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HITLER EN BARILOCHE. Un descubrimiento sen-sa-cio-nal

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Teo

Por Teodoro Boot / Pájaro Rojo

En su novela Deadeye Dick (traducida, según los casos y la imaginación editorial, El francotirador o Buena puntería) Kurt Vonnegut narra en primera persona la historia de Rudy Waltz, un irresponsable muchachito que a los 13 años precipita el derrumbe familiar y la desgracia de su padre Otto, al asesinar a una mujer embarazada mientras ensayaba puntería con un fusil de caza mayor.

En su juventud, el arquitecto Otto Waltz, fanático de las armas y coleccionista de parafernalia militar, había sido el consentido hijo de una familia rica de Ohio que ansiaba convertirse en artista plástico, para lo que no tuvo mejor ocurrencia que trasladarse a Europa.

En Europa, y financiado por tan oportunos como sustanciosos giros paternos, Otto se dio el gusto de llevar la bohemia existencia de un artista pobre e incomprendido.

Quiso la casualidad que, de paso por Viena, Otto decidiera presentarse en la Academia de Bellas Artes llevando una carpeta con sus dibujos.

Dice Vonnegut en la voz de Rudy Waltz:

“Cuando al cabo de dos semanas, mi padre volvió a la Academia, un profesor le devolvió la carpeta y le dijo que su trabajo era un mamarracho. Había ahí otro joven vestido de pordiosero al que también le devolvieron su carpeta con displicencia. Aquel joven se llamaba Adolfo Hitler y era austríaco, de Linz.

”Papá estaba tan disgustado con el profesor que decidió vengarse ahí mismo. Pidió a Hitler que le enseñara algunas de sus obras y, delante del profesor, escogió una al azar y la compró a Hitler, dándole a Hitler, al contado, más dinero del que aquel profesor ganaba en un mes o más.

”Hacía apenas una hora que Hitler había vendido el abrigo para comprar algo de comer, a pesar de que se acercaba el invierno. Es posible, pues, que de no ser por mi padre, Hitler hubiera muerto de pulmonía o hambre en 1910”.

Luego del incidente, Hitler y Otto se hicieron grandes amigos, lo que lleva a Rudy a reflexionar que, pudiendo haber librado a la humanidad del “peor monstruo del siglo XX”, estrangulándolo o simplemente dejándolo morir de hambre, su padre no había tenido mejor idea que convertirse en su inseparable amigo. Y conservar la obra adquirida delante del sorprendido profesor, que durante años estuvo colgada en la cabecera de la cama de sus padres. El nombre del cuadro era “La iglesia de los franciscanos de Viena”.

A diferencia de Otto Waltz, Adolf Hitler realmente existió y es cierto que fue rechazado en la Academia de Bellas Artes de Viena, al igual que otros cientos o tal vez miles de jóvenes aspirantes a artistas que también realmente existieron.

No es posible saber si también ellos reaccionaron tan desproporcionadamente a esa temprana y dolorosa frustración: al fin y al cabo todo lo que querían era convertirse en artistas. Debió habérseles dado la oportunidad de fracasar por sus propios medios.

De todos modos, probablemente no haya existido ningún asesino en masa entre ellos, o si los hubo, su número no ha de haber sido significativo, de manera que fue muy injusto por parte de Rudy culpar a su padre de la mayor de las tragedias de su siglo por el sólo hecho de haberse abstenido de estrangular a su amigo o de no haberlo dejado morir de hambre. En todo caso, si hubo algún culpable ahí, fue el profesor, que también realmente existió y que con su desprecio a las dotes artísticas del joven aspirante, insufló en Adolf Hitler ese sentimiento hostil hacia el academicismo pictórico que, con los años, se constituiría en uno de los más distintivos rasgos de su personalidad.

Durante su estancia en Viena y careciendo de dinero y otro oficio con que solventar su existencia, entre 1908 y 1913 el joven Hitler trabajó denodadamente en su obra pictórica. Produjo más de un centenar de obras, en su mayor parte tarjetas postales y paisajes al gusto de los turistas, la mayor parte de las cuales han sido extraviadas, cuando no fueron incautadas por el ejército aliado, encontrándose en la actualidad en poder del gobierno estadounidense y ocultas en algún lugar secreto, posiblemente Fort Knox, a juzgar por los elevados precios que, con los años, sus obras alcanzaron en las subastas.

