«Hola Coca, ¿cómo le va? ¿Se acuerda del ofrecimiento que me hizo hace 15 días? Mire, no necesito nada para mí, pero el que está jodido es mi hermano. ¿No se podría quedar acá un tiempo?». Una noche helada de junio de 1957, Bernardo Troxler tocó el timbre de Pedro Goyena 2646, en Olivos, y se animó a pedirle ayuda a Mabel Di Leo ni bien la chica de 17 años abrió la puerta. Los dos integraban la resistencia peronista, y conspiraban contra la Revolución Libertadora desde el derrocamiento de Juan Perón dos años antes. Bernardo venía de Bolivia, donde se había exiliado después del golpe de Estado del ’55, y Mabel ya pesaba fuerte en la rama femenina del movimiento en Vicente López, un presagio de lo que le ocurriría en la década del ’70, cuando ocupó ese cargo a nivel nacional.
«Claro compañero, ¿y dónde está su hermano?» Julio esperaba enfrente, envuelto en una manta y empapado por la transpiración que le daban la gripe y 40 grados de temperatura. Dormía en los yuyos del ferrocarril, y dentro de la juventud del partido, en la que Mabel y los hermanos Lizaso asomaban como cuadros destacados, era una especie de mito. Exactamente un año antes, en la madrugada del 10 de junio del ’56, Troxler pudo simular su propia muerte tirado en los basurales de José León Suárez, haciéndose el finado con los ojos inmóviles, cuando una patota policial acribilló a militantes peronistas plegados a un intento encabezado por el general Juan Valle para retomar el poder y llamar a elecciones.
«La Fusiladora», como diría después Rodolfo Walsh en Operación Masacre, no había podido ni con él ni con su amigo del alma Reynaldo Benavídez. Y tampoco la policía brava de Lanús, que más de una vez lo torturó para que hablara y se dio cuenta que perdía el tiempo. Pero ahora, una noche helada de junio de 1957, Bernardo creía realmente que a su hermano lo mataría la fiebre.
Pablo Egidio Natalio Di Leo era policía. Subcomisario. El padre de Mabel y dueño de la casa, un chalecito construido con sus propias manos gracias a un crédito hipotecario que después del derrocamiento de Perón triplicó el valor de las cuotas. La malasangre lo hizo perder 15 kilos, y creer que tenía cáncer. Dentro del plan de Valle, al hombre le había tocado la tarea de tomar el Departamento Central junto con Pablo Vicente, algo que finalmente no pudieron hacer porque cuando llegaron, el edificio estaba plagado de canas que respondían a la dictadura. En esos tiempos sus mismos compañeros lo desaparecieron dos veces. Para colmo, Mabel no paraba de reunión en reunión. Cada vez que venían «comisiones» de la Bonaerense a buscarla para hacerle preguntas, Di Leo atendía y el agente se quedaba petrificado. «Disculpe jefe, pero entonces, ¿la chica que tenemos anotada es su hija? ¿Usted sabe que es peronista?»
El subcomisario conoció a los Troxler en el mismo momento en que entraron a su casa, y lo primero que hizo fue enojarse con Bernardo. «Pero escúcheme, hombre, ¿está loco? ¿Cómo que nos pide un lugar para su hermano? ¿Y usted qué piensa hacer? ¿Seguir durmiendo a la intemperie tirado en cualquier lado? Déjese de embromar y pasen, se pueden quedar todo el tiempo que quieran.» Bernardo estuvo unos días. Julio, tres años.
«El único que se levantaba temprano era mi papá –dice Mabel–, y nunca me voy a olvidar de lo que pasó al día siguiente. Fue a la salita donde habíamos puesto los dos colchones, pero Bernardo y Julio no estaban. Entró a la cocina, y los vio apoyados en esta misma mesa, sentados, a oscuras. Le dijeron que no armaban las camas para no desordenar, y que tampoco prendían la luz, por el gasto. En realidad, mi viejo no militaba mucho, pero siempre adhirió al movimiento, y fue un hombre extremadamente solidario y ético. En 1959, faltándole seis meses para cobrar el 100% de la jubilación por 25 años de servicio, agarró la valija y renunció a la policía. ‘Esta no es la fuerza que yo conocí cuando entré’, dijo, y se fue dando un portazo.»
