Dicen que veinte años no son nada. Mentiras, yo, entonces, jugaba al fútbol
Joan Manuel Serrat nos habla (a mi y al periodista Cacho Novoa, que fue su asistente durante unos cuantos años) de los aborígenes, el Amazonas, sus padres, los jubilados, su afición por los “burros”, la mafia del fútbol, Gardel, Boca y de Perón. Y concluye:
«La nostalgia es como la paja”
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Juanito, El Nano, El Noi del Poble Sec, un porteño de ley entonces, hace veinte años, cuando cumplía 50 |
POR CACHO NOVOA Y JUAN SALINAS / El Porteño – Julio de 1992
n mi fuero íntimo me siento tan argentino como el que más. Precisamente así, uno más. Ni extranjero ni siquiera un extranjero naturalizado. Es que llegué aquí en unos años tan importantes, intensos y brutales, que me hicieron vivir y sentir las suficientes cosas como para que nada me resulte indiferente. Leo los periódicos argentinos en Barcelona y sé quién contamina el río Reconquista y en qué andan ahora los políticos. Un hombre quiere lo que conoce, aquello en lo que se integra. Y yo estoy absolutamente integrado a este país.
i padre presumía de haber conocido a Gardel en un local del Barrio Chino de Barcelona, el Can Peret, un café concert de esos que sólo trabajan por la noche. Quedaba en la calle Escudillers entre el Paralelo y la Rambla. Es una calle que luego se hizo tristemente famosa porque fue la calle de las putas más tiradas. La vida nocturna más rea tenía lugar en este barrio, el Distrito V, entre la calle Nueva, la calle San Pablo y la del Hospital. Mi padre frecuentaba mucho el Can Peret y allí debió haberlo conocido, tal como decía, porque nunca sorprendí a mi padre en una mentira. Gardel visitó varias veces Barcelona en los años 20 y es bien sabido que le gustaba mucho escaparse de sus fiestas bacanas y bajar al ágora a mezclarse con la gente de estos sitios. Debió ser en una de esas noches cuando coincidió con mi padre, quien siempre lo recordó. Claro que ahora que su hijo es un cantante famoso, puede entender que decir «conocí a Gardel» lo puede decir alguien que se ha cruzado contigo en un ascensor. Pero lo que vale es la emoción con que mi padre lo recordaba.
i padre siempre cantaba tangos. Era malo de verdad, pero cantaba con mucho sentimiento. También mi madre cantaba mientras hacía las cosas de la casa: ella era de cantar y de llorar por los muertos de la familia en la guerra. Antes ibas caminando por la calle y los que estaban trabajando en un andamio cantaban, la mujer que estaba limpiando cantaba. Hoy, sólo cantan los cantores.
Decir que «el rock es el folclór del inundo», como escuché por ahí, es una gilipollez. De momento no se puede considerar al rock como algo folclórico porque, en primer lugar, me tienen que explicar de qué rock hablan. Hay muchos tipos de rock, muchas fórmulas diferentes. Ya no se trata del rock de los 50, que estaba muy marcados por los Dominos, por Gene Vincent, por Bill Haley. Ya me dirás tú qué tienen que ver los irlandeses de U-2 con Guns N’Roses. Lo único es que los dos cantan en inglés.
Cuando ves que todo se homogeneiza de esta manera tan terrible, cuando todo ocurre de manera tan parecida en todas partes, cuando una misma política se aplica en todo el mundo, se produce una pérdida de riquezas acojonante y, sobre todo, un gran recorte de las libertades. Porque eso no puede pasar si no se recortan las libertades: que todo el mundo escuche la misma música el mismo día y a la misma hora, que se sienten en las mismas sillas, tomen la misma bebida refrescante, se vistan de la misma forma y tengan los mismos hábitos y horarios es parte de una homogeneización que implica que una forma cultural se imponga a las otras. Esta imposición es, primero, una gran estupidez, y segundo es una enorme pérdida de libertad.
