Olvido y silencio de Julián Grimau
POR GREGORIO MORÁN / LA VANGIUARDIA
Hay un poema impresionante de César Vallejo, como todos los suyos, que se refiere a un cadáver, el del desconocido miliciano Pedro Rojas, que estaba «lleno de mundo». A Julián Grimau le ocurrió exactamente lo contrario. Decía, digo, que César Vallejo, el Inmenso, tiene un poema en el que se refiere a un cadáver lleno de vida, que es lo mismo que estar pletórico de mundo. Pues bien, yo voy a escribir sobre un cadáver lleno de muerte, porque todo lo que rodeó los últimos meses de su vida no fue más que un cruel descenso hacia al cadalso.
Resulta difícil imaginarse a esas asociaciones dedicadas a la celebración de la memoria histórica, a los grandes acontecimientos que conforman nuestro presente y que son analizados y evaluados como si se tratara de diamantes en el mercado de Amsterdam. Ese muerto ¿es nuestro o del enemigo? ¿Nos ayuda o nos perjudica? ¿Es bajo en calorías políticas o puede provocar reacciones airadas? Los muertos más útiles en el terreno de la cultura son aquellos que produjeron mucha obra, fallecieron pobres y dejaron viudas. En el caso de los militantes asesinados, ocurre lo contrario. Las viudas sobran porque siempre tienen la tentación de levantar la alfombra y las alfombras están para que se las pise. Evite usted levantar las esquinas.
¿Quién se acuerda ya de aquel policía republicano que fusilaron una madrugada del día 20 de abril de 1963 en los descampados del cuartel de Wad Ras, nombre exótico que designa la paramera que rodea Madrid, hacia el barrio de Campamento? Se llamaba Julián Grimau y era un tipo común, sabía leer de corrido, incluso tenía una cultura, su padre ya había sido madero de oficina y él había entrado en el Cuerpo y se había hecho policía. Estábamos en plena II República. Estalló la guerra y él, que procedía de clase media, votante republicano, entre Casares Quiroga (conocía bien Galicia) y Manuel Azaña, se afilió al Partido Comunista. Entre aquella patulea de conversos radicales dispuestos a poner en la cuneta a todos los enemigos de clase, empezando por la portera, Julián Grimau era un profesional del Cuerpo de Policía republicano. Ascendió como la espuma. En Barcelona se ocupó de la Quinta Columna. No olvidemos que el gran Cambó estaba dando apoyo al enemigo y los demás habían huido, si habían tenido suerte, a San Sebastián o a Burgos. Se mató mucho.
Lo que viene luego es muy sencillo. El exilio, México, Cuba y la larga espera a que el Partido Comunista se acordase de él cuando le necesitara. Como se iban achicando los espacios de la militancia, ya no quedaba gente que enviar al interior; muerte segura o cárcel de por vida. El ínclito mitinero del exilio, felizmente olvidado, González Jerez, tenía un acento caribeño y un rostro de cemento armado, pero cuando le dijeron que fuera a España para cubrir las bajas de la represión (un trabajo para suicidas sin pretensiones), dijo que no. Julián Grimau aceptó. Era un militante. Llegó a España en 1957, en los prolegómenos del gran levantamiento contra la dictadura, la huelga general política que pronosticaban Carrillo y Claudín.
Habría que reconstruir los años de Julián Grimau en España, desde 1957, que llega a Barcelona, y luego en Madrid, a donde le ordenan que se desplace en 1959, hasta su detención el 7 de noviembre de 1962. Recuerdo perfectamente el sitio porque me lo repetía un viejo militante cada vez que pasábamos por allí. La plaza Manuel Becerra, al lado de un parque coqueto y amable que nos servía para charlas, sin llamar la atención. Grimau tenía que hacer de todo, no es como en las novelas: transcribía mensajes, los leía tras pasarlos por la plancha, iba al libro convenido de claves, se arriesgaba por las mañanas en las fábricas de Méndez Álvaro para entregar los paquetes de panfletos, y se recogía por las tardes, algunas reuniones, y como todo clandestino que se precie se metía después de comer en un cine de barrio para ver las sesiones dobles, mientras amagaba una siesta. Vida clandestina, topos urbanos.
