Las ocurrencias de Tito Cossa
Leo la contratapa de Página. Me parece muy divertida, aunque no especialmente graciosa. Me fijo y don Tito ya va por la tercera, así que busco las anteriores. Aca van las tres seguidas.
Ocurrido y ocurrencias
Por Roberto «Tito» Cossa
Antes de que un lector o lectora de Página/12 se sumerja en esta columna, corresponde que haga una aclaración. Pertenezco a una de esas extrañas minorías de los argentinos. No soy investigador del Conicet.
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Así me lo contaron.
Una vez, alguien le propuso al poderoso empresario peronista Jorge Antonio:
–Don Jorge, tengo en manos un negocio brillante. ¿Cuánta plata puede poner?
–Si hay que poner plata, no es negocio.
Una clase magistral de capitalismo.
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Esta otra me la contó, en La Habana, el poeta Roberto Fernández Retamar.
Días después del triunfo de la Revolución, Camilo Cienfuegos, el más popular después de Fidel, fue a reencontrarse con sus padres, a quienes no veía desde los comienzos de su vida guerrillera. El barrio se convulsionó. Abrazos, apretujones, besos hicieron trabajoso el camino hacia la casa de su infancia. El almacenero de la cuadra le pegó un abrazo y le regaló una caja de habanos.
Ya a solas con sus progenitores, y tras el emocionado reencuentro, el padre observó la caja que Camilo llevaba en la mano.
¿Y eso?
Son unos habanos que me regaló don José.
¡Camine a devolver esa caja de inmediato! Que así empieza la corrupción.
Y Camilo Cienfuegos cumplió la orden paterna.
Una clase magistral de socialismo.
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Ya es una costumbre. A eso de las nueve de la mañana bajo al bar de la esquina a tomar un café. Boliche de barrio, esquinero, con no más de veinte mesas de fórmica. El panorama siempre es el mismo: el jubilado que lee el diario y el contador que desparrama planillas en una mesa doble y hace cuentas. Somos los tres habitués. El resto es gente de paso. Algunos se cargan un cortado en las tripas y se van. Están los que esperan que abra la puerta el banco de la vereda de enfrente. Cada tanto una familia. O una pareja que arregla algún balurdo. Todo tranquilo, todo rutinario.
Yo tengo la costumbre de acodarme en el mostrador y ver cómo pasa la vida en el bar y por la calle. Apenas me ve llegar, Pancho me prepara el café como a mí me gusta, cargado y amargo.
Como todos los días, ayer cumplí con el rito. Ya de entrada me pareció que había algo distinto, que algo rompía el orden establecido. Volvía a mí una imagen del pasado. Recorrí con la mirada dos o tres veces el local. Hasta que descubrí el misterio.
En la mesa del fondo, junto a la ventana, había un parroquiano leyendo un libro.
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Este es un llamado a la solidaridad. ¡Por favor! Encontremos un sinónimo para el verbo «guglear». Ya se nos vino encima «meiliar». ¿Qué esperan? ¿Qué alguien diga, suelto de cuerpo, «lo gluguié después que me meiliaste?»
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Quienes me conocen saben que no soy un tipo superficial, que me tomo las cosas en serio. Hay un tema que me obsesiona desde hace años. Pasé días, meses, años, meditándolo. Investigué, leí todo lo que se escribió, conozco todo lo que se filmó, consulté con amigos, hasta con alguno llegué a pelearme. Noches en vela. Créanme que hice todo lo posible. Insistí, una y mil veces, pero no hay caso.
No me puedo hacer peronista.
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La cita se la escuché al maestro Norberto Galasso. «El evitismo, etapa superior del gorilismo». Brillante. Me saco el sombrero y me pongo el sayo.
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Este es un mensaje para Lucho Valeri.
Lucho: Espero que te acuerdes. Fue el 13 de abril de 1942. Lo tengo presente porque ese día mi hermanita cumplía un año. Y ese día me humillaste, Lucho. Me humillaste delante de Marita, la compañerita aquella que nos tenía locos a los dos. No te lo perdoné nunca. Por suerte, al poco tiempo te cambiaste de colegio y no te volví a ver nunca más. No supe nada de tu vida, no sé si estás vivo y tampoco si leés Página/12. Pero llegó el momento de decírtelo. Lucho Valeri: andate a la puta madre que te parió.
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¿Cuándo el arte se convierte en un derecho humano? Cuando alguien no sabe de su existencia. No es obligatorio que nos guste la 9ª Sinfonía de Beethoven. Lo penoso es cuando aquel que la hubiera gozado no la escuchó nunca.
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Se dice de los alemanes que son rígidos y solemnes. ¿No tendrá algo que ver el abuso de las mayúsculas de su idioma?
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La libre difusión de música, películas, textos de ficción por Internet ha desatado una dura polémica en todo el mundo. Se divulgan obras protegidas sin pagar un solo peso de derecho de autor. Los internautas claman por la «cultura libre». Nadie, con cierto grado de sensibilidad, puede estar en contra.
