Dictadura, memoria y militancia

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Me gustó esta nota. Me parece que describe muy vívidamente un fenómeno en el que «los vejetes» estamos gozosamente inmersos y nos trasciende.

Por Tomás Forster / Tiempo

Hoy, a 35 años de que la sociedad argentina ingresara en su capítulo más sombrío, la juventud se encuentra en estado de movilización excepcional. 

Mientras intento escribir sobre los sentimientos y reflexiones producidos por este 35ª aniversario del último golpe de Estado que asoló a la Argentina, siento que las palabras, las imágenes y los recuerdos se agolpan y entrelazan. Los relatos de mis viejos, las primeras marchas, las canciones que me transmitieron la mística de la resistencia cultural, la búsqueda incesante de libertad, los libros sobre los ’70 encontrados en la biblioteca hogareña, la emoción a flor de piel cada vez que escuchaba y veía a una Madre de Plaza de Mayo, se mezclaron, pasado el tiempo, con el despertar militante e intelectual de la adolescencia. Inmerso en la lectura política a través de los senderos complejos que unen a las tradiciones marxistas y libertarias, en algún momento, mis iniciáticos arrebatos juveniles comulgaron con el voluntarismo propio de la izquierda guevarista.

Con el paso de los años, el panorama se amplió. Nuevas influencias, lecturas y charlas fraternas con amigos y compañeros del camino, me fueron acercando a una perspectiva más heterodoxa, nutrida de los idearios socialistas, pero con los pies sumergidos en esta orilla del mundo. De alguna manera, ese proceso personal se completó durante el paro de las patronales rurales, en 2008. Fue un punto de inflexión indudable advertir cómo se destapaba esa derecha anacrónica, bestial y con los mismos objetivos indecibles de siempre. Era, ni más ni menos, que la reacción gorila intentando, una vez más, enarbolar su proyecto elitista y oligárquico.

Pero, en esta ocasión, se presentaba con una novedad de época bajo la manga. Carentes ahora del poder militar –su histórica fuerza de choque – las huestes vetustas y conservadoras lograron maquillarse bajo el aura de la movilización civil que la respaldaba. El discurso antipolítico más rancio, propio de algunos sectores medios y altos de las grandes urbes, fue el caldo de cultivo de una derecha que parecía recobrar el impulso al calor de su odio a todo lo que desprendiera aroma a redistribución de la riqueza, políticas de Derechos Humanos o integración latinoamericana.

En aquella encrucijada de la historia reciente, terminé de percibir y comprender que el kirchnerismo no era una mera retórica bien pensante, elucubrada elegantemente por progresistas de galera y bastón. Se me apareció, ni más ni menos, como la fuerza política y social que establecía un nuevo punto de partida impensado en el fragor de las jornadas de 2001 cuando teníamos,  frente a nosotros, a un país que se nos escapaba dolorosamente de las manos.

Y, de repente, lo imposible e inimaginable, sucedió. A Duhalde le salió el tiro por la culata. Un patagónico desestructurado, desenfadado y risueño, casi desconocido por estas pampas, le pateó el tablero al padrino bonaerense y al plan que manejaban, subterráneamente, las corporaciones. En materia de memoria, verdad y justicia los cambios no se hicieron esperar.

Desde el 25 de mayo de 2003, progresivamente y sin aflojar jamás, el gobierno de Néstor Kirchner con la anulación de las leyes de la impunidad junto con el actual de Cristina Fernández, tomaron las banderas y las demandas de las Madres, las Abuelas y el resto de las organizaciones de Derechos Humanos. Así y todo, hubo más. Sin quedarse en lo meramente jurídico, lograron reconstruir dispositivos y lazos sociales que la barbarie militar y la hecatombe neoliberal habían, prácticamente, extinguido.

La conversión de los centros clandestinos de detención en espacios de memoria y cultura popular, muchas de las condenas dictadas a los perpetradores, las sentencias que están por venir y las que se demoran por responsabilidad de funcionarios judiciales que se aferran a su lugar desde los años de plomo, son las evidencias concretas de este avance superlativo pese a los resabios que persisten. Actualmente, asistimos a una nueva etapa que confluye esencialmente con todo lo mencionado.

Desde hace rato, se abrió una instancia fundamental en relación con la postura ciudadana sobre esos años ignominiosos en pos de una completa reconstrucción histórica y colectiva . El primer paso está en marcha.  Es –qué duda cabe– el develamiento de la complicidad civil, de los autollamados comunicadores y periodistas independientes que, junto con sus amos y jerarcas mediáticos, se revistieron rápidamente de garantes del orden republicano, mientras mantenían todos los beneficios que obtuvieron sus empresas aliándose con la dictadura.

Escribo una vez más esa palabra –dictadura– que encierra tanta muerte, tanto miedo y tanta tristeza. Pienso, con algo de incredulidad y con mucho orgullo, en todo lo que mejoró nuestro país últimamente. Nuevamente, imágenes fugaces de mi propia existencia se entremezclan con la vida política de mi tierra. El pensamiento me lleva al niño que andaba en bicicleta por las calles de Saavedra y corría todo el día detrás de una pelota.

Crecí en nuestra segunda década infame, la década del ’90. Soy parte de una generación que soportó a un Estado que hizo de su ausencia su principal actividad. La traición al ideario iniciado por Juan Perón, la privatización, la desindustrialización, la farandulización de la política, la desmemoria y la corrupción estructural fueron las políticas de Estado del menemato. A nosotros nos quisieron relegar al consumismo vacío y al individualismo. A la mercantilización de cualquier expresión estética de rebeldía, a optar por Ezeiza como única salida. A la marginalidad absoluta y al gatillo fácil para los más humildes.

Hoy, a 35 años de que la sociedad argentina ingresara en su capítulo más sombrío, la juventud se encuentra en estado de movilización excepcional. El legado de la generación, que buscó barrer el genocidio militar, tiene su continuidad entre las nuevas camadas que sienten que, con esta democracia, este Estado y esta presidenta, vale la pena cambiar la realidad, desde adentro, a través de la militancia como principal herramienta transformadora. A sabiendas de que aún existen muchas cuestiones pendientes, el compromiso con la historia, símbolos y épicas de nuestro pueblo, la identificación con los que nos precedieron en la lucha por un país más justo, tiene que fundirse con una capacidad creciente de cuestionamiento y pensamiento propios que contribuyan a fortalecer al proceso en curso. Ese es el mejor homenaje que podemos darles a los 30 mil compañeros desaparecidos ¡presentes! ¡Ahora y siempre!


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