FRITOS y en el cepo, así están los españoles (y los griegos, y los portugueses)

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«Da igual qué partido esté en el gobierno, socialdemócrata o conservador. No es un problema de ‘clase política’. El problema, más bien, es que no hay margen para hacer otra política que no consista en planes de ajuste destinados a frenar los ataques especulativos contra la deuda pública nacional, ataques que por lo demás son incentivados por el diseño institucional del euro. Es imposible imaginar ahora en España que un partido llegara al poder y pudiera hacer una política económica y social muy distinta, dadas las restricciones a las que se enfrentaría.»

Democracia real y formal

Ignacio Sánchez Cuenca (profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor del libro Más democracia, menos liberalismo) / Publicado en Dominio Público de Madrid (blogs.publico.es)

Ya han surgido críticas por el empleo de la expresión «democracia real» en el manifiesto del nuevo movimiento de protesta formado por los colectivos más afectados por la crisis. Algunos se escandalizan de que pueda contraponerse la democracia real a la formal. ¿Acaso la democracia de la que disfrutamos no es real? ¿Qué quiere decir entonces «real»? ¿Es que la democracia es algo más que las reglas que la constituyen y que garantizan la igualdad política de todos los ciudadanos y la celebración periódica de elecciones?

En una democracia, todo el mundo tiene el mismo derecho a participar en la esfera política. Además, los derechos de reunión, asociación y libre expresión permiten que los ciudadanos puedan organizarse políticamente, puedan expresarse y protestar y puedan recibir información libremente. La principal decisión colectiva que toma el pueblo es la elección de sus representantes que, a su vez, se encargan de formar un gobierno.

Todo en este sistema institucional está encaminado a que los representantes actúen según las preferencias mayoritarias en la sociedad. Eso es el autogobierno: que las decisiones políticas se tomen en función de lo que la gente quiere y no de lo que quieren los sabios, los poderosos, los aristócratas o cualquier otra élite. Si el autogobierno no tuviese valor alguno, se podría elegir a los representantes mediante sorteo.

La democracia formal es aquella en la que funcionan las reglas institucionales que definen el sistema, pero que no produce autogobierno. Hay elecciones, hay partidos con posiciones ideológicas diversas y se garantizan los derechos políticos básicos, mas el Gobierno no es capaz de gobernar siguiendo el parecer de la mayoría social.

Creo que, en el fondo, la protesta que está produciéndose estos días se dirige al déficit de autogobierno que padece nuestra sociedad. Este déficit es causado por dos factores muy distintos.

Por un lado, la corrupción, que tiene un efecto corrosivo brutal, sobre todo en tiempos de crisis en los que tanta gente pasa penurias. La corrupción rompe el vínculo representativo, pues el político actúa en beneficio propio o en el de su partido y no en beneficio de la sociedad. Es cierto que la corrupción está hoy enquistada en el nivel autonómico y municipal y no en el Gobierno central, pero teniendo en cuenta los recursos y competencias de los gobiernos autonómicos, esta constatación sirve de poco consuelo.

En la medida en que los partidos hagan la vista gorda ante los casos de corrupción que tienen en sus filas o no tomen medidas efectivas para evitar estos fenómenos, se produce un desafecto que se traduce en decepción con la «clase política». Se supone que otros políticos, con otros niveles de exigencia, actuarían de forma distinta. Hay algo de ilusorio en esa pretensión, pues los políticos reaccionan sobre todo a los incentivos que tienen. Si la ciudadanía se vuelve más severa y se informa mejor y si se reducen las posibilidades de incurrir en prácticas corruptas mediante reformas institucionales adecuadas, esta misma clase política que hoy tenemos se volvería algo más «virtuosa».

Por otro lado, hay también déficit de autogobierno porque los gobiernos del área euro se han quedado sin margen de maniobra para responder a la crisis. La política monetaria está en manos del BCE, que es independiente, pero responde sobre todo a los intereses de Alemania. Los países no pueden devaluar. Y el déficit público y la deuda que se genera como consecuencia de la caída de ingresos producida por la crisis no son sostenibles dado el perverso diseño institucional de la Unión Monetaria. Todo esto se traduce en políticas de ajuste dañinas que se imponen como un dictado en los países afectados. Otros países fuera del área euro, como Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón, tienen dificultades parecidas o incluso mayores en términos de déficit y deuda pero no están sometidos a los ajustes que requiere el sistema de gobierno de la Unión Monetaria.

En este sentido, da igual qué partido esté en el gobierno, socialdemócrata o conservador. No es un problema de «clase política». El problema, más bien, es que no hay margen para hacer otra política que no consista en planes de ajuste destinados a frenar los ataques especulativos contra la deuda pública nacional, ataques que por lo demás son incentivados por el diseño institucional del euro. Es imposible imaginar ahora en España que un partido llegara al poder y pudiera hacer una política económica y social muy distinta, dadas las restricciones a las que se enfrentaría.

En estas condiciones, en las que España y otros países de su entorno parecen atrapados en situaciones imposibles como las que han experimentado muchos países emergentes en el pasado, no puede sorprender que surja la protesta por la pérdida de autogobierno democrático. Nos metimos en la aventura del euro. El experimento no ha funcionado como se esperaba, pero en lugar de reformar el sistema de gobierno del euro se obliga a los países de la Unión Monetaria a llevar a cabo planes de ajuste y reformas liberales que perjudican a grandes capas de la sociedad. Es lógico que en estas condiciones se reclame una «democracia real», una democracia en la que el autogobierno vuelva a ser efectivo.


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