U-9. La muerte de un verdugo y un texto de Luis Salinas (a) «Piraña»
No podían «solucionar este problema» aplicando el método que habían decidido utilizar de modo generalizado: hacer desaparecer a la persona negando la existencia del hecho. Eran muchos miles, su desaparición masiva hubiera sido inocultable e impresentable ante el mundo, ni aún en sus primeros tiempos estaban en condiciones de afrontar semejante costo político.
Entonces diseñaron otra estrategia. Organismos de inteligencia militar, con la colaboración de penitenciarios, clasificaron a los presos en tres categorías: recuperables (muy pocos), difícilmente recuperables (la gran mayoría) e irrecuperables (los señalados como dirigentes). En consecuencia, de marzo a diciembre del 76 se hicieron traslados masivos redistribuyendo en las cárceles de hombres y mujeres de todo el país a los presos políticos según esta estrategia.
La Unidad 9 de La Plata, con este propósito, fue casi vaciada de los presos llamados «comunes» salvo los pocos que permanecieron para hacerlos trabajar en la cocina y tareas de mantenimiento. Hay que recordar a estos hombres que corriendo riesgos ayudaron a los presos políticos a romper el aislamiento con las comunicaciones internas y las noticias. Este penal se convirtió en uno de los principales centros del movimiento de los prisioneros legales, y sus autoridades reemplazadas por penitenciarios adoctrinados para la aplicación de un plan sistemático de destrucción psíquica y física, tarea a la que algunos se dedicaron con más vocación aún que la ordenada por los militares.
El 13 de diciembre del 76 el director Abel Dupuy ordenó una violenta requisa con apaleamiento general de la numerosa población de presos políticos y robo de las pertenencias: todos los libros fueron quemados en una hoguera frente a la cárcel. Fue entonces que tomaron protagonismo algunos de los oficiales que estarían más comprometidos en los abusos cometidos: Rivaneira, Fernández, Perata, García, Guerrero…
En enero de 1977 separaron a los considerados «irrecuperables» alojándolos en los pabellones uno y dos de este penal, que los mismos oficiales llamaban «Pabellones de la Muerte».
En los días siguientes ejecutaron los primeros fusilamientos, que despertaron un clamor de denuncias y reclamos internacionales, quedando ese grupo de condenados de hecho en la mira de todos los organismos de derechos humanos, costo político insoportable para el gobierno de las fuerzas armadas.
Mantuvieron entonces el plan latente, matando algunos más de a poco y con distintos pretextos, y accionaron secuestrando y asesinando a muchos familiares de los que habían sido encarcelados en su lucha por una Argentina más justa y aún en las peores condiciones mantuvieron la firmeza y los principios.
La solidaridad de los familiares fue el principal apoyo para la vida y la dignidad de los presos políticos. Sus denuncias sobre el peligro inminente de exterminio en los Pabellones de la Muerte y el trato brutal generalizado llegaban a instituciones, foros, gobiernos y prensa internacional, y golpeaban en el punto más débil del gobierno militar, obligándolo a limitar o postergar sus acciones.
Pero en la Argentina del Terrorismo de Estado las madres y hermanas eran presas fáciles. Se llevaron a tantas que no aparecieron más… y negaron cínicamente estos haberlo hecho. Los jueces federales miraban para otro lado.
Treinta años después la situación se ha invertido, aquellos generales y almirantes otrora todopoderosos están repudiados por la sociedad, muchos condenados por sus crímenes y sus colaboradores subordinados, procesados o investigados, mientras los ex-prisioneros sobrevivientes han desarrollado su vida positivamente, ocupando muchos de ellos lugares de gran reconocimiento social. No ha habido ni una sola venganza personal. El Día y la Noche.
Pero 2006 no es el fin de la Historia, y recordar el pasado en esta cárcel debe alertar sobre estos ámbitos que siguen siendo propicios para la violación de los Derechos Humanos. Debemos apoyar los esfuerzos de quienes trabajan para que las instituciones penitenciarias cumplan el rol que la Constitución les asigna, y desterrar definitivamente las prácticas que hoy repudiamos.