–A pesar de no militar, aquella responsabilidad que recibió de tomar el Departamento de Policía fue un reconocimiento.
–Sí, claro. Pero en casa, la verdadera militante era mi madre, Delia Valente, peronista hasta los tuétanos. En esa pared, detrás tuyo, tenía colgados los cuadros de San Martín, Perón, Rosas y Rommel. ¿Te acordás cuando Perón se enojó con varios diputados, y les dijo que si a ellos no les gustaba cómo hacía las cosas, fundaran otro partido? Mamá se ofendió con el «Viejo», y cambió su foto por el dibujo de un gato. Era de familia conservadora, incluso tenía un carnet de afiliación que mi abuelo le había hecho en la época del gobernador Manuel Fresco. Pero la ganó el peronismo.
–¿Cómo se conocen con Julio?
–Yo iba al Colegio Nº 6 con los Lizaso, y Jorge y Miguel vinieron a buscarme para formar la Junta del partido. A Carlitos ya lo habían matado en los basurales. Un día, en la casa de Raquel Fernández, me presentaron a Bernardo, y una de las cosas que le dije fue que mi casa estaba disponible para lo que quisiera. Hasta que apareció a las dos semanas, desesperado porque Julio no tenía dónde dormir, y estaba muy enfermo. «Vaya a buscarlo mientras preparamos algo de comer», le dije a Bernardo. Lo que no sabía era que Julio estaba enfrente, muerto de frío, y con una vergüenza terrible. No quería entrar, creía que molestaba. Cuando pienso en gente como esa, y veo algunos dirigentes de ahora, es para morirse. En casa hacíamos reuniones y fiestas de folklore, con varios primos, y había colchones de sobra. Ni bien pasaron le dijeron a mi papá que no querían dar gastos, y mi viejo se plantó.
«Muchachos, acá es simple: cuando hay comida, comemos todos. Y cuando se termina, hacemos la raya y seguimos al día siguiente. Todas las mañanas empezamos de nuevo.»
–Después de su vuelta de Bolivia, los Troxler eran seguidos de cerca. Esconderlos no debe haber resultado fácil.
–Sobre todo a Julio, que estaba marcado por su escape del basural. En eso de confundir, se les ocurrió teñirse de pelirrojo, y una vez, la que se equivocó fue la mujer de Bernardo. Llamó a casa y preguntó, sin darse cuenta: «¿Están ahí los dulces de batata colorados?» Habían pinchado el teléfono y los vinieron a buscar, pero no los encontraron. Julio andaba todo el día con dos granadas vacías, y vueltas a llenar con gelignita. Me decía: «Si me agarran les tiro esto. Yo me muero, pero por lo menos me llevo uno o dos conmigo.»
–¿Qué hizo la primera vez que entró?
–Fue al patio, para ver las medianeras. En esa época, la mitad de la manzana era un terreno descampado, con árboles, y Julio estudiaba las vías de escape, por si tenía que salir corriendo. Era un hombre extremadamente gentil, callado, como dando sensación de no querer molestar. Con mi prima lo acompañábamos al centro, y le hacíamos de campana cuando se encontraba con otros compañeros en reuniones. En el barrio armamos un plan para protegerlo. Mamá le dijo a las vecinas que era un sobrino del interior que se quedaría un tiempo, y en la familia lo presentábamos como un primo más. Hablábamos del peronismo, y hablábamos de Perón. Julio tenía una postura que para él era innegociable, y yo, con los años, aprendí la lección.
–¿Cuál?
