Eugenio Burzaco y la represión en el Parque indoamericano
El ocaso judicial del hombre que pretendía gerenciar la seguridad de los porteños
Su rol en la masacre saltó a la luz por boca del superintendente Ciancio, uno de sus más estrechos colaboradores. Ahora se sabe que, desde una mesa de operaciones, dio la orden de abrir el fuego. Montenegro y el encubrimiento.
El jueves, en los tribunales de la calle Talcahuano, un hombre de contextura maciza, sin cuello y con corte de pelo a la americana atravesó un pasillo del quinto piso, antes de ingresar al Juzgado de Instrucción Nº 47, a cargo de la doctora Mónica Berdión de Crudo. Se trataba del ex jefe de la Policía Metropolitana, Eugenio Burzaco.
Quizás, en ese instante, evocara la luminosa mañana del 11 de diciembre de 2009, cuando Mauricio Macri lo puso al frente de la fuerza. En aquella ocasión, con un brazo extendido hacia una Biblia, Burzaco elevó la voz al rematar su juramento para el cargo con las palabras de rigor: «¡Si no lo hiciere, que Dios y la Patria me lo demanden!».
Justamente eso le pasaba ahora: el antiguo jerarca de la Mazorca del PRO debía prestar declaración indagatoria como supuesto responsable de dos asesinatos cometidos en la primavera de 2010, durante el sangriento desalojo del Parque Indoamericano.
También, por esa misma razón, están bajo la lupa once efectivos de la Policía Federal y 30 antiguos subordinados suyos, entre los que resalta el superintendente Miguel Angel Ciancio, junto a los comisionados Ricardo Ferrón, Claudio Serrano, Alfredo Córdoba, Alberto Ojeda y César Enrique Menardi. Al respecto, los fiscales Sandro Abraldes y Nuria De Ansó solicitaron el procesamiento de todos ellos.
Lo cierto es que Burzaco salió a los pocos minutos de ese despacho sin abrir la boca. Era la tercera vez que lograba postergar la indagatoria. Y en esta oportunidad, porque pidió cambiar su defensor oficial por el abogado Marcelo Sancinetti, el mismo que diseñó la fallida estrategia jurídica del cura Julio Grassi para malograr la acusación por abuso sexual.
Sin duda, un mal augurio para su flamante cliente.
PRUEBA DE PLOMO. El 27 de febrero de 2007, Mauricio Macri lanzó su campaña electoral para la jefatura del Gobierno porteño exhibiéndose en las fotos junto a una niña pobre en medio de un basural. Era nada menos que uno de los barrios marginales de Villa Soldati. A tres años y nueve meses de tal escena, su fervor por los desalojos compulsivos desataría en ese mismo arrabal una represión homicida seguida por una explosión racista no menos atroz.
Fue a partir de un operativo conjunto de la Policía Federal y la Metropolitana iniciado durante la mañana del 7 de diciembre de 2010, luego de que el Poder Ejecutivo del PRO consiguiera una orden firmada por la jueza María Cristina Nazar para expulsar del Parque Indoamericano a unas 350 familias que habían tomado de modo pacífico un sector lindante al barrio Los Piletones.
Semejante faena concluyó con dos cadáveres: el de Bernardo Salguero, paraguayo, de 22 años, y el de Rosemary Chura Puña, boliviana, de 28. También hubo decenas de heridos.
Para la liturgia del macrismo, aquel martes estaba destinado a convertirse en la merecida efeméride de su cruzada por el control del espacio público. No por nada, el ministro del área, Diego Santilli, quien se encontraba en la retaguardia de los acontecimientos, expresó con elocuencia su lectura de la situación: «Es un operativo valioso y prolijo; con algún problemita, claro, pero sin incidentes graves». En aquel momento, los noticieros empezaban a informar sobre las dos muertes.
En el tramo inicial del expediente judicial, el fiscal Abraldes tuvo que sortear múltiples intentos de entorpecer la investigación, articulados tanto desde el Ministerio de Seguridad porteño como también por la Justicia.
El ministro Guillermo Montenegro supo transmitir tranquilidad a Macri, con la promesa de que la pesquisa no prosperaría, dada su excelente relación con el juez de la causa, Eliseo Otero.
El tipo había llegado a la magistratura en 1992 por recomendación del entonces jefe de la SIDE, Hugo Anzorreguy. Su calaña ética y moral era la adecuada como para encomendarle una misión precisa: favorecer la vidriosa situación procesal de Carlos Grosso y Alberto Kohan en una causa por irregularidades en una licitación. Otero cumplió con creces, ya que todos ellos fueron sobreseídos. Ahora todo indicaba que repetiría su labor exculpatoria. Sin embargo, no tardó en ser apartado del asunto.
