Los Iaccarino, un caso testigo

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Hermanos Iaccarino: los patrones sin privilegios

Cuando los hermanos Iaccarino promediaban los 30 años tenían un avión privado, siete empresas, casi 400 empleados, la posibilidad de un crédito millonario en Nueva York y un plan que no pudieron cumplir. En 1976 fueron secuestrados por la dictadura militar, que también les robo su patrimonio. Esta semana, en La Plata, empezó el juicio contra dos policías acusados de torturarlos en el Centro Clandestino de Detención «El Infierno». El retrato de dos empresarios católicos que hoy tienen que vivir custodiados por gendarmes. Un caso emblemático sobre delitos económicos.

De los tres Iaccarino quedaron dos. Alejandro tiene 65 años, es un hombre bajo, calvo y de voz gruesa. Carlos, de 64, es alto, robusto y tímido. Rodolfo tendría 66 pero murió hace dos años por problemas cardíacos después de recibir una amenaza de muerte en una plaza.
Un hombre bien vestido se le acercó y le dijo: «El caso Julio López va a ser un poroto al lado de los Iaccarino».
Rodolfo volvió a su casa y no pudo salir más.
Murió de miedo, dicen.

Alejandro y Carlos sienten que están protegidos por las estampitas de San Jorge, San Cayetano y San Benito guardadas en los bolsillos del pantalón. Saben que ellos, que estarán sentados en el banquillo opuesto del tribunal, también creen en Dios. Durante los alegatos, los Iaccarino pensarán en su familia, en los milagros, en sus empresas y en las misiones.

Porque, en definitiva, eso es lo que son: hombres de familia, fe y negocios.

***

A los treinta años tenían un avión privado, siete empresas, cerca de 400 empleados, el sueño de adquirir un crédito millonario en Nueva York para crear un banco y un plan. Sobre todo, los hermanos Iaccarino, hijos de comerciantes italianos pobres, criados en la moral católica, tenían un plan. Se llamaba «Plan Económico Expansivo General» (PEEG). Querían cambiar el sistema económico del noroeste argentino. Eliminar los intermediarios y competir contra los monopolios. Sonaba raro: no eran empresarios con ideología socialista ni marxista ni cooperativista. Elegían la religión antes que la política y el liberalismo antes que la revolución de izquierda que se expandía por el continente latinoamericano.

Se definían, simplemente, como «economistas sociales». También sonaba raro: daban más plata a los tamberos y a los trabajadores pero, al mismo tiempo, se hacían millonarios.

Pero no fue. El 4 de noviembre de 1976, se los llevaron detenidos. Y el plan quedó en la nada. 

***

En1940, Alejandro Shaw era un dandy, de esos con sombrero y frac: dueño del Banco Shaw y uno los empresarios argentinos más exitosos a mediados del siglo XX. Casado con Sara Tornquist, hija de familia aristocrática, nunca imaginaría que un joven sin casta alguna en el mundo financiero le acercaría en 1964 el borrador de un plan económico. No daba entrevistas y menos a un insignificante. Así, el joven, hambriento por caminar los pasillos de los altos negocios, fue rechazado una y otra por su secretaria. Hasta que una tarde, a Shaw le dio curiosidad. Fueron cinco minutos en su despacho. El joven, Alejandro Iaccarino, le expuso las bases de su plan. El financista lo escuchó y le dijo:

—Querido, se está metiendo en la boca del lobo.
—Yo elijo masticarme con quien quiero —respondió él.

Shaw lo citó varias veces más. Y le reformó 3 de las 17 bases de su plan, que ya por entonces Alejandro llamaba «Plan Económico Expansivo General» (PEEG). Le dijo que tenía que empezar a negociar con los gremios. Era poco creíble: un miembro del establishment ayudaba a un ignoto que a su vez se proponía atacar a los intereses de su clase. Pero sucedió. Los Iaccarino lo llaman el «primer milagro».

—Yo aprendí a armar un negocio en cinco minutos —dice, ahora, Alejandro—. Cuando ideamos nuestro plan, pensamos en un tipo de empresario con gran ética y moral. Hay que conocer de bancos, de recursos financieros y de costos y beneficios pero siempre buscando la paz social.

Iaccarino, que fundó la Confederación Económica Argentina en 1982 y supo dos años después ser presidente de la Comisión Investigadora de la Comisión Trilateral y del Fondo Monetario Internacional en un Congreso Mundial en Washington, dice que el capitalismo no es malo. Eso lo aprendió con Shaw. Lo que es malo, lo que no hace «bien» es la ambición desmesura, el mayor «pecado capital» de la economía.

Se asume como «liberal católico» y es imparable: arma monólogos que duran horas sobre los conceptos de sus dos libros: «Los secretos del Poder Mundial» y «Metanoia», que fundamenta «la imposibilidad de los cambios del mundo hasta que el hombre no internalice el bien».

En sus textos, los Iaccarino dicen: «Son necesarios hombres cabales, valientes y talentosos que tengan una gran fe en Dios y estén preparados para esclarecer con ideales superiores. Y así enfrentar a las estructuras secretas del poder».

Quiere recuperar el PEEG. Está convencido de que si los gobiernos latinoamericanos incorporan las bases del PEEG, habrá más integración de las economías locales. «Los monopolios destruyen nuestras riquezas y nos determinan en un subdesarrollo del que nunca pudimos salir», dice y jura que no está loco. Recorre facultades, se junta con profesionales y da conferencias.

