El fenómeno Fantino y una nueva generación de políticos commodities
Le Monde diplomatique
Nro 172 – Octubre de 2013

Televisión, popularidad y política
Animales sueltos
El panorama electoral está dominado por una nueva generación de políticos: la generación intermedia, integrada por Daniel Scioli, Sergio Massa y Martín Insaurralde. Expresan, en tiempos de sobrecarga ideológica, el triunfo del hombre común, y han encontrado en el periodista Alejandro Fantino a su narrador estrella.

Alejandro Fantino, ex relator de Boca Juniors en radio Mitre, dispara el mito de un chico del interior, un hijo más de la patria agraria que migró a la ciudad y se fue a vivir a su centro: la calle Florida. Hijo único de una familia de origen piamontés, criado en San Vicente, provincia de Santa Fe, y renegado de la educación militar (de la que huyó a los 13 años), conoció Buenos Aires caminándola. Y logró un punto: una señora que lo usaba de acompañante, le regalaba ropa, el potrillo se dejaba mimar (aunque la señora no usaba «su lomo», según confesó en su programa Animales sueltos, de lunes a viernes a la medianoche por América).
¿Qué queda de la inocencia de pueblo? Casi todo en sus ojos: celestes, redondos, se abren más mientras la mandíbula pende cuando escucha y algo lo sorprende… Es que el formato de su programa es ideal: Fantino junta fauna animal en busca de inocencia. Ese es su contrato con el televidente, que lo sabe de memoria: nadie duda que «ha visto todo» o que «ha entendido todo» (la calle, la noche, el fútbol, el periodismo), pero Fantino busca entre yiros, actrices, mediáticos en ascenso, ex deportistas, psicólogos, «lograr» clima. Llegan disfrazados, pero él les corre el velo con la conversación en su living. La ingenuidad nos hace pensar: «de ahí a Cocodrilo». Y este año Fantino sumó políticos a su formato de intimidad. Sus entrevistas a gobernadores, ministros, senadores, candidatos, cumplen el vértigo de un salto sin red con la salvedad humanitaria de este crack absoluto de la tele: adonde les pide que salten, salta él. No empuja. Agarra de la mano y dice: vamos. Y van.
«De la uva al vino / de la papa al puré…»
Hay una nueva generación política que es la estrella: la generación intermedia, que se sitúa entre la «generación del 70», integrada por dirigentes que dieron sus primeros pasos de militancia en esa década, y la de los jóvenes que se acercaron a la política en los últimos años y cuya organización más visible es La Cámpora (1). La generación intermedia está formada por lo que José Natanson llama «políticos-commodities» (2). Daniel Scioli y Sergio Massa la encabezan, lista larga con casi todos peronistas (Jorge Capitanich, José Manuel Urtubey, Martín Insaurralde). ¿Qué los define? Una imagen de sí mismos que se desprende de sus sonrisas y de sus palabras: parecen buenas personas con ideas dudosas. Niños o adolescentes durante el Proceso, conocieron el peronismo en su versión posmoderna como partido de Estado. Peronistas de poder, no tienen una relación sentimental con la historia de los años 70. Cumplen un solo rito solemne con la pre-democracia: la guerra de Malvinas y sus héroes. La patria es un patio de escuela. Pero Argentina –para ellos– es un conjunto de tribus nómades que luchan por la movilidad, la rapiña y el deseo de tener cosas.
Alejandro Fantino es el espejo periodístico de esa generación. Su ejercicio «de hecho» del periodismo político de la medianoche lo ubica en el corazón de las tinieblas de la fauna política, con un cálido velador para iluminar sus caras, su humanidad. ¿Por qué? Porque sabe preguntar «como si fuera la primera vez». Fantino evolucionó del fútbol al espectáculo y del espectáculo a la política. A su modo, corre en paralelo con otro congénere, Juan Pablo Varsky, gran periodista catequizado en el Colegio Nacional Buenos Aires, cuya proyección también es tentada por la escena de estos años. Es lógico, en el deporte se aprende la tecnología de la política de un modo brutal: el Vaticano de Julio Grondona. Pero Varsky y su formación ideológica lo potencian como un heredero ordenado del periodismo político, ahí donde el mandato obliga a combinar «preguntas de la calle» y el entendimiento de una jerga y una lógica. Fantino, en cambio, funge de primate manejando los tiempos del argentino que se relaciona con lo público parado sobre dos patas: la inocencia frente al futuro (ah, el progreso) y la conciencia de la naturaleza humana y brutal con que se hace «todo esto». Los argentinos somos monos con navajas. Sin embargo, también una escucha atenta de su programa puede distinguir como a «pepitas de oro» la presencia de su vaga formación en las Humanidades. Fantino lee. Lee todo. Es Tinelli con derechos humanos. Tinelli con Sociedad y Estado. Tinelli que sabe dónde queda Weber. Un genio: interrumpe una noche al monstruo policial de Paulo Kablan y le dice: «Claro, el Estado es el monopolio legítimo de la violencia».