Pero ocurre que detrás del romántico ciberespacio circulan miles de millones de dólares que van a parar a los bolsillos de empresarios, gerentes, programadores y técnicos que jamás generaron un hecho creativo.
¿Por qué los autores tenemos que ser los únicos socialistas de esta historia?
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El idioma inglés se nos impone, indefectiblemente. De última, es el lenguaje del imperio (del anterior y del actual). Muchas veces, no queda otro remedio que recurrir a él. La mayoría son palabras que nacen de la tecnología y alcanzan difusión universal. Encima, el inglés es un idioma más económico. No es lo mismo decir «mail» que «correo electrónico». Pero hay otras adopciones de palabras que no se explican. Cada vez que hay un congreso, una convención, uno de esos encuentros con azafatas, aparece la ríspida «break», cuando el idioma castellano contiene la tan dulce «pausa».
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Allá por los años ’40 el entrañable poeta y narrador Alvaro Yunque vivía en una pensión. Estaba una tarde en la casa de mi tía Ema cuando decidió comunicarse por teléfono con su mujer. Escuchó del otro lado una voz extraña, agria, estridente, de una mujer de edad.
–¿Con la pensión?
–¡Esta no es una pensión! ¡Es una casa decente!
–La casa será decente, pero vos sos una vieja puta.
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¿En qué momento el ser humano comienza a darse cuenta de que se está poniendo viejo? Supongo que no todos detectan el mismo síntoma. Seguramente, el estado físico es el más habitual. Los que suelen llamarse los achaques. O la pérdida de la memoria. O la muerte de algunos de sus contemporáneos.
Yo tengo un dato inapelable: el teléfono suena cada vez menos.
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Estaba una tarde el fallecido escritor peruano Manuel Scorza tomando un café en un bar. Una señora se acercó a la mesa y le preguntó, amablemente:
–¿Usted es Manuel Scorza?
–Sí, señora, aunque está mal que yo lo diga.
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Noche de estreno en un teatro español. Al promediar la obra, el aburrimiento circulaba por la sala. En el escenario, los amantes furtivos se despiden en medio de la noche. Dice la dama:
–Mañana, aquí te espero, Joaquín. Mañana aquí, a la misma hora, Joaquín. Mañana, aquí.
Un espectador de las primeras filas se puso de pie.
–¿Mañana, aquí? ¡Ni Joaquín!
Y abandonó la sala.
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Soy un fumador empedernido. Fumo desde los 16 años. Fumé en mis sucesivas casas y fumé en casas ajenas, en bares y restaurantes, en trenes, taxis y aviones, en oficinas y redacciones, en camarines y ascensores. Eran los tiempos en que fumar tenía cierta distinción, a lo sumo un vicio que sólo causaba perjuicio al que lo practicaba.
De pronto, la ciencia descubrió que el humo perjudica también al que no fuma, el llamado fumador pasivo. Y nos condenó a pitar en la calle o encerrados en nuestras habitaciones.
Me preocupa. Con lo que yo he fumado, me temo que puedo haber mandado a algún cristiano a la tumba. ¿Será un homicidio culposo?
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Se hacía llamar Frend. Era un seudónimo. Los muchachos de la barra nunca le conocimos su nombre verdadero. La naturaleza no había sido generosa con él. Menos de un metro sesenta, nariz aplastada, labio leporino. En las reuniones permanecía callado y mucho más si había mujeres. Un tipo verdaderamente amargado.
Sin embargo, Frend era un personaje de un ingenio notable. A solas conmigo, en el bar, desparramaba dichos propios que me hacían morir de risa. Un día le pregunté por qué no ejercía su humor en las reuniones.
–Se me ocurren réplicas ingeniosas, pero se me ocurren tarde. Dos minutos después, cuando ya perdieron eficacia. Llego a destiempo.
Me fui del barrio y por muchos años no supe de la vida de Frend hasta que una vez alguien me contó que una noche se encerró en la cocina y abrió la llave del gas.
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Se llama Kim Schmitz y también se lo conoce como Kim Doctom. Es alemán. Desde chiquito demostró tener notables aptitudes para el manejo de Internet. A los veinte años solía meterse en cuentas y tarjetas de crédito ajenas. Lo acusaron por defraudación y le cayeron con una multa de 100.000 euros.
Seguramente, habrá pensado que por ese camino no iba a ningún lado. Entonces creó un sitio en la red llamado Megaupload, una especie de archivo gigantesco donde cargó millones de películas y obras musicales que distribuía gratuitamente entre internautas de todo el mundo en nombre de la llamada «cultura libre». Tarea noble, si las hay. Pero resulta que el generoso Schmitz posee hoy, a los 37 años, una fortuna de 150 millones de dólares y se fotografía en casas faraónicas, con piletas de natación donde el champán reemplaza al agua y rodeado de minas de colección.
