Guillermo Saccomano volvió a la colimba
Hizo un libro muy interesante a partir de su servicio militar, Bajo bandera. Y ahora ha vuelto a él en homenaje a un compañero educador desaparecido y reaparecido. Va el largo fragmento que publicó hoy Tiempo prologado por un artículo aparecido la semana pasada en Página.
En 1969, Guillermo Saccomanno hizo el servicio militar en Neuquén. Entre sus compañeros se encontraba un joven militante de base llamado Orlando Balbo. Cuarenta años después, y sin saber nada de su destino, volvieron a encontrarse. La vida de Balbo, marcada por el secuestro, la tortura, el exilio, las heridas físicas y la pérdida de sus seres queridos, llevó a Saccomanno a emprender la escritura de su primer libro de no ficción. Un maestro (Planeta) es la reconstrucción no sólo de una historia de vida sino del sentido de la justicia y el compromiso con los oprimidos a lo largo del tiempo.
Por Fernando Bogado
La historia del non-fiction argentino es larga, densa, pero sobre todo estremecedora. Si bien hay algo dentro de la naturaleza misma del género que busca sorprender al lector a través del relato de un hecho periodístico que conmocionó a la opinión pública en un determinado momento –pensar en A sangre fría de Truman Capote, en términos oficiales, padre del género; en líneas cronológicas, no tanto–, en su variante nacional se ha acercado mucho más a la acción contingente del ahora, antes que a una suerte de recuperación a los fines narrativos de un hecho, si se quiere abusar del término, de la “vida real”. Mientras que en la línea anglosajona ese “real” pasa por un material más dentro de un relato determinado, en la literatura argentina el así llamado “género de no ficción” buscó accionar políticamente en el presente, haciendo muchas veces de estrategia de denuncia y desenmascaramiento.
Capote se ocupó de lo pasado para hacerlo narrativamente interesante, Walsh se ocupó del horror de los hechos presentes para suscitar una acción, una justicia aplicada, en el futuro; no por nada el propio escritor anota en el prólogo a Operación masacre, de 1957: “Escribí este libro para que fuese publicado, para que actuara, no para que se incorporase al vasto número de las ensoñaciones de ideólogos”.
El último libro de Guillermo Saccomanno, Un maestro, es, en este sentido, una obra de no-ficción argentina.
El texto se ocupa casi a título de mínima autobiografía –en ese tono– de la vida de Orlando Balbo, mejor conocido como “El Nano”, un compañero de la colimba del propio Saccomanno en el año 1969 (colimba también narrada en los cuentos de Bajo bandera), a quien dio por desaparecido luego de no recibir ninguna noticia de su persona durante mucho tiempo.
Enterado de que se encuentra vivo, Saccomanno decide ubicarlo para que le cuente su historia: a partir de este relato estrictamente personal, el autor se ocupa de transcribir todo lo narrado con el objetivo de contar la historia de “El Nano”, tal como lo llama una y otra vez, estableciendo nuevamente el vínculo que creía perdido por la tortura y la presunta muerte.
Así vamos desde la infancia de Orlando, su vida en el campo junto a su padre, quien se encargaba de visitar a los peones para convencerlos de que no voten como sus patrones y apoyen la iniciativa del peronismo, pasando por su vinculación con la educación popular, su contacto con las enseñanzas de Paulo Freire y con la militancia peronista: ambas acciones, en cierto punto, terminarán anudadas, como si militancia y educación fueran términos complementarios, tautológicos.
El 24 de marzo de 1976, el mismo día del golpe, Orlando Balbo es secuestrado por las fuerzas policiales en su domicilio en el centro de Neuquén, lugar a donde había terminado de instalarse con el objetivo de seguir sus aspiraciones pedagógicas. ¿Es el golpe algo que irrumpe en la vida de esta comunidad? Para nada: el germen de lo que se avecinaba era totalmente palpable, nadie podía (puede) decir que los (nos) tomó por sorpresa.
La violencia, esa misma violencia que Walsh no se cansaba de destacar, que en alguna medida atraviesa la historia de toda Latinoamérica, se hace terriblemente palpable en el relato de las torturas de Orlando: golpes, picana –una de estas terribles sesiones sería la responsable de una sordera que con el tiempo fue creciendo–, traslados a centros clandestinos de tortura (de Neuquén a Rawson), etcétera. Y en cada momento del relato no hay una sola línea en que no se abandone cierto afán reflexivo para plantear una distancia con respecto a cada hecho recuperado: Orlando hablando de la importancia de mantener el cuerpo, de su conciencia, la insistencia en que había otros que habían padecido el mismo tipo de torturas, de encierro… Tal como lo entiende el propio narrador, la posibilidad de poner todas estas cosas en un relato nace de la urgencia de darles un sentido y extraer de ello una enseñanza, también una denuncia, en la misma línea en que Primo Levi entendió su deber como sobreviviente del campo de concentración.