«M’hijo el…»
Pero Fantino es un hijo de Doña Rosa. ¿La recuerdan? Ese personaje literario nacido de la mente del mejor divulgador del liberalismo: Bernardo Neustadt. Neustadt conjugó como nadie el destino sudamericano de las ideas liberales hasta que encontraran su caudillo: Carlos Menem. Neustadt hablaba con Doña Rosa. Y Fantino es como el hijo de esa criatura popular, la señora que administraba la plata de su casa, que había vivido con horror los años de las guerras (la guerra sucia, la guerra de Malvinas, las guerras de precios) cuidando el dinero del marido y el destino de los hijos en un país cuya decadencia parecía inevitable, arrastrada por el Estado-elefante. El liberalismo popular en los años 90 propiciaba la lucha por un orden, a la vez que introducía desorden con sus saltos de mercado sin red. Pero mantenía su hegemonía cultural con esa sinfonía que teatralizaba el terror económico: «¿Podemos gastar más de lo que ganamos? ¿Si no lo hacemos en casa, lo hacemos en el Estado?». Los ministros de Economía y las señoras se entendían.
Fantino es un hijo de todas esas reducciones, un cuerpo que explota de emoticones adentro de las camisas de esa gloria textil llamada Siamo fuori (una marca de ropa nacida íntegramente para vestir a futbolistas y periodistas deportivos, patovicas de Kika o noteros de Intrusos) y representa a un adicto al consumo que se pregunta por el consumo. De manera que esa generación política, la que integran los intermedios, y este nuevo fenómeno periodístico son hijos de esa copulación oscura entre Cavallos y Doñas Rosa. Hay que ver las noches de Animales sueltos cuando entrevista al periodista y economista Tomás Bulat, otro de dicción fácil. «Tomi: ¿cuántas tarjetas de crédito hay que tener?». Y Tomi le dice: «Tres, Ale, y te digo por qué…». Y la boca abierta de «Ale» durante la explicación produce ese instante de televisión-verdad: Fantino escucha algo que les interesa a millones. Y los millones anotan en su libreta mental el número tres. Tres tarjetas, mamá, ¿oíste? Fantino actúa del «estúpido de la economía» en proceso de entender las formas inteligentes del consumo. Porque viene del sentido común y entra a la política, un monte donde las palabras tienen espinas: corpo, conflicto, batalla cultural, y donde también se dicen apellidos duros: Magnetto, Vila, López, Brito, Eskenazy. Él hace puente entre minoría intensa y mayoría silenciosa, esas dos ficciones tan complementarias. Lo hace cuando dice: «¿Vos estás diciendo que…?». Su acuerdo con el entrevistado empieza así: yo no sé nada, yo sólo me pregunto cosas, vos explicámela. Contame lo que se puede contar, les dice sin decir para que la comodidad sea total. Para que ir a la tele sea como ir de la cama al living.
La política llegó ahí fruto de los «excesos» kirchneristas y de los compromisos colaterales: nadie duda que Fantino es uno de los soportes firmes del empresario Daniel Vila, dueño del canal. Su espectáculo de mirar con extrañeza la Argentina árida, la pelea de los grandotes del pabellón, tiene su resultado. Fantino le preguntó a Insaurralde «¿qué es la batalla cultural?» como si de golpe hubieran bajado la música en el VIP, como en el Chavo del 8, y la pregunta queda flotando a merced de una respuesta vaga. Insaurralde está vestido de soldado de una guerra en la que no cree.
«Ni en pedo…»
Fantino le habla a Insaurralde, une su perfil al de Massa y Scioli, les dice: «Ustedes no parecen políticos, son sapos de otro pozo, se empilchan de otro modo, no te tiran ideología sobre la mesa». Habla de sí mismo, el otro es simplemente su espejo. Le dice a Insaurralde: «¡Vos arrancaste de concejal suplente de Lomas de Zamora!». Fantino nunca será Marcelo Bonelli, ni Joaquín Morales Solá. Otra noche habla de las re-reelecciones con Massa, que le pregunta: «¿Ale, vos te imaginás haciendo el mismo programa dentro de diez años?». «Ni en pedo», responde, con media sonrisa. Y en eso creen que tenemos que creer: que en un momento se embolan y se van. Ese es el mensaje del momento: la ideología construye mesianismos, los monstruos de la eternidad. O como dicen que dijo Macri: »Si no te aburre una sesión del Congreso sos un anormal». La confianza que exponen es laxa. Por eso la Curia los quiere: porque no pisan con «ídolos» el campo de lo trascendente.