Cuando vine por primera vez a Buenos Aires fui al hipódromo y a la cancha. Recordaba lo que me decía mi padre de aquel equipo imbatible de San Lorenzo que jugó en Barcelona en los 40. Pero aquí fui a ver a Boca porque quería conocer a su hinchada. Corría el 69, Boca estaba dirigido por Alfredo Di Stéfano y jugaban Sánchez, Madurga, Curioni y Angel Clemente Rojas. Todavía tengo guardada la camiseta de Rojitas. En el fútbol y en el hipódromo de Palermo encontré ciertas esencias del ser porteño.
Aprendí a amar esos códigos porteños que pueden verse bien en los burros y en el fútbol. Aquí la gente ama el juego y respeta a los que saben jugarlo bien. El hincha de verdad prefiere ver jugar bien a su equipo antes que conseguir resultados casuales. Por eso aquí se han dado grandes jugadores; porque el público los ha protegido y les ha permitido hacer maravillas. En otros sitios se les exige ganar un título de cualquier modo y muchas veces ni siquiera lo logran.
Al fútbol lo están matando los dirigentes. Es muy sospechoso que el fenómeno se reproduzca con un efecto dominó: pasa en Inglaterra, en Alemania, en Bélgica, en la Argentina… en casi todos los países. Y aunque los medios de comunicación de masas hacen que las imágenes de violencia se difundan casi de inmediato, esa acumulación de imágenes por sí sola no podría lograr que esos comportamientos Se repitiesen como al carbónico. Tiene que haber algo que lo explique. Y lo primero es preguntarse a quién beneficia la violencia. Siempre que hay un fenómeno de violencia, hay alguien que aprovecha esa energía en beneficio propio. Yo creo que hay una «internacional oscura» en el deporte. Con unos alcahuetes muy marcados como son los directivos de los equipos de fútbol; directivos que en todo el mundo pagan a sus barras bravas los viáticos los desplazamientos y las comidas para que vayan a otras canchas a joder, para que les sirvan de guardia de corps.
Otra cosa son las hinchadas. Siempre las ha habido. ¿Quién no se ha puesto un día la camiseta y se ha ido con ella a la cancha? ¿Quién no se ha envuelto en la bandera y en la bufanda, quién no ha gritado y saltado como un loco? Pero luego te vas a tu casa con tu bandera: si has ganado, te vas bailando con ella, y si no… pues la comes en el camino de regreso. Pero lo que no puede ser es que a cada juego se esperen a la salida para apuñalarse. Son unos desalmados: utilizan al fútbol para hacer sus barbaridades. Utilizan las modas, se identifican como skinheads… pero no se trata de que todos los skinheads sean unos desalmados, sino que los desalmados suelen hacerse skinheads para poder hacer sus barbaridades.
La barra brava del Barcelona, los muchachos locos, suelen alojarse en el Hotel Princesa Sofía, que es propiedad del vicepresidente del Barca, Juan Gaspar, y salen de allí con sus bolsos de comida y suben a los autobuses con su entrada. Es un desplazamiento que puede costar entre 15 y 20 mil pesetas. Y ellos son unos secos. El presidente del Real Madrid ha hecho pública su relación con los Ultrasud, una peña fascista y violenta cuyos miembros les pagan los billetes para que vayan a las canchas. Otra de las características comunes de casi todas las barras bravas es que utilizan una simbología fascista. Aquí quiero romper una lanza para agradecer al entrenador del Valencia y a su junta directiva porque han hecho retirar de su campo todo los símbolos fascistas.
Se están produciendo una serie de historias jodidas en torno de esta jodienda del Mercado Común Europeo, que a veces se presenta como algo hermoso, como la unión de los pueblos, pero la verdad es que sólo se concreta en un mercado económico. Es como un gran supermercado donde todo se compra y se vende. Y nada más. Un supermercado que recorta espacios y posibilidades al pequeño abarrotero, que se lo come. Eso es lo que está pasando: se está formando un nuevo grupo de desocupados.