Saccomanno ha escrito, sí; y Orlando Balbo, sordo, ha relatado: la ventaja con la que corre el texto es que al mismo tiempo que funciona perfectamente entre la (auto)biografía y la crónica, puede levantar una primera persona cercana a la que podemos encontrar en cualquier obra de las “literaturas del yo”, que hasta no hace mucho constituían el panorama de los nuevos trabajos a tener en cuenta dentro del ámbito local, para hacerla funcionar en otro sentido; estamos frente a un yo construido entre dos, la responsabilidad del escritor que presta oídos para hacer de la historia del otro una denuncia: viaja, se traslada, investiga, motivado por la urgencia de una injusticia antes que por la apuesta al artificio literario.
Por la historia de Orlando Balbo, por su cuerpo, corren también otras violencias, otras denuncias: luego de su exilio en Italia, “El Nano” regresa al país y tiene una participación fundamental en la reconstrucción de una comunidad mapuche, haciendo de la educación la herramienta con la cual los locales podían defenderse tanto de los ventajeros que vendían alcohol y compraban sus productos a muy escaso precio hasta la revitalización de su cultura autóctona: ahí está la posibilidad de hacer de “lo mapuche” no parte del patrimonio de lo privado sino que incumba también la vida pública, generando el contagio, tanto de un lado (la aparición de las costumbres democráticas en la elección de un cacique) como del otro (la incorporación de clases en mapuche dentro de la escuela), un logro de este afán educador que tiene su correspondencia en las acciones de varios grupos de nuestros días.
El cuerpo es, en verdad, el territorio político de lucha por excelencia: en el de “El Nano” se cifra no sólo la tortura sino también el cuerpo que da un testimonio implacable en cada manifestación a la que se suma en cada discusión en la que participa: si el cuerpo ha sido precisamente el gran tema de cualquier “literatura del yo”, en este relato sin pretensiones literarias –o, mejor, con las justas para hacer del relato algo coherente, estructurado, pero claro: sobrio como los paisajes de la Patagonia– es la puesta en presencia radical de un momento que sigue operando políticamente en nuestros días; por eso el afán de insertar al final del libro detalles con respecto a los procesos de cada uno de los responsables de la sustracción de Balbo.
Un maestro de Saccomanno es un relato que cuesta leerlo como literatura o, mejor, que cuesta pensarlo bajo la idea de la literatura como reflejo mimético o institución burguesa tranquilizadora, en la medida en que se plantea desde la más absoluta literalidad (movimiento que, en efecto, es propio de más de una obra de los últimos años); como Walsh, como tantos escritores latinoamericanos que no dejan de trabajar con lo sucedido en nuestro territorio en los últimos años, les caben muy bien las primeras líneas de aquel cuento de Roberto Bolaño, “El ojo Silva”, relato cargado del mismo afán testimonial, si se quiere, de la misma urgencia: “… de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar”.
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El camino a Huncal
Habíamos estado adentro casi todo el ’69 y buena parte del ’70. Al salir de la colimba el Nano y yo, como tantos pibes que habíamos compartido aquel año y medio, después de la baja al confinamiento en un cuartel en la Patagonia, nos perdimos: cada uno habría de seguir su destino. En los años de la dictadura alguien me comentó que el Nano estaba desaparecido. Y eso creí.
Hace tres años, en una feria del libro de San Martín de los Andes, se me acercó un maestro. “Te manda saludos el Nano Balbo”, me dijo. Me sorprendí. “Santiago Balbo”, dije. “Orlando”, me corrigió. “El Nano”, dijo. “Al menos para nosotros es el Nano”. “Está vivo”, atiné a decir. Le pedí su teléfono. “Te lo doy”, me dijo, “pero no vas a poder hablar: está sordo. Quedó sordo de la tortura”, me contó. “Mejor ponele un mail”.
Hay una foto. Es una foto que nos sacamos en la colimba. Los dos, el Nano y yo, estamos sentados en la oficina de mesa de entradas del cuartel. Tenemos veinte años. El Nano no es todavía, al menos para mí y, creo que para nadie en el cuartel, el Nano, como se lo conocía en Pellegrini, su pueblo y como se lo conocerá años más tarde en Neuquén. A veces lo llamamos Santiaguito. Tiene un aire inocente con los anteojos, la manera de hablar criolla y un andar pachorriento de a caballo. Es un pibe de campo. En este último tiempo, cuarenta años después, he vuelto a observar una y otra vez esa foto. Me preguntaba, me pregunto, quiénes éramos entonces, quiénes somos ahora, si estamos a la altura de los que imaginábamos ser algún día.
