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El PERONISMO APELA A LOS «CAÑOS». Un fragmento de la trilogía de la Resistencia

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A manera de trailer, tres breves capítulos interrelacionados de Sin árbol, sombra ni abrigo, segunda parte de la trilogía de la resistencia que Teodoro Boot inició con Espérenme, que ya vuelvo. 
Lo que hizo Uile
Por intermedio de los contactos de Rolando, Friedman se había alojado en la pensión de 118 donde, según informó a la encargada, esperaba la llegada de un amigo de Santa Fe.
El amigo de Santa Fe era De Santis, que en esos momentos se probaba un abrigo azul oscuro, corto y lo suficientemente grueso como para protegerlo del frío de aquel invierno.

–Es un sacón de la infantería de Marina –sonrió Huwiller con picardía–. Le queda bien.

En un relativamente infructuoso intento de contener la risa, Rufino Jara sufrió un acceso de tos. De Santis lo miró con furia y se encasquetó una gorra de pana.

–Vamos –dijo.

–Polilla, ¿entendiste dónde queda la pensión? –preguntó Huwiller. Al asentir Jara, añadió: –De paso le llevás estos dos caños a Morales.

Jara tomó uno de los paquetes, envueltos en papel de regalo. Huwiller puso el segundo en manos de De Santis.

–¿Y esto…? –vaciló De Santis– Esto no es un caño.
–¿Cómo que no? –se extrañó Huwiller. Rasgó apenas el papel, revelando un pequeño cilindro de cartón que sobresalía en un lado del paquete– Esta es la mecha.

–No parece una mecha –comentó Jara, que miraba con interés.

–No parece pero es como si lo fuera. Al compañero que traía las mechas lo detuvieron en Cañuelas. Este es otro sistema. ¿Ve?

Huwiller insistía en explicarles el funcionamiento del dispositivo retardador. De Santis se preguntaba de qué mierda le estaban hablando pero, temiendo que después Perón le pidiera detalles, trató de prestar atención.

–En este gotero hay ácido ¿ve?

Por las dudas, De Santis asintió.

–Usted coloca el gotero en este cartucho del costado ¿ve?
De Santis volvió a asentir.

–Boca abajo lo coloca…

–Al frasquito…

Ahora el que asintió fue Huwiller.

–Sin la tapa, claro.

–Claro.

–Acá, en la mitad del cartucho, ¿ve?, hay unos papelitos de celofán, de ese que viene en los paquetes de cigarrillos.
–Ahí está. Sí, lo veo.

–¿Sabe para que sirven?

De Santis no sabía.

–Para retardar el contacto con el clorato, porque cuando el ácido hace contacto con el clorato, provoca un fuego que hace explotar al fulminante.

–¿El fúlmine explota?

Huwiller demoró unos segundos en entender.

–El fulminante, no el fúlmine. Y claro que el fulminante explota, si para eso está. Es una explosión pequeña…

–Ah, pequeña.

–… que a su vez hace explotar a la bomba.

Mientras De Santis trataba de cerrar la boca en su inútil intento de repetir «bomba», Huwiller le dio el gotero, le acomodó el sacón y los acompañó hasta la puerta.

–Andá con cuidado, pibe –le recomendó a Jara, mientras se despedían en la vereda. Estaba oscureciendo.

De Santis miraba incrédulo el paquete que sostenía en una mano y el gotero que llevaba en la otra. Al fin consiguió hablar:

–Una bomba…

–Así me gusta, Benavides –exclamó Perón cuando De Santis le contó lo de la bomba– Es menester no dar tregua a la tiranía. El trabajo a desgano, el bajo rendimiento, el sabotaje, la huelga, el paro, el desorden, la resistencia pasiva así como la lucha activa por todos los medios y en todo lugar, deben ser la regla.

–Pero no sabe el susto…

–¡Natural! –rió Perón– Si a mí me pusieran una bomba en la puerta de mi casa, imagínese el salto que pegaría.
Eso le diría Perón diez días después, cuando le informara que había dejado de ser Benavides para convertirse en Gómez. Pero, por lo pronto, iba caminando por 54, tratando de seguirle el ritmo a Jara.

Había conseguido convencer al Polilla de no salir por 8 para agarrar por diagonal 73, el camino más corto hacia el Mondongo. «Nada de diagonales, pidió De Santis. Vamos por calles derechitas, eh». El joven aceptó y, siguiendo las indicaciones de don Uile, llevó a De Santis por 54. «Al llegar a 1, doblás a la derecha», le había dicho Huwiller.