Aun así, no todas las obras de Hitler de las que no se apoderó el gobierno estadounidense se encuentran en manos de adinerados coleccionistas europeos.

Días atrás, el develador de nazis patagónicos Aber Basti, quien sostiene que el incomprendido artista austríaco vivió largos años en la Patagonia, cerca de Bariloche, hizo una revelación sensacional: en la ciudad de Bahía Blanca, la firma de Adolf Hitler habría aparecido súbitamente y como por arte de magia al pie de una pintura que, en 1970, el vecino bahiense Osvaldo D., un veterano viajante de fideos Manera, había adquirido en un almacén de Bariloche.

Es un paisaje compuesto de cinco árboles, a orillas de una laguna, o lago, de manera que se puede afirmar, con toda seguridad, que no se trata de “La iglesia de los franciscanos de Viena” y que Osvaldo D. no es Rudy Waltz.

Como ya se dijo, Rudy Waltz es un personaje de ficción.

Osvaldo D. compró el cuadro a un anciano almacenero, al que en su ignorancia de viajante de comercio tomó por alemán, pero que bien pudiera haber sido austríaco.

Cuando Osvaldo entró a ese comercio del kilómetro 5,6 de la avenida Bustillo, encontró al almacenero dando lo que en ese momento creyó los últimos toques al cuadro.

Obviamente, el corredor bahiense fue sugestionado de alguna misteriosa manera, ya que, no obstante la terminante negativa del anciano a comprar ninguno de los productos que él le ofrecía, en un arrebato de irracionalidad, en lugar de vender, terminó comprando. Y puesto que no resultaba sensato que comprara un paquete de fideos, compró el cuadro.

Veinticinco años después, informa en su página de Facebook Basti –o en un error de cálculo o consciente de no estar dando precisamente una primicia–, en el margen inferior derecho de ese mismísimo cuadro surgió, sobreponiéndose a capas de años y pinceladas, una rúbrica: “A Hitler 1935”.

Descartando que se trate de la obra que un admirador anónimo dedicara en 1935 al entonces canciller alemán, lo que de por sí ya hubiera resultado inquietante, y que el nombre del autor fuera Alberto o Américo, caben por lo menos dos no menos perturbadoras posibilidades:

La primera, que el cuadro haya sido pintado en 1935 por el auténtico Adolf Hitler, en cuyo caso el anciano almacenero lo habría trasladado de Alemania y conservado consigo durante 35 años con la firma bien visible en el margen inferior derecho. Pero, ¿por qué esperó tanto en ocultar el nombre del autor, para hacerlo nada menos que en su almacén y justamente en momentos en que las obras del artista ya habían alcanzado un alto valor crematístico?

Es posible también que el anciano almacenero no se encontrara abocado a tapar la firma del cuadro sino, como en un primer momento supuso Osvaldo D., dando los últimos toques a una obra que, en cierto momento firmó “A Hitler 1935”, para arrepentirse inmediatamente después.

¿Por qué hizo eso?

¿Por qué firmó de tan extraña manera, para luego borrar la firma? ¿Se creía Hitler? ¿O… realmente lo era?

Si el anciano almacenero era Adolf Hitler en persona, ¿conservó su obra, con su propia firma, durante 35 años, arriesgándose durante los últimos 25 a ser descubierto por cualquier viajante de comercio? ¿O, siendo realmente Adolf Hitler, afectado por alguna suerte de demencia senil, creía encontrarse en 1935 y no en 1970? ¿Y por qué lo vendió? ¿Habrá pensado que el vendedor de fideos Manera era nada menos que su viejo amigo Otto Waltz?

Como sea, resulta tranquilizador saber que Adolf Hitler pasó sus últimos años en Bariloche abocado a vender salchichón y dedicando sus mejores esfuerzos a la que fuera su primera gran pasión.

Podría haber sido peor.


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Un comentario

  1. «A Hitler 1935» debería leerse como dedicado a él. No dice «A. Hitler 1935». ¿Por qué no suponer que ese hombre estaba dedicando ese cuadro a él y que la firma era la marca nazi del autor?

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