Lo cierto es que los merodeos de Montenegro en torno a esa pesquisa fueron antológicos. A los pocos días de la matanza, al trascender que los disparos fatales fueron efectuados con proyectiles de escopeta, esgrimió la siguiente justificación: «En el equipamiento de nuestra fuerza no existe la famosa escopeta Itaka», cuando una impactante fotografía tomada en esa oportunidad por la agencia Télam exhibía a un grupo de efectivos de la Metropolitana disparando precisamente con dicho armamento.
No obstante, también afirmaría: «No hace falta decir que la Metropolitana no tiene en stock cartuchos con perdigón de plomo».
En marzo de 2011 fue allanado por el fiscal Abraldes un predio de la Metropolitana en el barrio de la Chacarita. Allí fueron secuestrados 98 cartuchos de plomo. Esas municiones habían sido compradas el 14 de octubre de 2010 –siete semanas antes de la masacre–, junto con otros 202 proyectiles iguales, según la documentación encontrada en ese lugar.
Montenegro, quien estuvo presente en el operativo, palideció al ser descubierta semejante evidencia balística. En ese momento, a modo de justificación, sólo atinó a farfullar: «Esas balas fueron compradas para ver si las escopetas funcionan bien». Nadie le respondió.
Mientras tanto, el rol de Burzaco en el doble asesinato aún era un enigma.
EL JOVEN LIDER DE LA GLOBALIDAD. Hijo de quien fuera secretario de Medios durante la primera época del menemismo, Eugenio Burzaco exhibía impecables antecedentes académicos: licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador y un master en Políticas Públicas de la Georgetown University. No menos destacable es el hecho de haber sido distinguido como young global leader por el Foro Económico Mundial. Admirador confeso de Jesús, la Madre Teresa de Calcuta y del predicador Luis Palau, este muchacho profundamente evangelista es un verdadero paradigma de la llamada «nueva política». Tanto es así que su biografía oficial señala: «Aunque desde chico mostró un solidario interés por la cuestión social, Burzaco decidió dedicarse de lleno a la política luego de la crisis de 2001, cuando –al igual que varios cuadros del PRO– sintió que debía dejar de quejarse desde una posición cómoda en el sector privado para ayudar a mejorar el país».
Y, por cierto, lo haría con toda abnegación posible. Tras un paso como empleado de la SIDE –que no figura en su currículum– se puso al servicio del entonces gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch, para asesorar –entre 2004 y 2005– a la policía de esa provincia. En aquella época, Neuquén se convirtió en la capital de la mano dura. De hecho, durante el lapso en el cual Burzaco aplicó allí sus conocimientos, se registraron 1040 denuncias por abusos policiales, aunque la mayoría de ellas terminaron archivadas. Y el asesinato de civiles en manos policiales se incrementó de un modo alarmante. En abril de 2007, pese a la huella democrática que Burzaco dejó en esa repartición, fue acribillado el maestro Carlos Fuentealba. En ese entonces, Burzaco asesoraba a la Policía de Mendoza, una de las más brutales y corruptas del país. En esa etapa de su carrera, trabajó codo a codo con el ultraconservador ministro de Seguridad, Juan Carlos Aguinaga, y el jefe policial, Carlos Rico Tejeiro, quien tuvo que renunciar al descubrirse su pasado como represor durante la dictadura.
Como coletazo del escándalo, Burzaco se vio obligado a regresar a Buenos Aires. Entonces se sumó al grupo Sophia, donde haría muy buenas migas con el carismático Rodríguez Larreta. Luego fue elegido diputado por el PRO. A la vez, volcaría su sapiencia en el libro Mano Justa, al lado del cual la obra del Fino Palacios, Terrorismo en la aldea global, posee el candor de El Principito. Tamaña hoja de vida recibiría su merecido reconocimiento con su designación como jefe de la policía del PRO.
La masacre del Indoamericano fue su primer trabajo de campo.
No imaginaba entonces que uno de sus delfines propiciaría su desgracia.
Fue el superintendente Ciancio quien –en su propia indagatoria– reveló el papel de Burzaco en los hechos del 7 de diciembre, al reconocer que estuvo junto a él en el sexto piso del Ministerio, donde funcionaba el Centro de Monitoreo y Control.
Desde allí –siempre según Ciancio– Burzaco tenía contacto con la sala de situación de la Federal, mientras se desarrollaba el desalojo. En esa mesa de operaciones, Burzaco visualizaba imágenes transmitidas por las cámaras instaladas en el lugar de los hechos y, a través de aparatos Nextel, dirigía a la distancia la fuerza a su cargo y daba instrucciones a la tropa; entre ellas, la de abrir el fuego. En resumidas cuentas, ese detalle –en boca de Ciancio – lo describe como el orquestador de las ejecuciones.
Ahora, ya alejado de la función pública, sólo se dedica los domingos a coordinar la seguridad en la cancha de River.
Y su inminente procesamiento lo sitúa en el área penal.