–Decía que muchos de la juventud teníamos la foto del Viejo pegada acá, en las narices, y que eso no nos dejaba ver el contexto. Que Perón era un hombre, pero no un superhombre. Que a veces se equivocaba, y que no era nada malo hacer notar eso.
–La derecha del movimiento, que terminó matándolo, fue una prueba.
–Por supuesto. Lo que pasó fue que en ese momento no lo vimos. Mirá, te cuento una anécdota. En 1960, cuando Perón se casó con Isabel, yo misma le dije a Julio en esta misma mesa que el general podía tener las mujeres que quisiera, pero lo que no podía hacer era casarse. Porque significaba una locura dejarle el apellido a alguien. Yo lo decía por una cuestión de preservarlo, pero nunca sospeché de las barbaridades que esa mujer haría con el tiempo. Julio me cargaba: «No, si le va a pedir permiso a usted. Las mujeres, hablando, son como el vuelo del moscardón.» En los setenta, con la Triple A dando vueltas, nos encontramos en un bar de La Plata. Y en medio de la charla, lo miré a los ojos: «¿Vio que Perón no se tendría que haber casado?»
–¿Cómo era la vida de Julio en esta casa?
–Vino por algunos días, y se quedó tres años. Pero siempre regresaba. El día en que la Triple A lo asesinó, tenía las llaves en la ropa que llevaba puesta. Trabajaba en la cocina toda la noche con su maquinita de escribir, y le mandaba información a Perón. «¿No me haría un favor, Coca? ¿Me copia varias veces estos dibujitos en esas hojas?» Yo no entendía nada, pero lo hacía. Después me di cuenta: los dibujitos eran silenciadores para las armas, que Julio había diseñado y tenía que repartir para que fabricaran los matriceros. Era un tipo habilísimo, técnico en refrigeración, hacía de todo. El barrio era una boca de lobo, y un día se las ingenió para iluminar la esquina directamente desde la puerta de entrada. Practicaba yoga, y me enseñó a pararme de cabeza. «Coca, toda la vida nos la pasamos parados con los pies, pero esta parte, la de los pulmones y el estómago, está con la gravedad hacia abajo. Hay que darse vuelta para que la sangre fluya, le va a hacer bien.»
–Reynaldo Benavídez, su amigo de la infancia en Florida, a quien Troxler invitó a aquella casa de donde los levantan para llevarlos al basural, me dijo que Julio minimizó totalmente las amenazas de muerte de la Triple A. ¿Fue así?
–Es verdad, Reynaldo sintió lo que Julio me dijo a mí misma con palabras. Cuando le decíamos que estaba en una lista de gente a la que iban a asesinar, me contestaba: «No exagere, Coca, no somos tan importantes.» El último intento por protegerlo fue después de la reunión que hubo en la Quinta de Olivos, el 8 de agosto de 1974, un mes y medio antes de su muerte. Todo el Gabinete, más Isabel, escuchó un informe de José López Rega, mientras proyectaba diapositivas de un centenar de dirigentes que había que matar «porque si no, no nos van a dejar gobernar tranquilos», dijo el «Brujo». Julio y Bernardo Alberte, que había sido edecán de Perón y su delegado personal, estaban en la lista, con varios más. Ni bien terminó la reunión, Taiana padre fue desesperado a la limpiería El Socorro, de Alberte, y le dijo que se cuidara. Y que debían avisarle a Julio urgente. Lo encontramos a los pocos días. «No sea cabeza dura, hombre, cuídese.» Pero no hubo caso.
–¿Se volvieron a ver?
–Sí, hasta poco antes del 20 de septiembre del ’74, fecha del asesinato. La semana previa estuvo acá, se quedó a almorzar, y mi madre le hizo panqueques, que a Julio le encantaban. Cuando se fue, Julio le dijo: «¿Ve ese Peugeot celeste metalizado de la esquina? No se preocupe, pero es el comisario Almirón Sena, que me sigue a todos lados.»
–¿Cómo se enteró de la muerte?
