
Empecé a escribir este texto ayer y lo terminé hoy. Mis relaciones con mi hermano Pablo Miguel nunca fueron fáciles. Su principal manera de relacionarse conmigo era la agresión. Y es que desde su punto de vista, todo aquel que tenía alguna posesión material y velaba por ella era una persona desatenta de lo esencial y espiritual. Lo que nosotros de pibes, allá a fines de los sesenta, hubiéramos llamado «un chancho burgués». Tampoco era fáciles las relaciones con Luis, pero con Luis hicimos prácticamente todas las cosas importantes o bien juntos, o bien al mismo tiempo. Pablo quedó relegado. Los cuatro años que le llevo eran muchos cuando éramos pibes. Dormiamos los cuatro en la misma habitación, y cuando yo a los 14 comencé a trasnochar, él se levantaba a las 7 para jugar, así que el choque era inevitable. En cambio con Víctor -al que le llevo nueve años- la relación fue tranquila. A él no recuerdo haberle pegado nunca, y compartíamos la felicidad de ir a ver a San Lorenzo al Gasómetro. Pablo quedó en el medio…Pablo murió el lunes pasado al anochecer. Mejor así. Había cumplido 57 años el 14 de agosto y estaba hecho un guiñapo, casi totalmente paralítico, casi ciego, sin dientes. Pudimos mimarlo y evitarle sufrimientos mayores. Hace una semana, cuando ya no tuvo fuerzas para apretar debidamente las teclas de su celular y quería escribirle un mensaje final a su amigo Juan, su vecino de Merlo, San Luis, me pidió que lo hiciera yo y puso en mis manos el aparato, dispuesto a dictarme. La parte del mensaje que había alcanzado a escribir decía: «Estoy internado gracias al cielo con mi familia».
Esa frase me la llevaré prendida en el pecho… aunque carezca de mortaja.
El sábado mi hermano Víctor y yo, arrojamos sus cenizas al río* en la misma explanada del Parque de la Memoria desde la que un día antes se esparcieron las de John William Cooke, el mayor prócer del peronismo después del coronel/general y de Evita. Atendiendo a Pablo pagué, de paso, una deuda que no contraje. Como hicieron los Kirchner ¡y nosotros! con la deuda que contrajeron gobiernos anteriores.
Pablo fue cagado literalmente por mis padres, que lo echaron de casa cuando todavía no tenía 15 años. Uno tiene alguna chance de sobrevivencia y progreso cuando tiene 18 años y un grupo de pertenencia, pero ninguna si se tienen 14 y está sólo en el mundo.
Fue un acto criminal (no sólo lo dejaron solo, también lo internaron como aspirante a suboficial en la ESMA, de dónde, ante su resistencia numantina a doblegarse, terminaron por echarlo) que hizo que en sus últimos años, las relaciones de mamá con él estuvieran dominadas por la culpa de ella y el aprovechamiento de él.
Algo tanto más incomprensible cuando ya nos habían dado el espiante a Luis y a mí (primero a mí, que soy el mayor) Pablo era el único que ayudaba a mi padre electricista y mi madre decía que era «un cardo borriquero, con espinas por fuera, pero muy tierno por dentro».
¿Como blindar la autoestima cuando se te desprecia tanto?
Pablo no pudo levantar cabeza. Vivió en trenes como un croto, y en la unidad básica de México y San José hasta que la Triple A le lanzó una energa. Después anduvo a los bifes con todos (siempre expuesto e incapaz de retroceder) hasta que se exilió en Barcelona, donde siguió a los bifes. Volvió así: siempre alerta, siempre dispuesto a repeler agresiones, como quien dice a vender cara su vida.
Pero hace unos cuantos años que se había vuelto místico y extremadamente pacífico. Un verdadero experto en religiones.
Fue poco antes de que su proyecto vital capotara y se hundiera. Y entonces dejó de ocuparse de animales: tenía muchos perros –que fueron muriéndose, algunos de hambre– y algunos caballos).
Primero fue Ángel, que peleado con su hija, Luri, se fue a Buenos Aires, a vivir con una novia de la juventud.
Después fue Susi, su esposa española, que se fue a España a ganarse la vida y hacerse de una jubilación.
Luri y Pablo empezaron a llevarse mal. Ella reclamaba que mejorara la calidad de la precaria vivienda y que cuidara los animales. Él hizo un baño y una cocina pero se negó de plano a ocuparse de la yegua de ella.
Él se fue de la casa. Su plan era que, una vez jubilada, Susi volviera y comprar con ella una vivienda para vivir.