La colimba que nos tocó fue dura, feroz. Mientras estábamos confinados sucedían el Cordobazo, el Choconazo, estuvimos a punto de ser enviados como grupo de apoyo en la represión de la revuelta de El Chocón, y además, como siempre en ese tiempo, la amenaza de la guerra con Chile. Al cuartel venían militares franceses que habían participado en Dien Bien Phu y Argelia, rangers de Viet Nam. No obstante los soldados oficinistas que trabajábamos en la Plana Mayor nos las ingeniábamos, mate y ginebra, para pasarla lo mejor que se podía, aún bajo el riesgo de un castigo con saña. La colimba sería el motivo de una novela que escribiría treinta años más tarde: Bajo bandera.
Por entonces, cuando la escribí, me acordaba mucho de otro compañero, Diego Frondizi. En aquel año de la colimba, mientras estallaba la insurgencia contra la dictadura militar, Diego discutía con nosotros proponiendo el peronismo como camino de la liberación y la lucha armada como estrategia. Diego, entre otros, integraba ese grupo de muchachos porteños que al colimba s/c 48 Orlando Santiago Balbo le llamaban la atención por sus discusiones cargadas de chicanas, por una vivacidad en el contragolpe argumental que era puro ping pong. Cuando la discusión se convertía en chicana, Diego se retraía en un silencio. Era su forma de imponer una instancia de reflexión. Con sorna, nos miraba. Cachándonos. Al hacerse una pausa, volvía a la carga. Hablaba lento, creo recordar, lento y poco, con una autoridad que provenía de su experiencia de militancia. Hoy llama la atención este detalle: que un pibe de veinte años se expresara con una argumentación basista que desarticulaba todos los postulados de una izquierda que se resistía al movimiento popular. Que ese discurso proviniera además de una militancia barrial, de un conocimiento temprano de la calle y los trabajadores. Diego no se había curtido, como algunos de nosotros, en asambleas estudiantiles y manifestaciones sino en los barrios. Un año después de la baja, Diego fue acribillado durante una acción de las FAP. Su muerte puede leerse como el fin de una etapa de iniciación y el comienzo de otro.
Después de enterarme de que el Nano vivía, empezamos a escribirnos. No nos interesaba encontrarnos para evocar la colimba. Sí para ver, tantos años después, si estábamos a la altura de los que habíamos querido ser. Viajé a Neuquén. Quería completar su historia de vida desde antes y después del momento en que nos separamos al ser dados de baja en el cuartel de Junín de los Andes. Porque esa parte que faltaba era toda una historia. Su relato arrancaba en la infancia, en el campo, acompañando a su padre en las luchas de las Ligas Agrarias, el peronismo proscripto, la resistencia, después la colimba. Y al salir de la colimba, su inserción universitaria en la educación, la militancia, su relación con Jaime De Nevares, la detención en el 76 por un grupo de tareas comandado por el represor Guglielminetti, la tortura que lo dejaría sordo, la cárcel en Neuquén y en Rawson, el exilio, la vuelta al país y su experiencia en educación para adultos en la comunidad mapuche de Huncal.
La sordera ahora lo hace hablar en voz alta. Y cuando habla lo hace mirando a su interlocutor, observándole los labios, leyendolós, a ver qué le responde. Lo escuchaba con la misma atención que él nos prestaba a los compañeros porteños durante la colimba.
Hay una tesis de la especialista en educación, María Rosa Barrera, en la que, al analizar la tarea pedagógica del Nano en Huncal lo considera al Nano: “Un maestro, un narrador”. Es evidente que el Nano, al contar, enseña. Me dispuse a grabarlo, desgrabarlo, pasar en limpio su relato una y otra vez, darle un orden cronológico y, de esta forma, armar su historia de vida.
Ese invierno el Nano viajó a Buenos Aires, se alojó en un hotel de la CTA en Congreso. Durante una semana, todas las mañanas, todas las tardes, fuimos repasando su historia. Cerca de veinte casettes y anotaciones en varias libretas. Su relato iba y venía. Se demoraba en un detalle y saltaba después a un hecho olvidado que mencionaba y hasta ahora había permanecido oculto en la memoria. Era entonces necesario retroceder. Volver atrás, recapitular, y seguir otra vez adelante.
Más tarde yo volvía a viajar a Neuquén. El Nano vive en un departamento de tres ambientes en una zona alta de Neuquén capital. El departamento está en una esquina. Por la ventana del living se pueden ver los chalets de un barrio de suboficiales, construcciones del 50. Pero al edificio se accede por otra calle. Y frente al edificio, a unos cincuenta metros, enfrente, está el local de la CTA. Todas las mañanas el Nano, aunque se dice retirado, se cruza a la Central, matea y discute con los compañeros: enseña. Si hay una manifestación, sin que le importe su sordera, allí va, uno más, entre todos, en la primera línea de choque. Los compañeros, sin que lo advierta, lo siguen de cerca, lo cuidan si se presentan duros los embates de la represión.
