Jauretche en la revista dirigida por J.W.Cooke. Enero de 1956.
El otro día despotriqué contra el a mi juicio absurdo propósito de quitar la estatua de Colón de la Plaza homónima, y creo haberme contenido ya que también me parece muy mal que dicha plaza esté cerrada al público desde hace años y no dije nada. Di entonces mis razones, pero las encontré todavía mejor expresadas en este texto de Arturo Jauretche, parte final de «La falsificación como politica de la Historia», primer capítulo de Política nacional y revisionismo histórico. A ver si nos oponemos a las políticas de los salvajes unitarios macristas tendientes a que nuestros jóvenes se hagan hombres ignorando la historia (y la geografía!) de la humanidad en general y la argentina en particular y nos dejamos de entretener con tonterías.
Modificación de la toponimia
El mismo paisaje ha sufrido modificaciones por la transformación técnica. Pero desde el punto de vista que nos interesa quiero señalar cómo la toponimia ha sido alterada para que el paisaje geográfico no coincida con el paisaje histórico, contribuyendo a esa sensación de irrealidad, de cosa estratosférica y sin contacto siquiera telúrico entre el pasado y el presente, que caracteriza la historia que se enseña a nuestros escolares y se difunde oficialmente y da esa sensación de convencional, de artificiosidad, que deshumaniza nuestra historia y la hace «odiosa» (este término no es mío, sino de Borges, en un prólogo a un libro mío al calificar la historia americana).
Se borró el nombre original de los lugares y al sustituirlos se rompió la conexión con el hecho histórico allí ocurrido. Intentado estudiar la Campaña del Desierto, por ejemplo, y tendrán que confeccionar previamente un nuevo mapa con las viejas designaciones.
Viajen en automóvil a Córdoba acompañados y pregunten al acompañante qué ocurrió en ese lugar que se llama Cepeda, Fontezuela, Pavón u Oncativo. No les responderán que ese es el lugar donde esas batallas ocurrieron y supondrán que ese nombre lo recibió el lugar en recuerdo de la batalla ocurrida quién sabe dónde, en una geografía imaginaria que es la de la historia convencional, pero que no está ligada ni a lo de los hombres ni a lo de los accidentes propios del terreno y menos al genio propio del lugar.
Es que esos nombres que he señalado han subsistido por excepción. La regla es que el nombre expresivo de la anécdota o del hecho haya sido sustituido por otro que recuerda otro hecho ajeno al lugar, y repetido hasta el infinito en la nueva toponimia. El nombre no proviene de la tradición sino de decreto y así la narración se desvincula del paisaje como los protagonistas de la sociedad a la que pertenecían. El escenario donde se mueven los santos y los diablos de la historia oficial podía ser lo mismo un tablado teatral que la cara de la Luna que recién han retratado los soviéticos.
En el mismo sentido opera la reiteración sistemática de los mismos nombres repetidos hasta el cansancio en todas las ciudades, pueblos y caminos. A su vez esta repetición constante de los mismos nombres de próceres y lugares en la arbitraria designación termina por despersonalizar todas las ciudades, pueblos y caminos porque nunca la designación es propia y exclusiva, y por consecuencia identificante.
Resumiendo: una política de la historia falseó su heurística en la investigación documental, mientras se creaban condiciones que impedían el contraste con la tradición oral, como fuente correctora. Así fue posible constituir y divulgar una historia para los fines antinacionales propuestos como política del Estado.
Ya he declarado que no es mi objeto en este trabajo documentar la falsificación de la historia que es la tarea que han cumplido los historiadores revisionistas. El mío es señalar las finalidades que persiguió esta falsificación, es decir, para qué se creó una política de la historia con el objeto de impedir una política de la Nación.
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