Que digan lo que digan sobre Alejandro Shaw, su padrino millonario, a los Iaccarino no le importa. El banco Shaw, dicen, fue el único que no les cerró las puertas cuando fueron detenidos. Hace un año, Iaccarino supo la historia completa de Enrique Shaw, el hijo de Alejandro.

Enrique fue un hijo pródigo de la oligarquía pero se rebeló contra las convenciones de su clase y, con una profunda fe religiosa, fundó la ACDE (Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa). Escribió, en 1952: «Que en la empresa haya una comunidad humana; que los trabajadores participen en la producción y, por lo tanto, darle al obrero el sentido de pertenencia a una empresa. Ayudarlo a adquirir el sentido de sus deberes hacia la colectividad, el gusto por su trabajo y, por lo tanto, de la vida. Ser patrón no es un privilegio, es una función».

Murió el 27 de agosto de 1962, a los 41 años, enfermo de cáncer. Y ahora podría convertirse en el primer hombre de negocios declarado santo por el Vaticano.

Alejandro cree que el padre de Enrique, que lo recibió en su despacho poco tiempo después de la muerte de su hijo, vio un espejo. Y por eso le hizo lugar en su casta privilegiada.

En los ojos de su mecenas, Alejandro Iaccarino era Enrique. Y ahora Alejandro se imagina entrando, con su doble, en la alfombra roja de los grandes altares. 

***

Los Iaccarino juran que nunca se les pasó por la cabeza que los irían a secuestrar, detener y torturar. Y menos que los estafaran y les robaran sus bienes.

Pero la mañana del 4 de noviembre de 1976, en la ciudad de Santiago del Estero, un grupo de policías de la Brigada de Investigaciones entró al departamento en el que estaban Rodolfo, y dos de sus hijos, Rodolfo José y Carlos Alberto. Carlos increpó a su hermano. «Seguro que es por una nueva infracción de tu auto», le dijo. Sintieron cómo los esposaban y, a punta de pistola, los metían en un camión. Les taparon la boca con un trapo.
A la noche del mismo día, Alejandro estaba por entrar su cupé Torino en la cochera de su departamento en Buenos Aires. Fue sorprendido por una patota de militares vestidos de civil. Le dieron un par de cachetazos. En la cupé estaba su madre, Dora Venturino de Iaccarino. Horas antes, habían visto a sus abogados, después de enterarse lo ocurrido en Santiago del Estero. Querían hacer una denuncia y les consultaron si ellos, en Buenos Aires, corrían el mismo riesgo. Los abogados, creyendo que los Iaccarino no tenían por qué preocuparse, les dijeron que siguieran con su vida normal, que nos les iba a pasar nada. Que los militares, seguramente, se habían equivocado.

Durante veinte días, el padre estuvo detenido en la Brigada de Investigaciones de la policía de Santiago del Estero y la madre en la comisaría 21 de la Policía Federal. Durmieron en el piso y comieron migajas de pan. Entre Buenos Aires y Santiago del Estero, los tres hijos quedaron ilegalmente secuestrados hasta el 11 de enero de 1977, cuando los pusieron a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Les dijeron que eran «detenidos terroristas». Pasaron por catorce centros de detención: nueve de ellos, clandestinos. Recuperarían la libertad veintidós meses después, el 4 de septiembre de 1978.

Se enterarían, años después, que la madre luego de buscarlos durante cuarenta días perdió la razón.

En los interrogatorios había información precisa del movimiento de sus empresas: les citaban libros de asambleas, balances de los pagos y actas de los pasivos. Dedujeron que unos espías se habían infiltrado anteriormente en sus gerencias.

El infierno, dicen, lo vivieron en el C.O.T.I. Martínez (Comando de Operaciones Tácticas de Investigaciones). Era un centro clandestino de exterminio: se fusilaba a quemarropa y se envenenaba a los detenidos que luego serían tirados al río desde los aviones. En invierno los bañaban con agua fría. Les hacían pasar hambre y luego tiraban las sobras de los asados para que se pelearan. Los represores entraban a la celdas y jugaban a quién se llevarían a la sala de tortura.

El 6 de junio de 1977 le tocó a Alejandro. Tabicado y esposado, Alejandro sintió que lo tiraron a un camastro, le pusieron unas gomas en los tobillos y las muñecas y lo tensaron con palancas. Después vivió la mayor adrenalina de todas. Se desgarró cuando la electricidad le llegó a los genitales. Creyó tener un ataque de epilepsia. Le partieron la boca de un culatazo. Se moría. El doctor Jorge Antonio Bergés vio cómo se le inflamó la glotis y le dio medicación para el corazón.

—Entonces se produjo el milagro. Fue una milésima de segundo. A mi costado derecho, se me presentó Jesús. Rubio, con un manto entre los brazos. Me miró. Sentí que había una misión por cumplir —dice Alejandro. A partir de allí, en cada centro de detención que estuvo, se asumió sacerdote. Les habló de la biblia a sus compañeros presos. Leyó las manos de los «pecadores». Construyó un altar y logró que hasta los mafiosos más pesados rezaran el rosario.

Los hermanos, acostumbrados a que el tiempo fuera veloz, en la cárcel sintieron que el tiempo era de plomo. A oscuras, encapuchados y con esposas en las muñecas, no sabían dónde estaban ni qué ocurría alrededor.

—No había esperanza de salir. Nosotros creímos que se habían equivocado porque nos decían «ustedes son los zurdos que les gusta matar policías».


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