Aunque se define como un jubilado y rehúsa toda participación militante que comprometa su independencia ideológica clasista, no puede dejar de cruzarse al local de la CTA y, entre mate y mate, discutir con los compañeros, aportar ideas, su experiencia, una experiencia que todos tienen en cuenta, lo que explica por qué se lo escucha con semejante respeto, esa atención que se le presta.
Pero, cuando se trata de entrar en temas personales, que tienen que ver con su vida íntima, su relato se acoraza volviéndose recatado. Cada anécdota que cuenta remata siempre en una conclusión pedagógica, como si no confiara en la potencia de los hechos que narra. Un tic docente.
Había, hay, en su historia un punto de inflexión además de la influencia de Diego. La experiencia pedagógica en Huncal, según sus palabras, lo dio vuelta como un guante. Fue una experiencia sin vuelta atrás. Una intensidad interior. En esta zona de su relato seguramente yo buscaba un conocimiento de índole espiritual, aunque esté desacreditado el término espiritual. Inevitable, no podía hacerme el distraído. Estaba escribiendo la historia de otro, pero no podía esquivarle a la identificación. A la vez me repercutía la idea de John Berger sobre el médico rural John Sassal: “Al curar a los otros, se curaba a sí mismo”. Confesión, lo digo ahora: al escribir la historia del Nano yo perseguía también, en cierto modo, curarme a mí mismo. No encontraba sólo a un maestro en el sentido taoísta, encontraba un modelo ético. Escribir su historia de vida me curaba, por qué no. Escribir, así se trate de la historia de vida de otro, es escribir sobre una búsqueda de sí mismo. Escribimos para saber quiénes somos y, quizá, sentirnos menos extraños en el mundo. Aunque escribir representa asumir esta extrañeza.
Un año más tarde lograba articular su historia de vida en ciento cincuenta carillas. Teniendo en cuenta que el Nano es un narrador oral, su relato se estructuraba de forma novelesca. Qué novedad: todo testimonio es una versión ficcionalizada de los hechos que uno ha protagonizado. En este aspecto, yo no la tenía fácil. Su manera de narrar tendía a extraer una lección de cada recuerdo. Cada recuerdo operaba como un koan zen, pero explicado. Quizá hay demasiadas explicaciones en este relato, explicaciones que un hombre necesita hacerse para comprender qué le pasó, qué vivió, cómo sigue su historia. Sin embargo, aunque puedan parecer reiterativas, esas explicaciones tienen su coherencia. Reflejan una visión del mundo, una manera de comprender la realidad que el poder y su aparataje mediático apuntan sistemáticamente a nublar.
En cierta forma, después de grabar y desgrabar, de compaginar su historia, el libro que me había propuesto escribir, podía darlo por concluido. ¿Lo estaba?, me pregunté releyéndolo. Hay escritores que corrigen sus relatos aún los publicados, una y otra vez, para cada nueva edición. Si bien no pertenezco a esta categoría, al relato, sospechaba, lo sentía, le faltaba algo. Necesitaba conocer los lugares donde el Nano había realizado aquella experiencia educativa legendaria que hoy es materia de estudios especializados. Necesitaba caminar esa tierra. Necesitaba respirar ese aire. Necesitaba ver esos rostros. Aunque después no supiera reflejarlos en literatura, lo necesitaba. Porque tal vez era acá donde la historia se resignificaba. Y resignificaba no sólo la historia de vida del Nano. También la mía.
Lo que sigue es la crónica de ese viaje. Y pretende registrar aquella experiencia educativa en Huncal.
I
El nombre original de Huncal es Eñem Lafquen, que en lengua mapuche significa Laguna de los Pájaros. Había un manantial y una laguna allí. La laguna se fue secando. En los alrededores podían encontrarse vestigios de la vida primitiva, puntas de lanza y de flecha donde acechaban los cazadores. Mientras esperaban las presas afilaban las puntas de basalto. Tiraban las que se rompían o no les salían bien. Hoy los joyeros las compran para engarzarlas con plata. Cuando los milicos de la autodenominada “Conquista del desierto”, cargaron con el Remington primero y después sable en mano y a degüello masacraron y expulsaron a los sobrevivientes, entonces vinieron los chilenos. Al lugar le pusieron Juncal, por los juncos o totoras. Pero como la j se aspiraba le quedó Huncal. En los mapas aparece de las dos formas. El paraje está situado a 39 km de Loncopué, al norte de la provincia, y a casi 350 km de Neuquén capital. Acá está afincada la comunidad Millain Currical.
A fines del siglo, terminada “la conquista del desierto”, los mapuches, de a poco, fueron volviendo. Más tarde obtuvieron un permiso precario para establecerse en las que habían sido sus tierras. Se establecieron en una propiedad comunitaria. Se instalaban y no cercaban el predio sino la tierra cultivada para protegerla de los chivos, los conejos y las liebres.
“Huncal”, dice el Nano esta mañana de octubre. “Huncal, allá vamos”, dice y se acomoda entusiasmado al volante de su auto, un Fiat Palio WK rojo del 99.