Rufino le había tomado el gusto a las diagonales, gracias a las que todo quedaba más cerca, pero en deferencia para con quien a sus ojos era la palabra viva del General, controló su natural tendencia a la indisciplina y, al llegar a plaza San Martín, se abstuvo de cortar camino por diagonal 79. Fue así que, siguiendo por 54, llegaron a 1 y debido a la sempiterna imposibilidad de todos los Jara de distinguir la izquierda de la derecha tuvo lugar el episodio que llegaría a envolver a De Santis de un indeleble halo de leyenda.

Rufino permaneció unos segundos en 1 y 54.

–Para allá –dijo al fin.

De Santis dudó. Le parecía recordar que, según las indicaciones, debían doblar a la derecha, pero, como siempre, se había distraído.

–¿Estás seguro, pibe?
–Psss –repuso Jara, encabezando la marcha. A los veinte metros De Santis se lo llevó por delante: Jara se había parado en seco.

–Guarda –dijo–. Está la cana.

Y aprovechando la oscuridad, de un ágil salto trepó la tapia que rodeaba un terreno baldío y desapareció.

Era inútil que De Santis siguiera susurrando «¿Qué hacés, pibe?» parado en la vereda. Inútil y peligroso: de la esquina aparecieron dos cosacos de la montada que cruzaron la bocacalle al cansino paso de sus caballos, mirando en su dirección. Dominó el impulso de tirar el paquete a la mierda y echarse a correr, aspiró una gran cantidad de aire, sacó pecho y reanudó la marcha hacia 53, para descubrirse en la misma plaza Rivadavia en la que pocos días antes, el capitán Morganti había sido tiroteado desde la Jefatura de Policía.

De Santis no tenía idea de la existencia de Morganti, ni sabía del tiroteo ni, mucho menos, de los tres Sherman que, por órdenes de Valle, Morganti se había abstenido de utilizar para demoler ese imprevisto foco de resistencia. De haber sido el caso, Morganti habría librado a De Santis de la horrenda impresión de encontrarse de pronto ante las mismas puertas de lo que creyó una fábrica de policías.

Empezó a desviarse, entrando en la plaza por un camino de grava. Por el rabillo, alcanzó a ver que los cosacos hacían girar sus cabalgaduras y avanzaban en su dirección, siempre al paso. Aun sin apurarse, pronto lo alcanzarían, conjeturó, sin mucha dificultad. Y lo alcanzarían mucho más pronto si no conseguía dominar su nerviosismo y echaba a correr.

«En cana y con una bomba», se dijo. Lo iban a cagar a trompadas y después lo mandarían a Ushuaia o, peor, a Siberia.

Toda la referencia que De Santis tenía de Siberia era Agustín Magaldi, y resultaba suficiente. «Unidos por crueles cadenas –canturreó involuntariamente–, por la estepa mil leguas haremos».

«¡Cinco mil kilómetros!», tradujo su mente, en forma igual de involuntaria y yéndose para el lado de los tomates.

Respirando con dificultad, tratando de controlar sus pensamientos, se detuvo un instante junto a una garita de Gas del Estado. Más allá de la garita, a escasos 20 metros, se alzaba la alta puerta de doble hoja de la Jefatura de Policía. Aspiró una nueva cantidad de aire a fin de normalizar la respiración y vio que la portezuela de chapa de la garita se encontraba sin candado. Tanteó con los dedos de la mano izquierda y su corazón se encabritó, amenazando con saltar afuera de su pecho: ¡la puertita estaba abierta!

Con un rápido movimiento metió el paquete dentro de la garita. Cuando la estaba por cerrar, recordó el gotero. Tenía que deshacerse también de él. Lo colocó entonces junto al paquete, en el cartuchito del costado y cerró la puerta en el momento en que los montados llegaban a su lado.

–¿Qué hace acá?

–Voy para mi casa –tartamudeó De Santis.

–¿Y por qué se paró?

De Santis vaciló, tratando de imaginar una excusa. Uno de los policías torció el gesto en una sonrisa que más parecía una mueca de repugnancia.

–A mear…, seguro.

De Santis sintió el rubor calentando sus orejas.

–¿Tiene documentos?

–¿Me va a hacer una multa?

