LIBROS. Reeditan «Payasadas», de Kurt Vonnegut

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Vonnegut, y particularmente este libro, Payasadas, era uno de los libros preferidos de mi hermano Luis y lo es de mi gran amigo Teo Boot. Yo no lo leí, pero tampoco lo tuve nunca porque ni uno ni otro -con toda razón- lo prestaban ya que estaba agotadísimo.

Vonnegut, un pesimista muy divertido

Por   | Para LA NACION  
Los libros de Kurt Vonnegut son pequeñas bombas de tragedia humana, liberadas de su pestilencia trágica. O chistes dramáticos que renuevan el gusto por lo trágico. Según cómo se lea o se viva, pueden ser posmodernas, apocalípticas o cómicas. La editorial Bestia Equilátera los reedita desde hace unos años en nuevas traducciones. En abril, lanzan el más explosivo, una novela de culto en una época de escritores americanos infalibles: Payasadas (Slapstick), también traducida por Carlos Gardini.

Se trata de una autobiografía deformada (o ampliada con fantasías), cuyo protagonista, Wilbur Narciso-11 Swain (luego llamado Wilbur Rockefeller Swain), caricatura de Kurt, habita en un mundo desahuciado ubicado en un futuro relativamente cercano, donde las grandes ciudades son derroteros de orfandad. Nueva York está en la ruina, es pura decadencia y exterminio (por la «muerte verde»). Los ricos y excéntricos se trasladan a vivir a Machu Picchu, más cerca del cielo, donde los chinos ya tienen sus sucursales. Según dice el propio Vonnegut, en una suerte de prólogo, la historia «es sobre ciudades desoladas, canibalismo espiritual, incesto, soledad, carencia de amor, muerte y demás».

En esta ficción profética hay dos cuestiones esenciales: la atmósfera y las familias. La primera es manipulable, ya que la gravedad se puede regular. Sus alteraciones tienen todo tipo de efectos, como las erecciones involuntarias; ellas sí, dignas de cualquier edad y estrato, pero sin mérito propio. «Son experiencias hidráulicas», aclara el narrador. Por otra parte, las familias constitutivas están en extinción al tiempo que proliferan las familias artificiales, ligadas por apellidos protectores. Wilbur, impresionado con tanta muerte, concluye que «los países nunca podían reconocer que sus guerras eran tragedias, pero que las familias no sólo podían, sino que debían hacerlo. ¡Hurra por ellas!».

Este tipo de exclamaciones abundan en la novela. Como el hipo senil que sufre el protagonista y lo lleva a terminar varios de sus capítulos con un «hi ho». Harto de sus interjecciones, asegura: «Si vivo para completar esta autobiografía, la revisaré por completo y tacharé todos los hi ho».

El humor acompaña la desdicha, y a su vez es fuente de consuelo y prosperidad. Nos reímos del amor impropio (entre hermanos gemelos, monstruos de seis dedos y varias tetillas), del éxodo megalómano, de una plataforma política sentimental que divide a la sociedad en solitarios y abandonados. El narrador, que había sido presidente de los Estados Unidos, intenta agrupar a la multitud alienada con el lema «Nunca más solos», mientras que la oposición aprovecha para diferenciarse con otro eslogan: «Solos, gracias a Dios». La soledad es el motivo de disputa.

La novela mantiene su aire fresco y crítico. Leída en el presente, parece una cruza de César Aira con Marcelo Cohen, condimentada con gestos de Laurel y Hardy (a quienes Vonnegut dedica su libro, llamándolos «ángeles de mi tiempo»), siempre con un fondo de Kafka. Hi ho.

© LA NACION.


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