II
No es fácil llegar a Huncal, distante de Neuquén capital a seis horas de auto manteniendo una velocidad promedio de cien kilómetros por hora. La dificultad no proviene sólo de la interminable ruta patagónica y esos momentos, momentos eternos, en que la ruta da la sensación de estar adentrándose en la nada. La dificultad también consiste, en el tramo último, en el camino de tierra y ripio que, partiendo desde Loncopué, obliga a reducir la velocidad y extremar las precauciones en subidas y bajadas, curvas al borde de precipicios. Además está el clima: en invierno llegar a Huncal depende de las condiciones meteorológicas.
Unos meses atrás, con el Nano nos propusimos este mismo viaje y debimos suspenderlo por la nieve, el viento blanco. La comunidad mapuche Millain Currical, estaba aislada. Y lógicamente, su escuela, el objetivo de nuestro viaje. Esa escuela cumplirá cien años el 1 de mayo del 2011. Allí, en 1985, a la vuelta del exilio, cuando el Nano recaló en Huncal por recomendación del obispo Jaime de Nevares y la pionera de Derechos Humanos Noemí Labrune, la escuela era una construcción de material, una escuela de personal único como única era el aula en donde la maestra desarrollaba todos los grados juntos.
Esa escuela representaba el fracaso de la política educativa winca de alfabetizar los mapuches. El proyecto sarmientino cifrado en la consigna “educar al soberano” resultó un fracaso desolador. En un país arrasado por la contradicción “civilización/barbarie”, no otra cosa que la representación encubierta de la lucha de clases y la tensión entre el pensamiento rubio de los intereses coloniales y los humillados y ofendidos del interior, su exterminio y un proyecto de colonización marcado por la apropiación del terreno, el despojo y el saqueo no podía prosperar. El doble discurso de la educación devino un fracaso silenciado.
Alrededor de 1911 un maestro llegó a la escuela, por entonces una tapera de adobe, y encontró su puerta cerrada. Como era imposible abrirla, agarró un hacha de una leñera y la derribó. Tiempo después, para su sorpresa, la burocracia ministerial le descontaba de sus haberes mezquinos el importe de la puerta. Otro maestro, tiempo más tarde, daba clase desde la cama. Sin levantarse, bajo las frazadas, dictaba sus lecciones. Más tarde, otro maestro regalaba bolitas a sus alumnos a cambio de las puntas de flecha que, vale recalcarlo, los mapuches solían engarzarlas en plata para convertirlas en colgantes, costumbre que mantienen todavía.
Se tratara de la educación o del comercio, los mapuches eran sistemáticamente estafados por los wincas. La cooperativa había sido fundada con la ayuda de de Nevares con la intención de independizarlos de los mercachifles. Era un galponcito y cumplía la función de proveer los alimentos indispensables: bolsas de harina, yerba, fideos, sal, lo mínimo para subsistir. En la cooperativa acopiaban también la producción de pelo de chivo, que al ser vendido en cantidad lograba mejores precios. Pero los mercachifles aprovechaban cualquier oportunidad para venderles ginebra y vino y después emborrachar hombres y mujeres, hacían un simulacro de compra del pelo de sus chivos.
La comunidad ha vivido siempre del magro rendimiento de los piños, como llaman las manadas de chivos. Los chivos y ovejas les proporcionan alimento, una carne sabrosa, y además el pelo y la lana con que confeccionan abrigo y artesanías.
Una vez borrachos los mapuches, apilaban la lana de las ovejas y el pelo de angora de sus chivos para venderla. Había un mercachifle, que empleando una calculadora en la que previamente marcaba una operación, la depositaba sobre el pelo y la lana y les pedía que oprimieran la tecla así la maquina daría el peso exacto. Como prueba de su honestidad, él se alejaba. Otro mercachifle empleaba una balanza del tipo romana mal calibrada. Así les tiraban abajo la producción, los convencían de una presunta baja calidad de la angora y la pagaban a precio más que vil por mucho menos de los kilos que se alzaban.
III
En la mañana del 24 de marzo del 76, una fecha de memoria lúgubre, Orlando Santiago Balbo, más conocido en todo Neuquén como el Nano, era maestro, educador de la Universidad del Comahue, responsable de experiencias de educación para adultos basándose en las enseñanzas de Paulo Freire, el pedagogo y pensador brasileño Paulo Freire, autor de un clásico: Pedagogía del oprimido. También era en esa mañana colaborador de la diputada provincial René Chávez. Mañana siniestra para el Nano: fue secuestrado por un grupo de tareas encabezado por el represor Guglieminetti. Después, torturado en la comisaría de la Policía Federal de Neuquén. En la tortura, golpes y sesiones interminables de picana que terminarían generándole una sordera en aumento. Después de unos meses largos en el penal de Neuquén, fue trasladado a la cárcel de Rawson.
