CPI. Una fiscal negra para una Corte racista

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Daños Colaterales

Una fiscal negra para una Corte racista

Irene Selser / Milenio

Es prematuro aventurar qué ventajas podrán obtener las víctimas de crímenes de guerra de la elección ayer de la nueva fiscal general de la Corte Penal Internacional (CPI), la abogada de 50 años y ex ministra de Justicia de Gambia, Fatou Bensouda. Ella sucederá en el cargo de nueve años a su actual jefe, el argentino Luis Moreno Ocampo, de quien ha sido su adjunta desde 2004, dos años después de que se pusiera en marcha en La Haya esta corte, que a diferencia de otras instancias mundiales no juzga a Estados sino a individuos que hayan cometido genocidio, torturas y/o desapariciones.

Más allá de sus indudables méritos, Bensouda se impuso sobre otros tres juristas (de Tanzania, Gran Bretaña y Canadá) al decidir la CPI que el nuevo fiscal debía proceder de África, para, se afirma, contrarrestar la percepción de que la Corte «se centraba mucho en ese continente». De hecho, los únicos siete procesos que desde 2003 dirime Moreno Ocampo se refieren a líderes de países africanos: Uganda, República Democrática del Congo, República Centroafricana, Sudán —Darfur—, Kenia, Libia y Costa de Marfil; siendo la familia de los Gadafi los únicos acusados no negros.

Desde su creación se temió —y así fue denunciado por gobiernos, personalidades y organizaciones humanitarias— que la CPI terminara como instrumento político del Consejo de Seguridad de la ONU, por la estrecha relación estatutaria entre ambos órganos. El consejo puede remitir situaciones a la CPI, como ocurrió en Sudán (2005), aunque tres de los cinco miembros permanentes del Consejo, Estados Unidos, China y Rusia, no adhieren a ella.

Además, en 2002, cuando ya se preparaba la invasión a Irak, el presidente George W. Bush retiró la firma del tratado constitutivo que había suscrito su predecesor Bill Clinton e impuso acuerdos bilaterales de inmunidad para evitar que sus nacionales sean detenidos y entregados a la CPI, en especial militares que incurran en crímenes de guerra por cuenta propia o como miembros de contingentes de la ONU.

Este doble rasero supuso desde el vamos un sabotaje a la presunta vocación de imparcialidad de la CPI, que antes sentará en el banquillo a todos los genocidas africanos o árabes de los cuales EU quiera desembarazarse —sobre todo si bajo su trono hay grandes riquezas naturales—, que atreverse a juzgar al anglosajón George W. Bush, cuya captura es pedida desde 2004 por Amnistía Internacional (AI), ya que como afirma su asesor jurídico, Matthew Pollard, existen «pruebas suficientes» para investigar su responsabilidad en crímenes de guerra y la práctica de la tortura, el water-boarding o asfixia simulada, según el programa secreto de la CIA de 2002-2009, que infligía a los presos en cárceles dentro y fuera de EU la tortura y otros tratos crueles, así como desapariciones forzosas.

Pollard enfatiza que ya no es sólo Amnistía la que acusa a Bush sino que éste «admitió en televisión y en sus memorias, sin disculparse, que él personalmente había autorizado la técnica de tortura denominada waterboarding.


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