La banalización de Hannah Arendt, una mujer valiente

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A propósito del estreno de la película de Margaret Von Trotta, leí hoy una nota muy interesante de Javier Cercas sobre Hannah Arendt en El País Semanal, y ahora leo otra, en Página 12, de Horacio González, un imprescindible. Relacioné automáticamente la nota de Cercas con los juicios por delitos de lesa humanidad que se desarrollan en la Argentina, y veo con alegría que también González rumbeó hacia allí. Lo que me parece muy bien, entre otras cosas  porque hay un ataque sistemático y pertinaz contra la prosecución de los juicios, y la defensa de la gente del palo no está a la altura de las circunstancias.

Una mujer valiente

Por Javier Cercas

En un momento de Hannah Arendt, el film de Margarethe von Trotta, la protagonista afirma que el deber principal de un pensador es entender. Arendt acató ese imperativo, y uno de los resultados fue que, según muestra la película, en 1961 viajó a Jerusalén para asistir al juicio de Adolf Eichmann, el ingeniero del exterminio judío en Europa; el resultado de ese resultado fue Eichmann en Jerusalén,  Un ensayo sobre la banalidad del mal, donde la pensadora judeoalemana argumentaba que Eichmann no era un monstruo diabólico, sino un hombre común y un burócrata disciplinado, cuya eficiencia letal le ganó el apodo de “el especialista”. (El complemento cinematográfico ideal de la obra de Von Trotta es Un especialista, de Rony Brauman y Eyal Sivan, realizado a partir de las imágenes tomadas durante el juicio por Leo Hurwitz).
 

El libro causó un escándalo notable: aunque en el fondo no hacía más que ilustrar una idea contenida en Los orígenes del totalitarismo, según la cual uno de los rasgos de éste consiste en que convierte a los hombres en piezas de una ciega maquinaria administrativa, Arendt fue acusada de traidora, de revisionista, de trivializar el problema del mal. Eran acusaciones malintencionadas o absurdas (Arendt nunca dijo, por ejemplo, que el mal fuera banal: lo que a veces es banal son las personas que hacen el mal), pero ello no las privó de eco.
 

La pregunta, no obstante, persiste: ¿se equivocó Arendt? ¿Es nuestro deber entender?La respuesta es sí. Entender, claro está, no significa disculpar; mejor dicho: significa lo contrario.
 

El pensamiento y el arte se ocupan de explorar lo que somos, revelando nuestra infinita, ambigua y contradictoria variedad, cartografiando así nuestra naturaleza. Shakespeare o Dostoievski iluminan los laberintos morales hasta sus últimos recovecos, demuestran que el amor sabe conducir al asesinato o al suicidio y logran que sintamos compasión por psicópatas y desalmados; es su obligación, porque la obligación del arte (o del pensamiento) consiste en mostrarnos la complejidad de lo real, a fin de volvernos más complejos, en analizar cómo funciona el mal, para poder evitarlo, e incluso el bien, quizá para poder aprenderlo.
 

Nada debe escapar a su escrutinio, y por eso siempre me intrigó que, en Si esto es un hombre, Primo Levi escriba refiriéndose a Auschwitz: “Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar”.
 

Viniendo de cualquier otro, la frase quizá no tendría importancia; no así viniendo de Levi, a quien debemos acaso el mejor testimonio del Holocausto. ¿Entender es justificar? ¿O es que Auschwitz come aparte? ¿Se equivocó Arendt y no hay que intentar entender el mal extremo? ¿No es contradictoria la frase de Levi con el hecho de que él mismo se pasase la vida intentando entender el Holocausto y por eso declarara: “Para un hombre laico como yo, lo esencial es comprender y hacer comprender”? Sólo Tzvetan Todorov, que yo sepa, ha explicado convincentemente esa contradicción. Según él, la advertencia de Levi no vale más que para el propio Levi y los otros supervivientes de los campos nazis: estos no tienen que intentar comprender a sus verdugos, porque la comprensión implica una identificación con ellos, por parcial y provisional que sea, y eso puede acarrear su propia destrucción.
 