Tras dos años en Rawson, donde soportó castigos que hielan la sangre. A través de la influencia y los contactos del obispo progresista Jaime de Nevares logró la libertad bajo la condición del exilio. En Roma fue empleado como “tutto fare” en el Vaticano, integró los grupos que procuraban difundir las atrocidades de la dictadura. El efecto de la picana se incrementaba: su sordera se incrementaba paulatinamente. En el grupo de exilados se encontraba el cineasta Fernando Birri, que una noche le proyectó Los inundados y a la vez le entregó una copia del guión, de modo que venciendo la audición defectuosa, el Nano pudiera comprender los diálogos. Bajo la protección de Amnesty formó parte de un grupo de cien ex prisioneros de dictaduras de todo el mundo y destinado a Copenhague, donde fueron estudiados los efectos de la tortura en estas víctimas. Más tarde los estudios y análisis continuaron en Londres. En Londres se le acercó un colaborador de Amnesty, un escocés rubio, amistoso, y le regaló un casette que había grabado. El Nano ignoraba quién era el muchacho. Después lo supo: Sting. En esos días Amnesty lo invitó a una concierto en la Sala Príncipe Alberto del Buckingham Palace. Se interpretaba “Carmina Burana”, de la que no pudo escuchar demasiado. En jean y zapatillas, allí estuvo. Sabía que no le quedaban muchas oportunidades de seguir escuchando, aunque atenuado, un concierto.
A su vuelta del exilio el Nano no aceptó ninguno de los cargos y prebendas que se le ofrecían en democracia, tanto de parte del justicialismo como del gobierno del Movimiento Popular Neuquino. Fue entonces que aceptó la sugerencia de De Nevares y Labrune y, a pesar de esa sordera que iba agravándose, encaró en Huncal una experiencia educativa con jóvenes que años más tarde sería fuente de artículos, tesis y ensayos de especialistas.
Lo primero que tuvo en claro al llegar a Huncal fue que la escuela desprestigiadísima no podía ser el espacio de la educación. Decidió entonces que el ámbito educativo sería la precaria cooperativa. En la aventura, porque era una aventura, lo acompañó más tarde una pareja de maestros: Pedro Vanrell, porteño, de La Paternal, y Alejandra Martínez, nacida en Darragueyra. Pedro es en la actualidad el director de la escuela y Alejandra su colaboradora.
Mientras Pedro se obsesionaba en vencer la aridez y sembrar todo lo que podía, Alejandra, preocupada por lo pedagógico, le propuso a los chicos una representación teatral de cómo había fracasado la escuela. Los chicos les preguntaron a sus mayores y luego jugaron los roles de aquellos maestros chantas responsables del fracaso de la escuela. Los chicos actuaron representando aquellos maestros que dieron clase desde la cama o permutaban bolitas por flechas. Pedro y Alejandra tenían además de la docencia, algo en común con el Nano: Pedro había estado prisionero en un chupadero de la dictadura. Alejandra tenía un hermano desaparecido. Este dato puede no ser menor. Quizá para haber elegido Huncal como escenario de trabajo hacía falta tener un arsenal de dolor y fuerza para enfrentar los obstáculos que la soledad y la inclemencia imponen.
Apenas llegado a Huncal, el Nano, instalado en la cooperativa, dio sus primeras clases. También en un modesto templo de premoldeado de cemento de las cercanías. No se trataba de alfabetizar dogmáticamente. Antes que educar “al soberano”, se fijó en las necesidades del mismo. Es decir, invirtió el mecanismo pedagógico. Lo que los mapuches necesitaban con urgencia era aprender el manejo de la cooperativa, volverla modestamente rentable e impedir la acción depredadora de los mercachifles. El Nano pasaba las noches en una bolsa de dormir en el piso de tierra de la cooperativa y más tarde en un trailer. No aflojó. El “Maestro Nano”, como le decían los mapuches, se convirtió para la gente en un mentor y un referente. Cuál fue el secreto de su éxito, se pregunta uno. “Si Usted quiere ganarse la confianza de nuestra gente”, dicen los mapuches, “tiene que hablar con la verdad”. El Nano les fue honesto. En ningún momento intentó mimetizarse demagógicamente con ellos. Desde el vamos les avisó que su estadía en la comunidad tenía fecha de vencimiento: cuando obtuvieran su certificado de estudio primario sus primeros alumnos.
Hasta acá, una parte de su historia. Que me detonó la necesidad de escribir un libro con su historia de vida. No una biografía, una historia de vida, aún sabiendo que todo testimonio comparte elementos de la ficción. Esta mañana de octubre que empezamos el viaje, si bien yo tengo el libro casi terminado, me falta conocer el terreno donde había trabajado, conocer su gente, respirar el aire crudo y áspero de ese paisaje donde la desolación, para el sujeto urbano, puede oprimir el corazón y derivar en locura.