España tomó en la guerra del Golfo la misma posición que prácticamente han tomado todos los países llamados democráticos. Es decir los que reciben órdenes de los Estados Unidos e Inglaterra. La guerra dejó perfectamente claro que no existen políticas nacionales independientes, sino una política internacional conjunta. Que haces lo que ellos quieren, sí o sí. Lo que más me sorprendió, lo que me pareció tremendo, fue la actitud mayoritaria de «yo no fui». Una actitud acrítica. Sólo hubo una muy buena nota en El País que narró todo el proceso: la negativa de Kuwait a pagar la plata que le correspondía a Irak en concepto de perjuicios de guerra, ya que la guerra contra Irán había sido librada por Irak en nombre, también, de los emiratos árabes del Golfo. Además Saddam Hussein le reclamaba a Kuwait por el robo de unos pozos petrolíferos de la zona fronteriza, y el artículo dejaba claro que era verdad que Kuwait se los había robado descaradamente y que Irak los había reclamado muchas veces… Como tú comprenderás, yo no voy a defender a un canalla, a un tirano como este tipo Saddam; pero sí me parece pertinente aclarar que los kuwaitíes se le rieron en los morros hasta el punto de que Saddam llamó a la embajadora norteamericana y le advirtió que iba a declarar la guerra y a recuperar los pozos que eran suyos. La embajadora se ve que no entendió muy bien lo que le decía, no sé qué la habrá llevado a la diplomacia a esa señora, pero se ve que no se enteró muy bien de lo que estaba pasando.
Fuera de este artículo, más que a dar noticias, en España los periodistas se dedicaron a dar opinión y siempre como si el conflicto hubiera empezado con un gran ejército invadiendo a un pobre desgraciado. Como si un mafioso ensoberbecido le estuviera pegando a un pobre tipo en la calle. Me sorprendió mucho esta actitud y lo uniforme que fue. Y tras ella, apenas oculto, un contenido de xenofobia muy grande. La gente que por lo general suele escribir maravillosos editoriales, en general brilló por su ausencia.
Al estallar la guerra del Golfo tuve una conversación durísima con el director de un periódico muy importante, un intelectual. Yo le recriminé que se la pasase hablando del «fanatismo» de los árabes. Me recordaba a los tebeos del Guerrero del Antifaz, cuando nos enseñaban en el colegio sobre Guzmán el Bueno y la caída de Tarifa en la guerra contra los moros del siglo XII. Era un lenguaje idéntico. Y, claro, los moros tendrán sus criterios y sus fijaciones, pero no creo que éstas sean más fanáticas que las que tenemos nosotros con nuestras cosas cotidianas. Como estamos habituados a ellas, decimos lo más frescos que son «costumbres» y «puntos de vista», y las de ellos, «fanatismo». No me hubiera sorprendido oírlo de un tipo en un bar, pero sí de que me lo dijera el presidente de uno de los periódicos más respetados de España.
El auge de la xenofobia viene de que se le ha dado a España el cargo de policía de fronteras de Europa, la misión de evitar que los pobres suban a buscar un sitio donde comer: los árabes, los negros, los sudamericanos. Lamentablemente no se trata sólo de una actitud de la policía: también la está teniendo la gente. Lo que es terrible es que sea la gente trabajadora la que más tiene esta actitud. La xenofobia encuentra refugio entre los más humildes, que ven peligrar su trabajo, que es lo poco que tienen. Ven que viene otra gente que quizá se los vaya a quitar y, aterrados, se están convirtiendo en los más fachos, cuando históricamente los trabajadores españoles, muchos de los cuales hace quince años eran inmigrantes, habían sido de lo más solidarios con los extranjeros.
En las encuestas, los afectados por la xenofobia son los árabes, los sudamericanos y después los negros. Pero los más puteados, con mucho, son los gitanos, que son también los únicos originarios de allí, que han vivido toda la puta vida allí. Me parece indigno ser xenófobo con cualquiera, ya que es sucumbir al miedo y a la soledad. Pero serlo con los gitanos es una injusticia que clama al ciclo. Ellos son parte de nuestra riqueza cultural. Hay que dejarlos tranquilos, y si parte de ellos está sumergida en un mundo lumpen, y si una parte de éstos se dedica a la venta de heroína… pues el problema no es que sean gitanos, el problema es que son pobres: no es que tengan más capacidad para la delincuencia o la sinvergüencería que los payos, sino que viven en bolsas de pobreza muy jodidas. Y ya se sabe: en todas las sociedades y épocas la gente sale de las bolsas de pobreza como puede.