El policía lo miró con sorpresa, pero no contestó.

–Documentos –insistió.

De Santis buscó en su bolsillo y le alcanzó la cédula, que el policía miró con atención.

–Así que se llama De Santis –dijo. Al cabo de interminables segundos, se la devolvió–: Circule.

De Santis agradeció y pronto estaba del otro lado de la plaza, en 2 y 51. Sin darse cuenta, la había cruzado en diagonal. Justo en ese momento explotó la bomba.
……………………..
¡A mí!
Cuando la bomba explotó volando por el aire la garita de Gas del Estado, los cosacos habían regresado a la esquina de 1 y 53 y se encaminaban hacia el bosque, de manera que la única víctima que hubo que lamentar fue el jefe de Policía Desiderio Fernández Suárez.

El teniente coronel Desiderio Fernández Suárez no sufrió daños físicos sino psicológicos: abandonó su despacho en la Jefatura de Policía y salió a la calle con el rostro desencajado y la Ballester Molina en la mano derecha.

–¡Hijos de puta! –gritaba– ¡Me la pusieron a mí! ¡Me pusieron la bomba a mí! ¡Esto no va a quedar así!

No hubo forma de tranquilizarlo.
…………………
Una porquería de reloj
Además del cólico hepático del coronel Fernández Suárez y la súbita transmUn fragutación de De Santis en Gómez, el estallido de la bomba tuvo otras consecuencias.

El breve lapso trascurrido entre el estallido y el momento en que guardó el frasquito en el cartucho, alarmó a Rolando, quien llegó a la conclusión de que esa clase de retardador era muy imperfecto y casi tan peligroso como el uso de mechas.

Las mechas, en sí mismas, no revestían ninguna peligrosidad, ni siquiera cuando estaban conectadas a un tubo relleno con pólvora, tuercas y clavos. El peligro estaba en la dificultad para distinguir las lentas de las rápidas… pero resuelto este primer obstáculo, ni siquiera las mechas lentas daban tiempo de alejarse lo suficiente. El problema quedó resuelto con el subrepticio regreso de Bolivia del técnico en refrigeración que había ayudado a De Santis a escapar del fusilamiento.

–Mire este reloj –le dijo Rolando.

De Santis miró. Era un reloj pulsera. O más bien lo que quedaba de un reloj pulsera: no tenía malla, ni segundero, ni siquiera la aguja cortita, la de la hora. De Santis no quedó nada impresionado: el reloj era una porquería, pero no quería ofender a Rolando, que tal vez lo había comprado con ilusión, o lo había heredado de su padre.

–Sí –fue todo lo que De Santis dijo.

–Una obra de arte ¿no le parece?

–Ajá.

–Los hace Troxler.

De Santis jamás había escuchado hablar de esa marca, pero como no sabía nada de relojes, excepto que debían dar la hora –cosa para la que ese reloj parecía particularmente incapacitado–, optó por no responder.

–Sabe del tema porque fue policía –prosiguió Rolando.

De Santis se sentía cada vez más confundido. ¿Lo estaría cargando este tipo?

Don Rolando era un hombre muy serio y formal, todo un señor, incapaz de tomarle el pelo a uno, aunque le había conseguido la cédula de un tal Gilberto Gómez…
–La verdad, no entiendo cómo puede funcionar –dijo finalmente.

Para su sorpresa, Rolando tomó su respuesta con toda naturalidad: asintió y alzando el reloj en su mano izquierda, con la derecha agarró un lápiz de punta esmeradamente afilada, que usó como minúsculo puntero.

–¿Ve este tope que Troxler le ha soldado acá?

De Santis vio.

–Cuando la aguja hace contacto con el tope, se cierra el circuito y la corriente eléctrica acciona al detonador…

–Que explota –acotó De Santis, que había comprendido– ¡Siempre explota!

–Pero de este modo podemos darle hasta 55, 56 minutos de tiempo (por prudencia, le aconsejaría que ni un minuto más), como para que la explosión no dañe a nadie.

–No, a mí no me dé ni 55 ni 56 ni nada. Yo ya hice lo mío. Además, el General quiere que saque a Jorge Antonio de la cárcel.

Rolando asintió.
–En eso estamos. Pídale un poco de paciencia.

–Cómo se ve que no lo conoce –bufó De Santis–. Cuando se pone cargoso no hay quién lo aguante.

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