En septiembre el Nano me dijo que octubre era una buena época para viajar a Huncal. Mandaría su pequeño auto al mecánico y tras ajustarlo, haríamos el camino.
De esta forma comienza la crónica de un viaje que no es ni turístico ni de intención darwiniana. En todo caso, si se prefiere, la crónica de una proeza educativa que tiene no poco de épica y, por qué no, de aventura literaria.
“Allá vamos”, vuelve a decir ahora el Nano. Y pisa el acelerador.
IV
Salimos de Neuquén a primera hora de la mañana. Pasan algunos pocos colectivos cargados de laburantes. Neuquén no tiene una red eficaz de colectivos. “Se dice que son todos de Cristóbal López”, cuenta el Nano. “Y se dice también que el sistema de boleto electrónico es un negocio de Benito Roggio. Así que de casa al trabajo y del trabajo a casa son ocho pesos. Y no cualquiera los tiene. Por eso mucha gente prefiere ahorrar y empeñarse en un auto así sea un cachivache”. Pero no son cachivaches los autos estacionados frente a un cole: hasta una 4 x 4 se ve. “Maestras”, dice. “Y ostentación. Una forma de marcar su status respecto al alumnado. Estas cosas pasan a pesar de que hay muchos sectores combativos en Neuquén. Cuando se indemnizó a obreros petroleros de Plaza Huincul y Cutral Có, más de uno invirtió la indemnización en una 4 x 4”.
La ruta 22 pasa por Plottier. A los costados del asfalto, me señala el Nano “tierras que a los gringos pioneros costaron años de trabajo tornar fértiles sirven de bases administrativas y depósitos petroleros. Por qué no se instalaron en la meseta, querés saber. Los arreglos con el gobierno. Detrás de estas construcciones petroleras, vas a ver barrios privados. Neuquén construye, sí, pero no para los sectores populares”, dice. “Aunque el logotipo que más se ve es el de YPF no hay que engañarse. Debería, como dicen los mapuches, decir la verdad. Y la verdad es Repsol. Pero andá a hablarles de verdad a los diputados con su doble discurso. Terminan de aumentarse el sueldo a diecisiete mil pesos. Si le sumás los gastos de representación, el combustible y los etcéteras del cargo, la suma roza los treinta y cinco mil pesos”.
A un costado de la ruta, con sus ínfulas de Las Vegas, el Casino Magic. “Ahí, lo que quieras”, dice el Nano”. “Putas finas, de lujo, merca. Neuquén tiene una estadística elevada de consumo de merca en los sectores altos. No hay localidad de la provincia que no tenga un casino. Y este, el Magic, ocupa al menos dos hectáreas de tierra productiva”.
Cada tanto, un templo evangélico. Tácitamente el evangelismo es la religión de estado de la provincia y ha superado al catolicismo. Con respecto a los mapuches, al convencerlos de que el tabaco y el alcohol tienen un significado diabólico, hicieron una buena tarea. En el presente su popularidad se debe a que, con su prédica, consiguen recuperar gente del alcoholismo y la drogadicción en una provincia que tiene un porcentaje grande de merqueros”.
El Nano no termina de decirlo cuando nos para un control de gendarmería, uniformadas y uniformados y un perrito callejero, un cusquito que tratan con un cuidado que supera el de cualquier mascota. “Famoso, el cusquito, un detector infalible. Semanas atrás pasó frente al control un auto a toda velocidad. El cusquito se quiso lanzar detrás. Cuando la cana requisó el auto encontró una carga de cocaína en las dobles cubiertas. Si lo cuidan tanto al cusquito es porque los canas temen que se lo hagan boleta”.
Por trechos, alamedas que protegen del viento emprendimientos viñateros que empezaron a desarrollarse en los últimos tiempos. Hay un champagne que se impulsa, un champagne de tierra fría. Siempre a un costado de la ruta, carteles ofreciendo higos en almíbar, ciervo ahumado. Son los chacareros que salen a la ruta por un rebusque.
Nos acercamos al canal de Arroyito. Sobre la izquierda también, antes de una planta de agua pesada que se ve a lo lejos, está el Km 1263, donde fue asesinado el maestro Carlos Fuentealba. Un cartel lo recuerda: “Aquí dio su última clase”. El 4 de abril del 2007, durante un corte de ruta organizado por el sindicato docente, una represión feroz integrada por la policía provincial, atacó. Un policía disparó su lanzagranadas. El proyectil atravesó la luneta trasera del auto en que iba el maestro. Le reventó la cabeza. “Hace unos días quemaron el cartel”, dice el Nano.
Bajamos. Unas piedras simulan una fosa al pie del cartel. Un paredón improvisado tiene un mural que homenajea al maestro. “Manos anónimas”, dice con ironía el Nano mirando unos neumáticos quemados, cenizas, los rastros que dejaron quienes quemaron totalmente el cartel que, más tarde, los docentes habrían de restaurar. Y se sabe qué significa “manos anónimas” en una provincia que, a pesar de su fama combativa, gira hacia la derecha con una clase media que reclama seguridad.