Pero los demás no podemos ahorrarnos el esfuerzo de comprender el mal, sobre todo el mal extremo, porque, como concluye Todorov, “comprender el mal no significa justificarlo, sino darse los medios para impedir su regreso”.
 

Eso casi nunca es fácil. No sólo porque entender exige talento; también porque exige coraje. Quiero decir que entender es peligroso, que quien se atreve a hacerlo y a contar lo que ha entendido, por complejo e incómodo que sea, se arriesga a ser malinterpretado, atacado, acusado de traidor y de revisionista, que es la injuria habitual de los conformistas y los timoratos contra quienes no se resignan a la ortodoxia embustera de los lugares comunes.
 

Esa es la Arendt de Von Trotta (y la real): una mujer que tuvo el talento de entender y la valentía de contar lo que había entendido. Claro que quien no quiera correr el riesgo de ser llamado traidor y revisionista no debería salir de casa. O al menos no debería escribir.
 

*****
 

La banalización de Hannah Arendt
 

Por Horacio González
 

El reciente film sobre Hannah Arendt ofrece la posibilidad de atender nuevamente algunas cuestiones referidas a la violación del sentido y al conocimiento de la condición humana en nuestro país. No es que el film alcance la profundidad que debería tener una pieza precisa de reflexión sobre la violencia y el significado de lo humano, pues finalmente está hecho de imágenes y éstas llegan a los conceptos apenas rozándolos. Pero en este film se hacen presentes los dilemas de la justicia y la pena, dignamente tratados, casi a la manera de un drama judicial, viejo género del cine contemporáneo. Pero no sin ciertas concesiones mínimas que su directora acostumbra a otorgar a un público interesado en las peripecias intelectuales del siglo XX, ni tampoco sin pequeños ingredientes sentimentales y algún que otro desliz más cercano a ciertos tonos de comedia que al rigor áspero de la tragedia. Comenzando, sin duda, por la imposibilidad de recrear el rostro real de la filósofa alemana –si bien la actriz que lo representa posee en sus facciones una distante belleza moral– y sin dejar de mencionar algún lugar común innecesario: Heidegger llorando en el regazo de su pálida discípula. Además, su albacea, la escritora Mary McCarthy, no convence mucho al espectador, pero desde luego no es de esto que queremos hablar aquí.

En primer lugar, el caso Eichmann tuvo una gran repercusión internacional y comenzó con su rapto en la Argentina, donde no era un secreto su permanencia, pues ya había dado algunas entrevistas públicas. Creía poseer las justificaciones apropiadas, basadas en la inmersión en la “culpabilidad colectiva” y en el “imperativo categórico” kantiano, que asimila a la “obediencia debida” como manera de desimplicarse. Los hechos son conocidos y provocaron una protesta del presidente Frondizi y la posterior justificación de Ben Gurion. Lo cierto es que Hannah Arendt, la autora del polémico libro Eichmann en Jerusalén –polémico y valiente–, cita por los menos treinta veces a la Argentina, tanto por los sucesos aquí ocurridos con Eichmann como por su legislación, que impedía la extradición por variadas razones que la autora analiza con detenimiento, y por último, por la exclamación final de Eichmann frente a la horca: “Viva Alemania, viva Argentina, viva Austria, jamás las olvidaré”.
 