El día que el Estado y la sociedad se quiten la careta y dejen de ser hipócritas y fariseos y se atrevan a enfrentar el problema de la droga de la única manera que se puede enfrentar, que es abaratándola, legalizándola y controlándola, comenzará a terminarse el problema de la droga. Hay que legalizar las drogas y controlar su venta. Hablemos de la peor de ellas, la heroína: destruye al individuo, vale, pero luego están los problemas subsidiarios que provoca: robos, homicidios, violaciones, prostitución, una secuela acojonante. Y esto es así porque el drogadicto necesita mucha plata para comprar sus dosis y esa plata, la única manera que tiene de conseguirla es robando, matando o prostituyéndose. No es verdad que si se legalizara todo el mundo la consumiría. Y la prueba es lo que pasó durante la vigencia de la Ley Seca en los Estados Unidos. En el momento en que la venta de drogas deje de ser el negocio que hoy es, los carteles de la droga se irán al carajo. ¿Cómo podrían mantener a sus guardaespaldas y ejércitos?
Prácticamente todos los argentinos con que he rozado el tema dicen lo más campantes que en la Argentina no hay indios porque los mataron a todos. Eso no es verdad y es, aunque sea inconscientemente, la prolongación de la política de Roca: no sólo matarlos, sino además dar por muertos a los que siguen vivos. Lo que pasa es que a los indios no los han amasijado los conquistadores de una vez ni mucho menos: los han ido amasijando de a poco y constantemente. Los amasijaron los que llegaron en el siglo XVI, los siguieron amasijando en el XVII y en el XVIII, los seguisteis amasijando los criollos.
A los indígenas sólo se los acepta si se incorporan a las comunidades blancas. Si van a misa, si construyen su iglesia, si van a la escuela del pueblo. Pero es que ellos no viven en el pueblo. Se los acepta si ellos aceptan desaparecer. Estaba en Quito hace un mes cuando llegó una marcha de las comunidades indígenas de la provincia de Pastaza, en esa frontera medio indefinida con el Perú que dejó el tratado de Río de Janeiro. Venían a reclamar el título de propiedad de las tierras, un título que hace ya cien años les había entregado el presidente. Por esas tradiciones que tienen, sus antepasados habían enterrado aquel documento y los títulos con el cacique que los recibió y supongo que se habrán podrido con él. Claro, en aquel momento no le dieron importancia a esos títulos porque tenían y siempre habían tenido esas tierras, y nadie quería echarlos, pero ahora se las están quitando. Es que esas tierras son ricas en petróleo y las compañías se las están haciendo mierda. La extracción de petróleo suelta mucho aceita que va a parar a los ríos. Es una catástrofe ecológica y se trata del último trozo de bosque húmedo tropical sin joder. Ahora mismo lo están enviando a tomar por el culo. A mí me vinieron a hablar y me interesó mucho la historia.
Primero, por la injusticia de que no se los reconozca como legítimos dueños de la tierra y, segundo, porque es una zona del planeta que se está acabando, ya que los brasileños han acabado con su parte y sólo queda esta franja. El bosque húmedo tropical es el pulmón del mundo. Es muy conveniente que los indios sean los propietarios de la tierra desde todo punto de vista, ya que ellos la cuidan e impiden que la arrasen. Es como tener empleados gratis en un sitio estratégico. Un negocio excelente. Sin embargo, los generales ecuatorianos le exigen al gobierno una zona fronteriza de 50 kilómetros. Eso hace que los quechuas pierdan el 20 por ciento de su territorio, pero hay otras dos etnias que se quedan sin el 60 por ciento del que actualmente ocupan.
Otro drama parecido lo sufren los araucanos del sur de Chile. Vienen los japoneses y talan sus bosques para hacer viruta de madera, aglomerado. Y a tomar por culo. El gobierno de Chile no toma en cuenta que la madera es el eje de la vida de los araucanos.
A los miskitos de Nicaragua los echaron a hostias y empujones de su territorio. Ya ves que no se trata sólo de las dictaduras, que son cosas que hacen también los gobiernos democráticos y hasta los gobiernos de izquierdas. Es el desprecio. Cuando me pidieron que intercediera por ellos, los indígenas ecuatorianos me explicaron: «Es que a nosotros no se nos escucha: siempre tiene que hablar por nosotros un hombre blanco”. Y eso que piden tan poco. En realidad no piden nada: sólo estar, ser, que se los respete, que no se los invada más.”