Tardó en hacerlo. Discutieron. Un día se enteró de que Susi había vuelto y estaba en la casa. Fue hasta allí con ánimo de hablar con ella. No pudo hacerlo. Luri lo echó, hacha en mano. Él se la quitó y la sentó de culo. Ella llamó con su celu a la policía y le dijo que estaba siendo atacada. Susi se mantuvo en segundo plano. En los hechos, junto a Luri (al parecer, tiempo después también ella se fue, alquilando una vivienda cerca de allí).
Pablo no quería saber nada con la policía cordobesa, una mafia tenebrosa y narcotraficante que años atrás había querido nada menos que endilgarle un secuestro.
Su corazón se rompió por la toma de posición de Susi, él decía que por cobardía.
Así las cosas, renunció a cualquier defensa y dejó de ese modo que lo condenaran por acoso y merodeo de su propia casa, de la cual quedo excluido sin buscarse un abogado ni informarle a la justicia algo tan elemental como que allí vivía su esposa, que él y el padre de la denunciante habían comprado ese terreno antes de que él y Susi se casaran. En fin: que esa era su casa.
Luri se quedó con todo (antes, se había quedado también con las pocas pertenecías de su padre) y Pablo se fue a vivir al jardín de una modesta casa lindante con el arroyo que deslinda a Córdoba de San Luis. Primero en una tienda de campaña, un par de años después en una choza.
Allí no paró de deprimirse y dejarse caer, de lo que nunca tomó demasiado conciencia, entre otras cosas porque vivía fumando y leyendo textos místicos, contemplativos, sobre todo de Krishnamurti.
Durante sus últimos días me dijo que «en los últimos años, ya no tuve como antes alegrías o tristezas, solamente tristezas».
Hasta tan punto esto es cierto que vendió una por una sus posesiones más preciadas, incluida su amada trompeta.
Como si Hugo Díaz hubiera malvendido su armónica o Pablo Casals su violoncello.
Así llegó hace cuatro años a un grave quebranto de salud, a la extirpación de su próstata y una infección urinaria recurrente… que no se podía curar sin asistencia médica y menos en la extrema indigencia en que vivía…
En el ínterin fue perdiendo casi todos sus dientes.
Todas estas historias las pudimos ir reconstruyendo trabajosamente. Pablo nunca se quejó de nada.
Pasó parte de los inviernos de 2012 y 2013 en casa, pero como la última vez la convivencia no había sido buena, decidimos no invitarlo.
Una prima nuestra, La Mona, pasó con su marido por Merlo para conocer y, de paso, lo llamó por teléfono. Quedó horrorizada de su aspecto (Pablo era piel y huesos, pesaba 45 kilos, arrastraba la pierna derecha y no se podía sostener de pie, aunque todavía se desplazaba en moto). Al regreso, Mona me citó y me dijo que, en su opinión, no pasaría el invierno.
Así fue que comenzamos a organizar el operativo retorno, pensando en un paciente ambulatorio al que podíamos prestarle el departamento de San Juan, recién pintado y ocasionalmente desocupado.
En el ínterin, una agente del Estado logró internar a Pablo en el hospital de Merlo, al que llegó quejándose de la ciática que ya le impedía darle la patada inicial a la moto para ponerla en marcha.
Las conversaciones telefónicas con los médicos del hospital me, nos permitieron colegir que estaba gravemente enfermo. No obstante, tan malo era el estado general de Pablo -cuyo peso bajó hasta los 42 kilos- que una médica de San Luis capital se negó a hacerle la broncoscopía que confirmara que sufría de cáncer de pulmón (en ambos pulmones) alegando que la anestesia general lo mataría.
En ese contexto, lo fuimos a buscar a Merlo con Víctor y su mujer, Rosana. Merlo es hermoso y nuestro anfitrión allí fue Carlos Puccio, un compañero que nos trató espléndidamente.
El médico que lo atendía nos dijo que de acuerdo a su experiencia clínica Pablo tenía un cáncer muy avanzado y con metástasis, pero que hacíamos muy bien en llevárnoslo porque allí no había ni los equipos ni los medicamentos para tratarlo.
El día antes de que viajáramos, Pablo todavía poder ir con el chuequísimo bastón que había tallado hasta el patio del hospital a tomar sol. Tres días después, al iniciar el viaje hacia Buenos Aires, Víctor debió cargarlo en brazos para meterlo en la camioneta Hyundai de Rosana.
Estaba claro que Pablo debía estar acompañado las 24 horas. Por suerte, tenía libre la habitación principal de la casa en la que vivo, a la calle, al lado de un baño, recién pintada y con el piso plastificado, con una tele de 42 pulgadas y alta definición. Y Gaby consiguió prestadas una silla de ruedas y una cama de hospital.