La crítica de Hannah Arendt recae en las grandes deficiencias del juicio llevado a cabo en Jerusalén y las acciones de los comités judíos que se relacionan con el Estado nazi en términos del “mal menor”. Sus observaciones son de una serena mordacidad: se trataba de un crimen contra la humanidad y, por lo tanto, había una dificultad moral que consistía en no considerar un concepto nuevo en torno de la producción del mal, cual era su condición de ser portado por un burócrata menor del Estado que hablaba con el lenguaje propio de la administración y los flujos de instrumentalidad que correspondían a la lengua oficial de cualquier organización técnica. Si un solo burócrata podía ser juzgado, había que crear un juicio basado en la relación entre el orden burocrático y las planificadas masacres. Se trataba de la célebre cuestión de la banalidad del mal, que sin duda tiene su raíz en trabajos heideggerianos como Qué significa pensar (el pensar es lo contrario al cálculo, al aditamento, a lo indiferente, a la donación) y en cierta anticipación en Adorno con su clásica crítica a la cultura como “administración”. La idea de banalización algo le debe también al Max Weber del “desencantamiento del mundo” y, al recordar estos conocidos tramos de la filosofía social del inmediato pasado, no queremos decir que el film de Margarethe von Trotta sea banalizador, sino que es la propia tesis de Arendt la que está sometida hoy a diversas banalizaciones que, antes que en una leve tendencia al melodrama que tiene esta obra, que asimismo es rigurosa, encontramos en el modo en que se la cita en la Argentina y se la hace objeto de utilizaciones vicarias.
 

El vigoroso impulso crítico que se desprende de las páginas de Arendt está inscripto enteramente en su crítica a la asociación entre poder y violencia, a la necesidad de un natalicio que active novedosamente las series de la vida del pensamiento antiguo quebrado en la modernidad, al vínculo promesante que se puede obtener de la política como nuevo contrato con el pasado y a la nueva condición de un pensar que, en tanto facultad de juzgar, mantenga una fuerza titilante en relación con el perdón. Todos estos eventos del pensar pueden identificarse con algunos de los poetas que rodean (o constituyen) la obra de Arendt, en primer lugar, el gran poeta y partisano francés René Char, para quien una experiencia pasada existe en tanto “tesoro perdido”, y el poeta inglés Auden, donde el pasado y su cotidianidad rompen y nos comunican de nuevo con el tiempo: “Y la grieta en la taza, abre una senda hacia el país de los muertos”.
 

No creía Hannah Arendt en la eficacia concluyente del castigo, al igual que Borges. Pero de todos modos había que hacerlo, en condiciones tales que el hombre castigado por ausentarse de los requerimientos veraces del existir fuera indicado ante el resto de los humanos como incapaz de pensamiento, es decir, de recrear sin condicionamientos las condiciones graves del vivir. “Sea cual fuere el castigo, tan pronto un delito ha hecho su primera aparición en la historia, su repetición se convierte en una posibilidad mucho más probable que su primera aparición.” Esto escribe Arendt en La vida del espíritu. Nada muy diferente escribió Borges, casi en estos mismos términos de alarma por la humanidad cuando asiste a uno de los primeros juicios a la junta militar, en la época de Alfonsín.
 

Hoy estos juicios siguen y perseveran en la Argentina. Quienes hoy visiblemente piden limitarlos, condicionarlos con criterios de una magra tesis política, el “republicanismo”, no se dan cuenta del significado específico que tiene para el sentido de la acción humana que puedan continuar en los términos en que han sido formulados por los gobiernos más activos de este período democrático. Escriben libros donde dan consejos prácticos sobre “las dos violencias” y se despiertan ante el solaz del diario La Nación aplicando tesis constitucionalistas donde no corresponde, pues hacen de la condición humana un sujeto contractual, pidiendo canjes de información y tomando los crímenes contra la vida activa como motivo de revisión de un período histórico, donde mal se esconde una crítica al “gobierno impostor”. No en vano hace tiempo se ha fundado en la Argentina un Instituto Hannah Arendt, que se dedica en cuanto está a su alcance a banalizar a esta crucial pensadora que, sin coincidir con los epidérmicos republicanismos dispersos en la improvisada plurisemia argentina, llamó “crisis de la república” a la construcción de toda clase de embustes por parte del Pentágono en la guerra contra Vietnam. Basta cambiar el nombre de este país por cualquier otro de nuestra actualidad para percibir cuán honda es la Crisis de la República. 


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