Pero aquel día en la plaza Manuel Becerra tenía el contacto con Lara, un currante. Un veterano, nada de un confidente. Siete años de cárcel tenía en su haber. Había soportado las torturas de la época, las de verdad, nada de película, y de su boca no había salido nada. Francisco Lara, un militante de honor hasta ese día cuando le pillaron tirando panfletos y le achucharon. Una sórdida historia más común de lo que la gente estaba dispuesta a creer. ¡Se casaba su hija! Cómo no iba a estar él en la boda de su hija. Esa vergonzosa debilidad que nos concede la vida y nos la arruina. «Si me dejan asistir a la boda de mi hija, les puedo decir algo». Me avergüenza hasta contarlo. Unos sicarios policiales dispuestos a matar a su madre, si es que sabían quién era, ante un guindo que les promete una entrega si le dejan asistir a la boda de su hija. Es obvio añadirlo, no asistió a la boda de su hija, pero un tipo delgado, de aspecto anodino, fue detenido apenas subió en la parada de Manuel Becerra, junto al jardín coqueto y con el fondo del coso de las Ventas. «Soy del Partido Comunista, soy del Partido Comunista», gritó cuando se dio cuenta de que le habían pillado. No evitó que le forraran en el mismo autobús. Era el 7 de noviembre de 1962.
Pero lo más curioso es que la policía no tenía ni puta idea de a quién acababa de detener. Cuando lo dijo en la dirección general de Seguridad, Puerta del Sol, hoy museo, tampoco avanzaron mucho, pero cuando echaron mano de los dossiers descubrieron que se trataba de un madero, un madero del enemigo, un descubridor de quintacolumnistas en Madrid y Barcelona. Le dieron tantas hostias, le infligieron tantas humillaciones, que al final lo tiraron por una ventana a ver si se moría y se quitaban al muerto de encima. Pero resistió y se convirtió en una de las leyendas más importantes de la historia del antifranquismo. El comunista Julián Grimau se hizo como un verso de Vallejo: Un cadáver lleno de vida.
Para Santiago Carrillo y la dirección del PCE en París, fue la ocasión para ocupar el espacio que les habían retirado las demás fuerzas de oposición, dispuestas a todo tras el llamado Contubernio de Munich. Demostraba la presencia valiente hasta la temeridad del PCE, que en las huelgas mineras asturianas del 62 había estado ausente –su dirección había caído unos meses antes–. Y sobre todo consagraba que el enemigo que batir por parte del franquismo era el comunismo, que le servía de tapadera y de acicate. La de Julián Grimau fue la campaña internacional más importante de la historia del antifranquismo.
El consejo de guerra. Una parodia que alcanzó la mascarada. El juez togado, entre aquellos pistoleros uniformados desde la guerra, era un falsario. Se llamaba Manuel Fernández Martín y había hecho un par de cursos de Derecho en Sevilla y ganado la guerra; un estafador que había encontrado su oportunidad para rehabilitarse ante aquellos caballeros. Se lo cobró, vaya si se lo cobró.
Se hizo legendaria la protesta de Manolo Sacristán ante la fuente de Canaletas y el chaqué de don Ramón Menéndez Pidal para visitar al Caudillo y pedirle clemencia. Se lo tuvo que quitar cuando se enteró de que ya no valía la pena, y que a las cinco y media de la madrugada un pelotón de soldados, en las afueras de Madrid, le habían dejado como un colador. Hay quien aseguró que fueron necesarios tres tiros de gracia; sospecho que por inexperiencia.
El ministro Fraga Iribarne, que denominaba al muerto «ese caballerete», ayudado por su cuñado, Robles Piquer, y por el tándem cerebral de Jiménez Quílez y Martín Gamero (futuro ministro), editó un libro anónimo, sin pie de imprenta, pero del que se publicaron miles de ejemplares, titulado Grimau, crimen y castigo. Sin todo esto es imposible acercarse a la mitología de la transición democrática. Medio siglo después resulta imprescindible explicar por qué Julián Grimau fue un cadáver lleno de vida. La guerra no había terminado.
Gregorio Morán es un columnista habitual en el diario catalán La Vanguardia. Veterano resistente y luchador político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo.