Un mundo en que nadie se hace cargo
Gente con la conciencia tranquila
Supongo que desde siempre hubo personas con la conciencia tranquila, limpia o en paz, como suele decirse. Lo que llama la atención, o lo que a mí me llama la atención, es el creciente número de políticos que nos cuentan cómo está su conciencia cuando tienen que explicar por qué asumieron determinada posición política, por qué votaron a favor de una ley o se opusieron a otra o simplemente cuando se les cuestiona su conducta.
“Tengo la conciencia tranquila, maté a 255 personas y no me arrepiento”, aseguró Chris Kyle, alias “La leyenda”, “El exterminador” o “el diablo de Ramadi”, un francotirador estadounidense oficial del pelotón Charly, tercer grupo de la fuerza de élite conocida como Navy SEALs, desplegada en Irak.
“El Presidente es el que manda y uno tiene que obedecer, él tiene sus asesores y sea lo que sea, uno se siente con la conciencia tranquila ya esperar que las cosas salgan bien”, fue el alegato del destituido responsable de las prisiones hondureñas tras el incendio que terminó con la vida de más de 360 reos en la granja penal de Comayagua el mes pasado.
Al representante de los trabajadores en el directorio de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) de este país, Alfredo Silva, tampoco le tembló la voz para afirmar: “¡Tengo la conciencia tranquila!” cuando se le reprochó que cobrara un sueldo por un cargo público que no desempeñaba en la Colonia Bernardo Etchepare.
Según Hanna Arendt, Eichmann también alegó en el juicio que lo condenaría a muerte en Jerusalén por su responsabilidad en la deportación de millones de judíos en Europa del este, que tenía la conciencia tranquila, que sólo había obedecido órdenes.
El ex intendente de Montevideo Mariano Arana también invocó la tranquilidad de su conciencia cuando se le preguntó acerca de sus responsabilidades políticas en la trama de corrupción de los casinos municipales.
Y el ex presidente español José María Aznar se refugió, faltaba más, en la paz de su conciencia tras demostrarse que Sadam Hussein carecía de las armas de destrucción masiva con la que pretendió justificar su apoyo a la invasión de Irak en 2003.
Para empezar, una persona que pronuncia la frase ‘tengo la conciencia tranquila’ sin que le tiemble la voz es una persona liberada de culpa, duda o angustia por las consecuencias de unas acciones que por lo general afectaron negativamente a alguien o a muchos (nadie aclara que tiene la conciencia tranquila cuando sus actos han tenido fuera de cualquier duda resultados beneficiosos). Da toda la impresión de tratarse de gente que no conoce la hesitación, que no se pregunta si acaso otra decisión era posible. Es gente con convicciones rocosas, que no conoce el remordimiento. Vamos, que son un peligro. La tranquilidad de conciencia nos hace inmunes a toda interrogación. Emil Cioran decía que la conciencia es algo más que la espina, es el puñal en la carne. Obviamente, no conoció a ninguno de nuestros portadores de conciencia tranquila. Si me preguntan, diría que es preferible una conciencia agitada, intranquila, insomne incluso, a una conciencia en paz.
En el terreno de las relaciones interpersonales, en el ámbito particular o privado (si es que sigue existiendo tal cosa en este mundo), es decir cuando un “tribunal interior” puede tener la última palabra a la hora de juzgar la propia conducta, invocar la tranquilidad de conciencia, vaya y pase. Pero produce estupefacción que se recurra al mismo expediente en el terreno de la política. ¿Habremos elegido los ciudadanos a determinados representantes para que se vuelvan a su casa con la conciencia tranquila? Que el ministro x o el senador y duerman a pierna suelta o pasen las noches en vela atormentados por las decisiones que tomaron es algo que a los ciudadanos nos debería ser perfectamente indiferente, porque desempeñan las funciones que desempeñan para que se hagan cargo de determinadas responsabilidades. Los juzgamos por los resultados de sus obras, por las consecuencias de sus iniciativas políticas, no por la paz o el íntimo desasosiego con el que sobrellevan su quehacer. Entendámonos, no discuto que semejante paz de espíritu sea auténtica ni sugiero que nuestros portadores de conciencias tranquilas sean unos cínicos. Digo que las responsabilidades por las consecuencias de los actos de un ministro, un legislador o un alto funcionario no se disuelven en una conciencia pacificada por la íntima convicción de haber obrado bien. A los ciudadanos nos da exactamente lo mismo que los políticos tengan o no tengan tranquilidad de conciencia por cómo han actuado. Lo que no interesa es cómo han actuado y qué consecuencias han tenido sus actos. Únicamente a los santurrones moralistas esto último les interesa menos que las intenciones que determinaron aquellos actos.
Al menos desde Max Weber sabemos que en política la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad conviven en una tensión nada sencilla. A diferencia del cura, el político (o el ciudadano) nopuede ampararse en sus convicciones íntimas para defender su manera de obrar. El político (y el científico), dice Weber, también está obligado por “la ética de la responsabilidad, la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”. Pero ahora las cosas parecen ser mucho más sencillas: ahora un diputado puede decir que votará en contra de un proyecto de ley porque así se lo dicta su conciencia.
El caso de la corrupción en los casinos municipales ilustra perfectamente el alarmante adelgazamiento de la política propiamente dicha. El ex intendente Arana creyó que bastaba con alegar en su defensa que tenía la conciencia tranquila porque no se quedó con una rupia ajena en su bolsillo (y al parecer así fue, según el fallo de la justicia). Pero, increíblemente, Arana no parece haber sufrido el menor sobresalto por haber sido incapaz como intendente de Montevideo de evitar el fraude y el enriquecimiento de sus subordinados. Puede decirse, siguiendo a Weber, que las consecuencias de sus acciones (o de su inacción) fueron nefastas. Como individuo, un santo; como político, un desastre.
El tranquilo de conciencia termina por creerse impune. De modo que ahora nunca falta un político que se siente liberado de tener que argumentar por qué votó en contra de la legalización del aborto o a favor de una ley injusta.
En pocas palabras, un político debería tener vedado ampararse en la tranquilidad de conciencia para explicar o defender las decisiones que tomó. Y nosotros, negarnos o dar por bueno semejante descargo.
Se me ocurre que la facilidad con la que los políticos, y los ciudadanos en general, se amparan en la paz de su conciencia para no asumir la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, o de su pasividad, se debe a la complejidad del mundo en que vivimos. En un mundo tan interdependiente y complejo como el actual, cualquiera puede alegar que no es responsable a título individual del resultado final. Cuando los resultados están mediados por tantas variables de la economía y del humor social (que ciertamente no controlamos), por la voluntad de tantos otros actores anónimos y desconocidos, es mucho más difícil atribuir responsabilidades. Por eso es tan común que nadie se haga cargo de las consecuencias imprevisibles e indeseadas. Vivimos en un mundo en el que nadie se hace cargo. A ello se suma que rara vez es posible obtener en tiempo y forma toda la información requerida para tomar decisiones o anticiparse a las consecuencias que se quieren evitar. Hay que actuar en un contexto de incertidumbre. Por eso es tan fácil en este mundo relativizar la responsabilidad personal, que suele quedar sumergida en un mar de decisiones socialmente compartidas que culminan por eludir toda responsabilidad ética.