Los códigos de sus entrevistas se privan del morbo moral: no quiere conocer los negocios del poder, el descenso al «nido de víboras», sino las instancias del ego, su intimidad. Fantino no es Lanata. Aunque sabe lo mismo que sabe Lanata. Es un humano sin dedito levantado. Quiere conocer la vida de los políticos, y que sean como esas películas de los años 80 en las que actuaba Michael Fox, o una que pasan una madrugada por TCM donde el bueno se lleva a la linda. Insaurralde está solo en su casa. Es el sábado de cierre de listas. Suena el teléfono. Le pasan con la presidenta. La atiende. Está nervioso. Y esta vez no la tutea. Me imagino por qué me llama, señora presidenta –le dice. Sonríe. La luz se funde sobre los dientes blancos de esa sonrisa. Y viajamos en el tiempo: hacia atrás y hacia adelante. Al niño Martín y al hombre de Estado. O esta otra película: Massa sale de La Ñata, la casaquinta de Scioli, manejando solo. Habló con Daniel, hablaron a solas. Víspera de cierre de listas. Maneja y piensa: no va a jugar. Son dos hombres solos.
¿Es verdad? Es nuestra versión de la versión estadounidense del éxito: ¡el triunfo de los comunes! Si la presidencia inicial de Kirchner apelaba a la idea de un país en serio, y eso quería decir apelar a una normalidad de justicia y equilibrios sociales, diez años después asoma una generación de políticos serios y normales, con equilibrios psíquicos. Y su narrador: Alejandro Fantino. Al que Massa le dice «Ale» porque quiere que todo el mundo se entere de que hablan como si esa cámara no estuviera encendida.
Cuerpos
Ensayemos un final: Scioli flota herido en su carrera legendaria, aquella en la que perdió el brazo, en el año del paradigma: 1989. El cuerpo en el agua. Ese agua es un útero, a su modo. Agua de otro origen para el hijo de los electrodomésticos y los años dorados de Alfonsín: nacerá un político del cuerpo del motonauta dañado. Los que lo asisten buscan el brazo. «Olvídense del brazo», dice Daniel, entre sollozos. Concéntrense en la herida, quiere decirles. El brazo ya no existe, es un nudo de tendones rotos. Cierren la herida. El origen de esta generación está en ese cuerpo que flota casi deshecho. Decisiones así –pensaría Daniel, tiempo después– construyen el mérito para subir a la cima del Estado. ¿Qué puede ser el poder sino una prueba así: «Córtenme el brazo que la carrera sigue»? Alguien que arroja su propio pellejo al Paraná. La estructura de Fantino le apunta al corazón: Quiero llegar ahí, a que me cuentes el momento, el instante en que decidís que es mejor perder el brazo. La generación anterior, la del 70, mantiene un drama con los cuerpos. Con los cuerpos en el agua. La Historia trágica: cada cuerpo es parte de un cuerpo colectivo, un ADN, células de identidades que se diseminan, un cuerpo social en el agua. Pero la generación intermedia tiene su noche minúscula, su campo de batalla en la medicina y la historia personal: el paisaje empieza y termina ahí: cuerpo individual. (Insaurralde y el cáncer juegan a lo mismo.) ¿Qué flota en el silencio de ese brazo perdiéndose para siempre? Concéntrense en la herida, dice Daniel, el político intacto que empieza a nacer en los pulsos de esa sutura. En cada sutura nace el político. Su cuerpo puede ser desarmable. El buzo táctico de la ideología se hunde en el río en busca del brazo perdido. El dueño del brazo ya no está en el brazo. Siamo fuori. Luz ahí: el brazo de Scioli es la historia bíblica de la generación intermedia. Y Fantino en su registro de tercer tiempo: Contame todo de nuevo, contame qué es perder un brazo, aprender a escribir y a comer con la otra mano…
1. Martín Rodríguez, «Tercer tiempo», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2012.
2. José Natanson, «El discreto encanto de los ‘políticos commoditie'», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, septiembre de 2013.
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