El retrato de la desgracia
Por esa época (ya estamos en los años ’30) se produce en París una reacción de varios pintores contra los experimentos de vanguardia. La decisión es menos estética que ideológica: soplan vientos nauseabundos en Francia.
La prensa nacionalista da a esos pintores el título de “La Vuelta al Orden”, que es lo mismo que piden políticamente: expulsión de inmigrantes judíos y bolcheviques, retorno “a los valores franceses de siempre”. Pese a los reparos de Derain, que no comparte uno solo de los ideales de esos pintores, la prensa lo pone a la cabeza del movimiento y lo usa como ariete para fustigar a los vanguardistas, casi en los mismos términos en que Hitler habrá de dividir poco después el arte en “degenerado” y “excelso”. Derain se va de París a un pueblito de las afueras llamado Chambourcy, pero de poco le sirve el cambio de aire: los nazis invaden Francia, la Gestapo le hace saber al pintor que ha sido elegido para integrar la comitiva de artistas franceses que el Führer quiere conocer en Berlín.
Derain contesta que ya no pinta, y mucho menos viaja, pero la Gestapo insiste con la delicadeza que la caracteriza. Poco importa a los franceses que en ese viaje Derain se negara a hacerle un retrato a su admirador, el canciller Von Ribbentrop, y que pidiera (en vano) por sus compatriotas deportados. Terminada la guerra, Derain es acusado de colaboracionismo y, si bien será exonerado de los cargos, su nombre quedará manchado hasta su muerte en 1954.
Retrocedamos ahora veinte años, al momento en que Derain es arrastrado por Picasso, siempre atento a los escándalos, a la primera muestra de Balthus. Ante la reacción incendiariamente adversa, Derain decide dar su apoyo al joven pintor comprando uno de sus cuadros (Picasso promete hacer lo mismo, pero después se olvida, o se arrepiente). En agradecimiento, Balthus se ofrece a pintarle un retrato. Derain le da largas al asunto, pero permite al joven pintor que lo contemple trabajar en su atelier. Los expertos dicen que esas jornadas fueron decisivas para Balthus y él mismo aseguró hasta su muerte que la razón por la cual era tan lento y obsesivo para pintar era porque quería dar a sus cuadros el virtuosismo que Derain conseguía darle a los suyos casi sin esfuerzo. Pero en 1936, cuando Derain acepta por fin posar para Balthus, su moral está en baja. El evento de la temporada es un libro llamado Pour et Contre Derain, en el que una veintena de críticos cuestionan el viraje de su pintura y lo declaran acabado. Con ese estado de ánimo concurre diariamente a posar, durante cuatro meses, al atelier de Balthus. El resultado es uno de los mejores retratos del siglo, pero involuntariamente dio el golpe de gracia a la reputación de Derain, cuando Balthus lo incluyó en su primera exhibición en París después de la guerra.
Admirador del famoso retrato que había hecho Picasso de Gertrude Stein, Balthus dio a su Derain la misma imponente altivez. Y, fiel a su inveterada pasión por las nínfulas, incluyó en el fondo del retrato a una modelo y amante ocasional de Derain. A causa de su proverbial lentitud para pintar, Balthus incluyó a la modelo en el cuadro cuando Derain ya había dejado de posar. Se trataba de una jovencita judía llamada Sonia Mossé, deportada por los nazis y gaseada en Auschwitz. Cuando Balthus exhibió el cuadro en 1946, su recuerdo estaba aún fresco en la memoria de los artistas parisinos y la altivez de Derain en el cuadro fue interpretada como desprecio por la suerte que habría de correr su modelo. La terrible ironía del asunto es que Balthus había pintado a la modelo equivocada: la que trabajaba habitualmente para Derain se llamaba Raymonde Klaubniche, pero compartía pensión con la pobre Sonia Mossé y envió a ésta al atelier de Balthus porque tenía otro trabajo mejor pago.
Derain ya no volvió a París, ni volvió a exponer hasta su muerte. Da escalofríos comparar el último de los autorretratos que pintó con el que le hizo Balthus: nada queda de uno en el otro; no sólo no parecen la misma persona; ni siquiera parecen pertenecer a la misma especie. Aunque Balthus no se atrevió nunca a darle el retrato, siguió visitando a Derain en Chambourcy. En la última de esas visitas, en 1953, le llevó de regalo el ejemplar de los Cuentos Orientales de Marguerite Yourcenar que Derain le había hecho leer en 1937. Derain le pidió que leyera en voz alta el cuento que había sido su favorito en aquel entonces, “Cómo se salvó Wang-Fo”, la historia de un viejo pintor chino condenado por el emperador a que le arranquen los ojos y le corten las manos por pintar el mundo demasiado hermoso; es decir, por falsearlo. El viejo pintor no esgrime ninguna defensa. Sólo pide, antes de que se ejecute la condena, terminar su última obra, un paisaje del mar visto desde la orilla, en el que flota una barca solitaria. Cosa que procede a realizar con tal maestría que el mar se hace realidad y las olas se llevan al emperador y a toda su corte, mientras él se sube a la barca solitaria y se pierde en el horizonte. Cuenta Balthus en sus memorias que, cuando llegó al final del relato, por un instante estuvo convencido de que el horizonte se abriría y el viejo Derain haría un triunfal mutis por el foro junto con el sol poniente, pero los minutos fueron pasando, el sol terminó de ocultarse en el horizonte y, cuando ya había caído la oscuridad sobre ellos, el viejo Derain quebró el silencio para murmurar amargamente al vacío: “Yo no tendré esa suerte”.