Y lo peor de todo es que el alemán tiene cara de boludo.
Nota: Aclaro que estoy absolutamente en contra de cualquier ley que aplique censuras, penas legales o persecuciones a los usuarios que intercambian obras protegidas por la red. Pero ocurre que hay empresas poderosísimas y algunos pícaros como Schmitz que acumulan millones sin haber creado un solo sonido, una imagen o una palabra con aspiraciones artísticas. Y a costa del justo derecho de los creadores a vivir de su trabajo.
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Recibo un correo electrónico personal, firmado de puño y letra por el jefe de Gobierno de la Ciudad. Me tutea y se dirige a mí como Tito. Me informa sobre la excelente política educacional que desarrolla su gobierno. Me dice que «los logros de hoy son un paso más hacia una educación pública, gratuita y de calidad, porque la educación de nuestros hijos es el futuro de todos». Le respondo. Comienzo por agradecerle el mensaje. Me parece bien, le digo, que un jefe de Gobierno se dirija personalmente a un ciudadano. Le aclaro que escucho otras voces que no opinan lo mismo acerca de la situación de la educación pública en la ciudad y le advierto que yo tiendo a creerles a las críticas, pero que me comprometo a informarme mejor para poder hablar con mayor certeza. Y aprovecho el contacto para informarle sobre un tema que sí conozco bien: la deplorable situación edilicia y tecnológica del Teatro Municipal General San Martín y los atrasos, de casi un año, del pago de los últimos premios municipales más la demora en ingresar los fondos que le corresponden a Proteatro y que mantienen paralizados los subsidios a las salas y los grupos independientes.
Días después, el ingeniero Mauricio Macri agradece mi respuesta. «Palabras como las tuyas nos dicen que vamos por el camino correcto.»
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Me lo contó un amigo. En el interior de un colectivo de la línea 60 escuchó que un hombre le confesaba a otro:
–Este año, si la suerte me ayuda, me subo a la lona.
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Llevó tiempo y esfuerzo liberarnos del idioma castellano que hablan los españoles. Mucho más que la liberación política. Como suele ocurrir, al que menos le costó fue al pueblo. Cuando todos habíamos aceptado el «vos», el hablar de «tú» persistía en los actos protocolares como una expresión culta, superior. Los más empecinados fueron los políticos y los traductores. Allá por los ’50, Eva Perón, cumbre de la nacionalidad, arengaba a multitudes con un «aquí os traigo». Recién en la década del ’60 se empezó a utilizar el vos en obras teatrales traducidas. Era penoso escuchar a los brutos estibadores de las obras del dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill decir: «Eres un bastardo».
El que todavía persiste, al menos en la correspondencia de las oficinas, es el «vosotros». Desterrarlo para siempre será una victoria más importante que la nacionalización del petróleo.
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Atención porteños: me temo que en los tiempos que corren hay en Buenos Aires más salas destinadas al teatro de arte que pizzerías. No estoy tan seguro de que sea una buena noticia.
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Los argentinos hemos incorporado con naturalidad –y hasta con reconocimiento– la ópera inglesa Evita. Escucho a periodistas, artistas y críticos hablar del valor de la obra y de su repercusión mundial. Nos alegra que con ese personaje una actriz argentina haya alcanzado la cima del espectáculo mundial. Pero que yo sepa nadie les pregunta a esos artistas si como argentinos no sienten algún escozor en difundir esa mirada tan despectiva hacia Eva Perón y el peronismo.
Me extraña. Será que yo conocí la ópera allá por los ’80 en un teatro de Londres rodeado –obviamente– de ingleses. Y me sentí humillado. Y no soy peronista.
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En mi juventud me llevó un tiempo entender el cine de Ingmar Bergman. Y me pasó lo mismo con el teatro de Samuel Beckett. Pero no fue fácil. Sí fue difícil entender la literatura de James Joyce y años y años entender las pinturas de Jackson Pollock.
Lo que en los últimos tiempos no logro entender es qué me quieren vender algunos avisos publicitarios que pasan por la televisión.
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«Argentina: un país con buena gente.» Es una consigna del gobierno nacional. Irreprochable. ¿Qué otra cosa puede decir un gobierno? También Hitler podría haberla acuñado en la década del ’30. No deja de ser una expresión indefinida. Todos sabemos que en la Argentina hay buena gente, pero también hay muchos hijos de puta.
Ocurre que la categoría de bueno se aplica al hombre común. Nadie diría del general San Martín que fue un buen tipo. Y a la bondad se la reconoce en el límite de las relaciones privadas. Es probable que una nietita del Tigre Acosta diga que su abuelo es un buen hombre.
Lo cierto es que las buenas personas, las verdaderas buenas personas, son aquellas que no pueden vivir bien mientras otros viven mal. Y son una minoría.