Los «indios» de las ciudades son los viejos y los niños. Son dos putadas distintas. Como aquella historia, cuando los rusos estaban en Afganistán y los americanos invadieron Granada. Entonces, cuando uno denunciaba la invasión de los yanquis, siempre aparecía el que decía: ¿Y en Afganistán qué?», como si una cosa validara a la otra.
Es evidente que hoy los chicos no sólo se ven obligados a vivir la inmediatez, sino a tener los medios para vivir esa inmediatez, pero el tema de los ancianos me parece aún más grave. El desprecio por los viejos es algo que está pasando hace muchos años en Europa. Se los desprecia porque ya no consumen lo suficiente. Claro que aquí es muchísimo peor porque se acumulan dos problemas; uno, el de la vejez en sí, con todo lo que conlleva, y otro, el de la vejez miserable: no sólo están viejos, achacosos y solos, sino que se los desprecia porque no gastan, no tienen para gastar. Sus hijos normalmente se apartan de ellos porque se convierten en una carga, porque les ocupan mucho tiempo y ellos tienen que trabajar, tienen que hacer otras muchas cosas. El otro día me puse a hablar con una amiga argentina, ya jubilada, y no me dijo: «Me estoy cagando de hambre», pero sí me dijo: «Un día a la semana voy a tener que dejar de comer». Esto me revolvió las tripas. Es algo terrible: si ya ser viejo es jodido aunque se tengan las espaldas cubiertas, ser viejo sin las espaldas cubiertas es el paso previo al suicidio. Ese viejo que le pidió permiso al juez para suicidarse… me impresionó tanto. Aunque pueda parecer paradójico, ese viejo se planteó luchar hasta el último momento. Y le devolvió la pelota a los responsables de su situación. Fue en homenaje a todos los jubilados que quise cantar gratis en la Plaza Congreso.
No, no voy a grabar nunca «La montonera». Fue una canción que escribí hace ya mucho tiempo, dedicada a Alicia, una chica con la que tuve relaciones en los años 69 y 70 y a la que mataron las bandas de López Rega en el 73. De haberla grabado, debería haberlo hecho por entonces. Además, hay varias versiones clandestinas circulando por ahí… Una de México y otra de Madrid. El que grabó la primera, creo, fue un amigo, el doctor Rodolfo Puigrós. Y después con la cinta hizo un disco de acetato. Con esta canción, tal como pasa muchas veces, suele producirse un equívoco porque su intención no fue la que suele creerse. Con Alicia pasé una época muy hermosa. Recuerdo que por las noches me dejaba para irse a la calle a pintar «Luche y Vuelve» y regresaba a la cama por la madrugada, con las manos llenas de pintura. Y casi siempre con mucho miedo, porque había tenido que correr para que no la agarrase la policía. La canción está dedicada a ella y a sus compañeros: a una juventud y a una clase trabajadora que creyeron que el regreso de Perón garantizaba la vuelta de una política social que sin embargo no volvió. Por eso la canción terminaba con una estrofa de El Cantar del Mío Cid: «Qué buen vasallo sería si tuviera buen señor».
Mis canciones suelen tener una mirada retrospectiva, un dejo melancólico. Pero no soy muy partidario de cultivar la nostalgia porque puede ser un poco como el pajeo: si uno deja de mantener relaciones lascivas con las señoras y señoritas puede despeñarse a un abismo en el que uno puede acabar complacido, regodeándose en ello. Y conste que yo no estoy contra la paja. En absoluto: aunque me dieron mucho la lata los curas y la represión de la época, ya ves que no me volví ciego. Pero no me parece lo más saludable: las buenas relaciones sexuales son mejores, aunque más no sea porque, como decía aquella señora, «se conoce gente». Cultivar la nostalgia entraña un grave peligro: que después no se pueda hacer otra cosa que cosecharla. La nostalgia está bien para mirarla, pero hay cosas mejores para cosechar.