Volvemos al camino. A la izquierda, una planta de agua pesada para las centrales atómicas domina el lugar. Hace unos años, a punto de ser cerrada por el ministro Cavallo, la tomaron los obreros. “Hoy es una planta que tiene un sistema de trabajo de primer mundo”, cuenta el Nano. “Un comedor de primera, transporte que busca a los trabajadores por sus casas. Toda una transformación en lo laboral”. Neuquén es una provincia “intensa”, fuerte en contradicciones. En Cutral Có todavía hay un cartel que dice: “Cutral Có: 2, Gendarmería nacional: 0”, recordando cuando Cutral Có obligó a la represión a replegarse. Sin embargo, esta provincia que protagonizó batallas campales con la policía, también es la provincia a la que fue extraditado desde España, hace poco, el subjefe de la policía neuquina de la dictadura, un tal Soza, que fuera uno de los torturadores del Nano. En la actualidad, Soza goza de prisión domiciliaria en algún lugar de la Alta Barda de Neuquén.
V
Challacó. Hace unos años, un pediatra allegado a De Nevares tuvo la idea de levantar una cárcel abierta. El director, según el ideólogo del proyecto, debía ser un maestro. Los presos dispondrían permiso para salir los fines de semana, encontrarse con sus familias y volver luego a la cárcel. “El paisano que chupado acuchilló a otro difícil que vuelva a hacerlo”, opina el Nano. “Pero el proyecto fracasó. Hoy no se pide socialización sino castigo”.
Cruzamos camiones, petroleros en su mayoría. Los micros que pueden ir y venir por esta ruta, la 22, son El Petróleo, una cooperativa de trabajadores recuperada luego del vaciamiento patronal de la empresa, y Cono Sur. A los costados del camino, aridez y esas bombas extractoras de petróleo que parecen picudos, “Más de una vez algunos cortan el alambrado que rodea la bomba y perforan el ducto para robar nafta. El riesgo del robo es considerable. Y alguno voló por el aire”. La extracción ha afectado la napa freática de estos territorios en los que habitualmente viven los mapuches. En algunos lugares, al sacar agua, los mapuches la dejan aquietar en el balde. Y si le acercás un fósforo se produce el incendio. Estamos cerca de Cultral có. Con razón, en mapuche, Cutral có quiere decir agua de fuego. El camino sube y baja. Cuando sube pareciera que vamos a caer en el vacío. Por encima de unos cerros en el horizonte, unas nubes indican que debe estar lloviendo en Chos Malal. Estamos cada vez más lejos de Neuquén capital. Cada mucho, un caserío. “Son poblaciones que se van asentando en torno a un trailer de maestros. Donde hay una escuelita, allí se da un asentamiento”.
“Por acá, hasta no hace tanto, se encontraban puntas de flecha”, dice el Nano. Y después: “Estas subidas y bajadas me van a dejar completamente sordo”, refunfuña. Y se toca el audífono que emite un zumbido agudo. Se lo quita. Habla en voz alta, como si el sordo fuera yo. Cuando le hablo, para entenderme, debe mirarme el movimiento de los labios. “Hay un momento en que da la impresión de que el auto está detenido siempre el mismo lugar aunque el velocímetro del gasolero marca ciento cuarenta”. Imposible no acordarse de la literatura de Osvaldo Soriano en este paisaje. “Es que la Patagonia es tan Soriano”, opina el Nano.
Hace unos meses casi palmé de una meningitis que en un principió pareció un acv. Hace unos meses al Nano lo operaron del corazón y ahora tiene 4 stents. Me pregunto hasta dónde, a los sesenta y dos años, no buscamos probarnos que seguimos vivos. Cero vitalismo: un impulso del angst. Y la Patagonia puede ser un antídoto contra el angst.
Cuando el escritor y cronista Paul Theroux vino a conocer la Patagonia, antes lo visitó a Borges: “Usted está loco”, le dijo Borges. “En la Patagonia no hay nada”. Más tarde, en su crónica, Theroux refutaría la apreciación. En la nada la visión se vuelve más aguda, una flor que crece entre piedras puede convertirse en revelación. La inmensidad le devuelve a uno la conciencia de su dimensión escasa y su transitoriedad. La seducción del no límite, porque no hay límite que pueda fijarse a nuestro alrededor. También, la lucha contra esa nada que deja de serlo porque esta lucha que es, en esencia, por la vida: un pibe chivero en el faldeo de un cerro lejanísimo.
Estamos en otra dimensión. “Hay días que después de andar mucho por el desierto, al volver a mi departamento me encierro”, dice el Nano. “Es como una necesidad angustiante de recobrar los parámetros”.