El último calzado del Che y un texto que no me pertenece
Abro Loboalpha, el blog de mi amigo Jorge Tejera: aparece un texto sobre el calzado que llevaba puesto el té cuando lo apresaron y mataron. Lleva la firma «J.Salinas». solo puedo decir que no soy yo.
Fotografía para un imprescindible viaje al centro de uno mismo
Por: Marta O. Carreras Rivery |
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No conocíamos esa imagen. La vimos en Moscú en un encuentro que sostuvimos en la sede diplomática de Cuba con la Embajadora de Bolivia María Luisa Ramos.
La fecha del 8 de octubre nos movía instintivamente a cubanos y bolivianos a abrazarnos en la memoria común.
Nuestros hijos cantaron al hombre de la boina negra y la estrella, al de la barba rala y la mirada segura y serena, al líder de las batallas y las horas difíciles de la Revolución, al compañero de Fidel, Camilo, Almeida y Raúl, al paradigma de revolucionario cabal que aspiramos ser.
De retorno, las sinceras y emocionadas palabras de la Embajadora, una carta y esta sobrecogedora fotografía tomada por alguien hace 42 años atrás en su natal Bolivia, acaso un detalle de otra mayor, aún no lo sé: eran los pies inertes del Che, rodeados de harapos cual improvisado calzado; pies marcados por inhóspitos parajes de selvas y montañas; pies heridos por la metralla y la traición como recurso de impotencia frente a la voluntad férrea del hombre que los habitó.
El silencio se apoderó de la sala y las lágrimas de los rostros: habíamos viajado al centro de nosotros mismos a quemar nuestras miserias.
Al frente estaba la imagen última de los pies del insigne ministro a quien las mieles del poder y la gloria no lograron seducir jamás.
En conmemoracion de su caída en combate por un destino mejor para Latinoamérica y el mundo, sirva esta imagen de hombre real cual brújula para nunca equivocar, dondequiera que estemos, compromiso y camino.
J.Salinas
Publicado por Actividad Siglo XXI
«Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden. Me fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado. Pero el coronel se puso furioso. Así es que fui.
Ése fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo:
«Usted ha venido a matarme».
Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó:
«¿Qué han dicho los otros?».
Le respondí que no habían dicho nada y él contestó:
«¡Eran unos valientes!».
Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma.
«¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!».
Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto».