Uruguay: Un paso hacia la verdad

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El caso del malvinero (por Malvín, el barrio montevideano de los veranos de mi infancia) tiene mucho que ver, como se verá, con la aparición o no de los restos de Claudia Garcìa Iruretagoyena de Gelman. Quizá con Aguerre de jefe del Ejército, aparezcan de una buena vez. Ojalá. JS   

Ya es algo

JORGE BARREIRO / DUDAS RAZONABLES

El hallazgo estos días de los restos del maestro y periodista Julio Castro, desaparecido en 1977 durante la dictadura, ha permitido confirmar algunas sospechas y provocado algunas reacciones que no deberían ignorarse. Tardías la mayoría de ellas, como ocurre también con la pretensión oficial de hacer justicia y conocer la verdad de lo ocurrido en aquellos años.

Entre las constataciones, una nada menor es que la aparición del cuerpo de Julio Castro con un balazo en la cabeza demuestra que las ejecuciones sumarias de algunos desaparecidos no fueron una excepción a la regla de las muertes por excesos en la tortura. El caso de Castro pone en entredicho la extendida creencia de que todos los desaparecidos uruguayos murieron como consecuencia de las brutalidades de sus torturadores, que luego no tuvieron mejor ocurrencia que deshacerse de sus cuerpos para no dejar rastros de los tormentos a los que los habían sometido. No es que matar a alguien en la tortura exculpe al responsable o mitigue la gravedad de ese crimen, como al parecer sugieren quienes se resisten (o resistieron) a admitir que en este país sí hubo fusilamientos, tiros en la nuca y salvajadas semejantes. Lo que quiero decir es que además de torturar sistemáticamente a los detenidos, a los militares no les tembló la  mano cuando tuvieron que pegarles un tiro en la cabeza a algunos de ellos.

La famosa y difunta Comisión para la Paz pergeñada por el presidente Jorge Batlle para conocer la verdad sobre lo ocurrido con los desaparecidos había concluido hace unos años, gracias a la información suministrada por militares retirados, que Julio Castro había muerto en la tortura y que sus restos habían sido incinerados y enterrados o arrojados al mar. De modo que ahora también constatamos que, no satisfechos con sus crímenes, los responsables cometieron una fechoría más: mintieron y siguen mintiendo acerca del destino de los cuerpos de los desaparecidos. Treinta años después de esas muertes, y con todas las garantías para revelar anónimamente, y sin riesgos, información que pudiera llevar algún sosiego a las familias de las víctimas, volvieron a mentir. Es muy probable que los informes suministrados cinco años después por los comandantes de las tres fuerzas militares al presidente Tabaré Vázquez también hayan consistido en la misma burla cruel. Después de todo, los resultados de meses de excavaciones en predios militares han arrojado resultados poco significativos.

Lo que de ninguna manera puede catalogarse de poco significativa es la reacción del actual comandante en jefe del Ejército, general Pedro Aguerre, al hallazgo del cuerpo de Julio Castro. Aguerre compareció ante la prensa, junto a todos los generales en actividad para que no quedaran dudas, y dijo que el Ejército que dirige no amparará a asesinos y criminales, que su fuerza no es una horda o un malón, que sus miembros deben colaborar con las investigaciones sobre el destino de los desaparecidos y respetar las convenciones sobre derecho humanitario y las reglas en tiempos de guerra. El contraste con las justificaciones, eufemismos y autoexculpaciones de sus predecesores es enorme. Hasta hace pocas semanas, cuando el general Aguerre asumió el mando del Ejército, la alta jerarquía militar siguió poniendo en duda la existencia de los delitos denunciados y verificados y/o amparándose en inciertas agresiones foráneas y marxistas para justificar la violación de la ley y de los derechos humanos.

Es cierto que esta reacción del comandante del Ejército es tardía. También lo es que el reconocimiento de los desmanes no es explícito y que aún se echa en falta en este país un general en actividad con el coraje suficiente como para admitir ante la sociedad entera, y con todas las letras, que las Fuerzas Armadas como institución, no alguno de sus miembros que perdió «los puntos de referencia», como se dijo en algún momento, torturó a miles de detenidos, mató o desapareció a centenares de personas inermes (no en combate), violó las leyes y que eso no debió ocurrir, que no volverá a ocurrir, porque ningún militar puede ampararse en órdenes superiores si esas órdenes son manifiestamente ilegales, y que quienes cometieron esos crímenes deben ser condenados. La magnitud de lo ocurrido durante la dictadura en este país exige llamar a las cosas por su nombre y, en ese sentido, las declaraciones de Aguerre siguen teniendo gusto a poco. Va de suyo también que, para que resulten creíbles, las palabras del comandante deben estar acompañadas por hechos. De modo que pronto veremos cuánto ha cambiado y cuánto pervive en nuestro Ejército.

Sin embargo, aunque resulte increíble que diga que desconoce la existencia de pactos de silencio entre los asesinos y que la orden que dio a sus subordinados de colaborar con la justicia sea de obediencia incierta, sería políticamente miope no darle a su discurso la importancia que tiene. Al escuchar al general Aguerre, he tenido la sensación de que por primera vez en treinta años un jefe del Ejército no justifica a la dictadura ni apaña a los criminales.  Ya es algo.


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