Los hospitales de la ciudad son ahora todos de la ciudad y no tengo ninguna confianza en como las autoridades de la ciudad, mikyvainillescas como son, traten a los indigentes o a personas que, como Pablo, nunca trabajaron en relación de dependencia ni aportaron a la seguridad social.
Así que lo interné en el enorme Posadas, que aunque queda un poco lejos es nacional, y cuyo director-administrador es desde hace poco Donato Spaccavento, un compañero.
En el Posadas tuvo una buena atención, por parte de médicas tan dedicadas y sensibles como guapas. Guiado por el Dr. Daniel Capra (al que mucho le agradezco) le hicieron todos los estudios y nos confirmaron que tenía cáncer en ambos pulmones, en la columna vertebral, en otros huesos y nódulos también en el hígado. Es decir, que era un paciente terminal.
Nos adscribimos así a sus servicios de cuidados paliativos y lo llevamos a casa, ya con una vasta medicación que incluía morfina (que después fue reemplazada por la metadona) . Y contratamos a dos mujeres para que lo cuidaran cuando nos íbamos a trabajar.
Tuve la suerte de que mis empleadores fueran contemplativos de la situación, dejándome atenderlo de 8 a 10 y dándome flexibilidad de horarios. De modo que charlé con él unas cuantas noches, y tuve la alegría de que me dijera que le gustaba y le hacía bien charlar conmigo (nuestras relaciones nunca fueron pródigas en piropos). También procuré que vinieran a visitarlo sus amigos, especialmente Ángel Giraldez, su amigo del alma, con quien había compartido techo, filias (jazz y rock, sobre todo), fobias y proyectos durante muchos años, en Sardanyola (Barcelona), San José (Temperley) y Traslasierra (Córdoba), así como familiares.
Pablo, como Luis y otros leoninos que conozco, son prácticamente incapaces de dar el brazo a torcer. Le pregunté si quería reencontrarse con Ángel, me dijo que si, y en cuanto se encontraron se trataron como si nunca se hubieran separado.
Pablo aceptó de buen grado todas las visitas, incluida la de un cura mexicano lefevrista que aportó nuestra sobrina Raquel. Que lo confesó y para mi sorpresa le dio la comunión y la extremaunción.
Al día siguiente me dijo que aunque no creía «que hubiera otra vida», había sido totalmente sincero con el sacerdote, y su visita lo había reconfortado. «Pero cuando me preguntó si había cometido el pecado de la superstición, le contesté que no y debería haberle dicho que sí, ya que hasta los 15 años fui católico».
También me dijo que «uno deja que la cabeza vuele, porque le gusta que vuele libremente. Pero si no le pone algún límite ¿A dónde va a parar?».
Hoy está libre de esa preocupación y de cualquier otra. Y más temprano que tarde nuestras moléculas volverán a mezclarse, sino en el Parque de la Memoria, en las simas del inmenso mar al que desembocan nuestras vidas/ ríos.
Después, ya se sabe («El muerto al hoyo/ el vivo al bollo») nos fuimos a almorzar al restorán de enfrente, «Los Platitos», que alguna vez (quienes tienen mi edad saben de qué hablo) fue «carrito».
Es porque estuve ocupado en estos menesteres, que hace prácticamente un mes que no existo para la vida social.
De lo que no me quejo: al contrario, le encontré cierto gusto.
Y es que, al fin y al cabo, soy hermano de Pablo.
……………
* Me acabo de enterar que en ese mismo momento se arrojaban al río las cenizas del viejo Goyo Levenson. Junto a la casa que fue de Rodolfo Walsh, en el Tigre.
PS: Hoy, 16 de junio de 2021, fecha infausta y en plena pandemia, añado un tema del gran Chet Baker, astro de la trompeta. que a Pablo tanto le gustaba.
La foto de presentación está extraída de un video emitido por el canal Encuentro. Pablo, de 13 o 14 años, lleva el bombo de la Juventud Peronista del porteño barrio de Montserrat.
que dolor lo de Pablo, realmente fue terrible, lo conoci cuando vivia en Lomas con muchos perros y lo ibamos a visitar con Victor, tipo callado, respetuoso, solo una vez nos dejo pasar y luego de eso, el fue varias veces para Villa Elisa luego de la salida de Luis Alli se juntaron pocas veces los 4 y que lindas discusiones se armaban!!!
2 leoninos , un geminiano y……nose que seras vos Juan, pero todos Salinas!!!con efectos del «cardo borriquero» como denominaste a Victoria, que le fue fiel a su nombre. Todos llenos de energia, salvo Pablo……