–Por la radio. Después, la casa fue un caos, encuentros, llamadas, confusión. Aquel día tenía una reunión con los Lizaso, y después lo esperaban para un trámite en la facultad donde trabajaba, era profesor de Criminalística. Otra vez volvemos al tema de la manera en que minimizaba el peligro. Los Lizaso le decían que lo vigilaban, y él contestaba que no se hicieran problema, que no estaba haciendo nada malo. No sé que pasa con los militantes en un determinado momento de la vida, es como que no toman conciencia de la gravedad de las cosas. Con Bernardo Troxler ocurrió lo mismo.
–¿Por qué?
–A Julio lo velamos a propósito acá en Vicente López, justo enfrente de la Quinta de Olivos. Y a pesar de que estaba lleno de policías y servicios de inteligencia, Bernardo insistía en hablar y hacer un discurso. «Hombre, rájese, ¿no ve que están por todos lados y saben que usted es de la familia?» Tampoco tomaba conciencia de cómo venía la mano. Ahora que lo pienso, mi papá era un poco así, pero en su caso, las ganas de ayudar eran más fuertes que el miedo. En esta casa estuvo cada uno… Un día, dos compañeros del ERP lo hicieron reír: «Don Pablo, mire que fuimos a varios lados, pero nunca hubiéramos imaginado que íbamos a terminar escondidos en la casa de un cana.» «
“Revisamos el cadáver, era impresionante”
El 20 de septiembre de 1974 era feriado. Troxler, que trabajaba en el Gabinete de Criminología de la Facultad de Derecho, había organizado su día libre para encontrarse con amigos de militancia. Como Envar El Kadri, con el que siempre se citaba frente a la Catedral Metropolitana. Salió de su casa en la localidad de Florida a las 10, caminó tres cuadras, y hasta las 11:30 charló con un compañero en el bar Muky, de la Avenida Maipú y San Martín. Ese compañero lo alcanzó en auto hasta la esquina de Figueroa Alcorta y La Pampa, donde pensaba tomar el colectivo 130 en dirección a la Capital.
La investigación de su asesinato determinó que un Peugeot 504 negro, con cuatro matones de la Triple A, lo levantó en la facultad, y lo llevó atado en el piso hasta el pasaje Coronel Rico, del barrio de Barracas, poco después del mediodía. Antes de detenerse en el lugar -–desierto, laberíntico, suspendido en el tiempo–, el auto agarró por calles que todavía hoy parecen de pueblo: Brandsen, Lanín, Arcamendia, y finalmente Rico. Obligaron a que se bajara, y lo cruzaron sobre un paredón con una ráfaga de ametralladora y cuatro disparos a la cabeza, para rematarlo. En un comunicado que circuló a las pocas horas, la Triple A se atribuyó el crimen y escribió a mano: «La lista sigue… Murió Troxler. El próximo para rimar será… Sandler??? Mañana vence el plazo… Adjuntamos lista de ejecuciones. Troxler murió por bolche y mal argentino… Ya van cinco y seguirán cayendo los zurdos, estén donde estén.» En un cuadro inferior, el listado lleva una cruz junto a los apellidos Ortega Peña, Curuchet, López, Varas y Troxler. «Sandler» tiene una cruz y un signo de interrogación.
«Revisamos el cadáver –dice Mabel Di Leo–, y era impresionante. Acá (señala el pecho) lo habían cosido con hilo de chanchero. Los agujeros de los balazos eran del tamaño de una moneda de un peso. Le habían tirado con Itaka, parecían misiles. Era imposible que se salvara.» «Porque te digo una cosa –finaliza–, algo que es seguro: si López Rega no manda a cuatro tipos, a Julio no lo matan. La cabeza tenía la señal de un golpe fuertísimo, para atontarlo. Y a pesar de eso, pudo salir corriendo del auto, con los brazos atados. Me acuerdo de Perón, cuando Julio decía que no era un superhombre. Había que ser superhombre para salir vivo de ese callejón.»