Jimmy Smart, arquetipo de golpista y genocida
El Circuito Camps y el mérito de Jimmy
Por Ricardo Ragendorfer / Miradas al Sur
En la tarde del 3 de junio de 2009, al entonces fiscal de Casación Juan Martín Romero Victorica se lo notó ofuscado. “No puedo creer que a Jimmy le imputen estos hechos”, fueron sus exactas palabras. ‘Jimmy’ era nada menos que el ex ministro de Gobierno bonaerense durante la dictadura Jaime Lamont Smart. Y “esos hechos” son 60 desapariciones cometidas en el marco del Circuito Camps, tal como se le llama a los centros clandestinos de detención controlados por la Bonaerense en los años de plomo. Ahora, el antiguo funcionario es uno de los acusados en el juicio oral por aquellos crímenes. Su historia constituye un caso testigo sobre la responsabilidad civil en el ejercicio del terrorismo de Estado.
El ex jefe de la Policía Bonaerense, general Ramón Camps, solía alternar sus tareas estrictamente represivas con la escritura de sus andanzas. Prueba de ello es su libro Caso Timerman, punto final (editorial Roca, 1982), en el cual agradecía al entonces gobernador provincial Ibérico Saint-Jean, a su ministro Jaime Lamont Smart, y a otros seis funcionarios, por la asistencia brindada en “la investigación y los interrogatorios tendientes a establecer el trasfondo del diario La Opinión”. Casi tres décadas después, esa frase sería nada menos que el punto de partida del procesamiento contra Smart, quien el 6 de mayo de 2008 tuvo el dudoso mérito de convertirse en el primer civil en ser detenido por crímenes de lesa humanidad.
A finales de 1976, durante un acto celebrado en edificio central de la Bonaerense, un hombre esmirriado que lucía traje gris arengaba a la tropa; cada tanto, su mirada buscaba la aprobación del gobernador, mientras sacudía la mandíbula al compás de sus dichos:
–La subversión, señores, es ideológica. Sus infiltrados están agazapados en el ámbito cultural. Porque todo esto fue a causa de personas, llámense políticos, sacerdotes, profesores y periodistas.
Desde el palco, Camps lo escuchaba con cierto deleite. El orador no era otro que Smart, un abogado de familia patricia que alguna vez supo ser secretario en un juzgado de Primera Instancia. Hasta mediados de 1968, cuando un decreto firmado por Juan Carlos Onganía lo ascendió a fiscal.
Después, ya como magistrado, integró la temible Cámara Federal en lo Penal –también conocida como el Camarón–, que se ocupaba de juzgar a opositores políticos. Ahora era ministro de Gobierno de la provincia. Y finalizó su discurso con las siguientes palabras:
–Hay mucho aún que averiguar en el país.
Pocos entonces comprendieron que semejante declaración de guerra tenía un destinatario excluyente: Jacobo Timerman.
Lo cierto es que este, desde las páginas de La Opinión, no había escatimado ocasión de fustigar a Saint-Jean, al que consideraba un exponente del ala dura del Proceso. Pero en realidad los hombres del gobernador –con el visto bueno del general Guillermo Suárez Mason– soñaban con apropiarse de la fortuna de David Graiver, el principal accionista del diario, que acababa de fallecer en un accidente aéreo. En eso estaba Camps. Y también Smart.
Timerman fue secuestrado en su domicilio por una patota de la Bonaerense durante la noche del 15 de abril de 1977. Idéntica suerte corrieron otras 20 personas vinculadas a Graiver. El director de La Opinión fue llevado primero a Campo de Mayo, antes de pasar por otros centros clandestinos de detención. En todos esos sitios sería torturado con particular saña debido a su condición de judío, mientras sus captores –encabezados por Camps– le inquirían sobre temas tan variados como la relación entre el diario y la guerrilla, el sionismo, la teoría marxista y, desde luego, el dinero de Graiver.
Ahora se sabe que Smart no fue ajeno a esa batería de preguntas. Y que solía visitar con frecuencia las mazmorras clandestinas de la Bonaerense, por donde pasaron miles de secuestrados. Mariano Montemayor, un periodista amigo del almirante Emilio Eduardo Massera, fue testigo de ello en oportunidad de ser arrestado por los hombres de Camps debido a un lamentable malentendido que este remedió con una ronda de whisky. La escena transcurría en una oficina de Puesto Vasco, un centro clandestino controlado por él. En tales circunstancias, refiriéndose a las personas allí alojadas, dijo:
–Quiero que vea con sus propios ojos la peligrosidad de esta gente.
Entonces, con el fervor de un coleccionista, hizo desfilar ante ellos a algunos detenidos por el caso Graiver; entre otros, el padre del financista, Isidoro, y su viuda, Lidia Papaleo. Montemayor no salía de su asombro. Smart estaba allí. Y se movía con la misma familiaridad que Camps.
También habría tenido que ver con otros hechos no menos escabrosos. Durante la mañana del 6 de marzo de 1978 fue secuestrado en su estudio de San Martín el abogado Rodolfo Gutiérrez. Por cierto, lo sorprendente fue que este no era un activista de izquierda sino un prestigioso profesional que solía jugar al polo con el general Albano Harguindeguy. Días después, alguien que no quiso identificarse le entregó a su esposa una carta escrita por él en su lugar de cautiverio; la misiva decía: “Yo sé que Smart me odia. Ignoro por qué. Y sé también que yo, libre, soy para él un problema. Por eso temo que me mande a matar. Estamos sólo vos, las nenas y yo ante Smart y su ejército de policías.”Gutiérrez integra desde entonces la nómina de personas desaparecidas. El 13 de septiembre de 2007, Smart se presentó a declarar en el juicio contra el cura Cristian von Wernich. Ya poco quedaba de ese hombre vehemente y furibundo; ahora sólo era un anciano de aspecto quebradizo que tartamudeó su nombre ante un micrófono. No dijo más, ya que en ese instante le informaron que sobre él pesaba una denuncia por su papel en el secuestro de Timerman. Dos años después, comenzaría a ser juzgado por sus crímenes.