En el minuto 120, cuando quedaba uno, el arquero argentino tenía la pelota. Podía patearla al terreno contrario para un último intento; la guardó para dejar pasar el tiempo –y yo creí que había entendido algo.
Quizá somos esto; quizás el error –tan argentino– de muchos argentinos fue haber creído que podíamos ser otra cosa: una que, en principio, parecía mejor.
(…)
Después, ya en el suplementario, las chances de Palacio y de Maxi, que tampoco supieron concretar. Y enseguida el arquero guardándose la pelota, dejando pasar ese último minuto por si acaso.
Fue entonces cuando pensé que había entendido por fin esa obviedad: lo que queremos no es jugar al fútbol, es ganar el Mundial. Que creemos que podemos ganarlo haciendo esto porque no creemos que podemos ganarlo haciendo lo otro: defendiendo porque no atacando, temiendo porque no asustando. Quizá sea cierto: quizás, una vez más, nos creímos que éramos más que lo que éramos –y, de nuevo, la realidad nos cayó encima. No creo que me guste, pero ese tipo de verdades nunca gustan: para bien y para mal, esto es lo que somos. Aunque suene amargo –y no dé cuenta de mis saltos, de mis gritos, de mi gozo.
Ganamos, llegamos: Romero fue la síntesis. Criticado, dudado, fue el héroe defensivo que llevó a la Argentina a la final. Justo después de los abrazos, los cantos y los llantos, un periodista le pidió que mantuviera la cábala: que no se afeitara: No, no me afeito ni en pedo –dijo él, todo sonrisa–; aunque sea horrible yo sigo, loco, sigo.
Genial pamplinas, con el tono que sea, gran escritor y cronista Martín