolucionario artiguista sintetizado en cinco proposiciones decisivas: independencia, república, federación, fin del puerto único y designación de una nueva capital.

El conflicto entre los intereses del país con los intereses del puerto ya no se resolvería en una asamblea, sino en el campo de batalla.

Si Rosas es el símbolo mayor de la soberanía nacional, José Gervasio Artigas es el símbolo de la soberanía popular («que los más infelices sean los más agraciados» ordenaba en su reglamento de tierras, una admirable reforma agraria). El padre fundador del partido popular constituye el arquetipo de la democracia social, de la verdad histórica sepultada, de la conciencia hispanoamericana. De lo que pudo ser y no fue. Por eso, como en el credo, puede decirse que el protector de los pueblos libres padeció bajo el poder de la oligarquía portuaria y por ella fue crucificado, muerto y sepultado.


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