Contra la autonomía porteña. Los subtes, los depósitos judiciales y la Constitución de 1994

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Tanto Boot como quien escribe somos porteños hasta la médula, y sin embargo nunca dejamos de soñar con la reconstrucción de una empresa nacional de ferrocarriles. Cuando veo a Macri hacer como que recién se entera de que hay vagones viejos (cuando el poder de policía sobre los subtes siempre lo tuvo Sbase, una empresa del estado porteño) yo sueño incluso que a aquella empresa nacional que espero en ciernes se incorporan los trenes subterráneos de la -todavía- Capital Federal así como los que en el futuro vayan a construirse en otras ciudades argentinas, Y ya en tren de soñar sueño que las líneas del subte porteño son rebautizadas con el nombre de caudillos federales del interior.  Con una señalización rojo punzó, sueño, lo primero sería cambiarle el nombre a la estación «Ministro Carranza» que se llama así por Roque, quien fue ministro de Defensa de Alfonsín (murió con el traje de baño puesto en la piscina de su residencia, en Campo de Mayo) pero que antes había sido «El ingeniero» convicto y confeso que fabricó y colocó bombas en el subte de Plaza de Mayo el 15 de abril de 1953, mientras el presidente Perón hablaba a una concentración de la CGT, con un saldo de siete muertos, diecinueve mutilados y decenas de heridos menores.
Y chiva, chiva, que se mueran de un disgusto los salvajes unitarios que cambiaron las banderas celestes por las amarillas.
Plop. Me desperté. La ciudad es un caos. Los dejo con esta excelente nota de Boot que explica por qué el cierre de los subtes demuestra la imperiosa necesidad de reformar la Constitución nacional.

A los porteños no se los puede dejar solos

Por Teodoro Boot

Carlos Tejedor. Despues de cuatro batallas (Olivera, Barracas, PuenteAlsina, Corrales Viejos) y miles de muertos,  se rindió. Macri debería tomar nota.

El grave conflicto desatado por la negativa del gobierno porteño a hacerse cargo de las líneas de subterráneos de la ciudad y las jeremiadas de sus voceros periodísticos contra la media sanción de diputados estableciendo que los depósitos judiciales de tribunales federales sean en lo sucesivo hechos en el Banco Nación, permiten conjeturar que dentro de la enorme cantidad de perjuicios ocasionados al país por la reforma constitucional de 1994, uno de los más graves es el de la autonomía porteña.
El principal motivo de la larga guerra civil que desde 1813 azotó a las Provincias Unidas a lo largo del siglo XIX fue el del destino y manejo del puerto y la aduana de Buenos Aires, en un primer momento una mediocre aldea con ínfulas cosmopolitas rodeada de una incierta campiña cuyo único límite preciso era el Arroyo del Medio, durante varios años el límite entre Buenos Aires y Argentina.
La necesidad de recuperar el puerto y la aduana para permitir la organización del conjunto de las provincias fue la temprana conclusión de Artigas, lamentablemente traicionado por sus lugartenientes Ramírez y López, así como la certeza de caudillos y dirigentes de orientaciones diversas, como Bustos, Paz, Quiroga, Ferré, Peñaloza o Varela, y motivo de discordia de cuanto intento constitucional hubo, incluida la Carta de 1853, tenida como nuestra constitución primigenia a pesar de que nunca fue jurada por Buenos Aires, que únicamente la aceptó con la inclusión de la reformas de 1860, que diluyeron algunas cuestiones centrales.
Fue recién con el triunfo del ejército nacional dirigido por Roca sobre el intento secesionista del gobernador Carlos Tejedor que las cosas se pusieron finalmente en su sitio y el puerto y la aduana, así como la propia ciudad de Buenos Aires, asiento del Poder Ejecutivo Nacional, pasaron a ser propiedad federal, en nuestra jerga habitual, «nacional». Hasta ese momento, el presidente de la Nación era apenas un «huésped» de la principal ciudad de la provincia de Buenos Aires. Tras la derrota de Tejedor, la provincia debió ceder la ciudad «a la nación» –vale decir, al conjunto de las provincias organizadas en un régimen republicano, representativo y federal–, así como el manejo definitivo del puerto.
A partir de entonces, la ciudad de Buenos Aires fue un territorio federal administrado por un delegado presidencial que era a su vez asistido por un Concejo de representantes populares financiado con recursos propios y los provenientes del tesoro nacional (o federal, para decirlo con mayor precisión) que se hacía cargo de los gastos de los tribunales federales así como de la respectiva policía.
No se supo nunca que haya habido algún reclamo de los habitantes de la ciudad para terminar con este régimen, aunque sí lo hubo de sus fuerzas políticas, impedidas de organizarse a través de caudillos locales, toda vez que el intendente no era electo sino designado por el presidente de la nación. Hasta la reforma constitucional de 1994. 

Fue entonces que, en medio de abstractas declaraciones de principios y nuevas instituciones que demoraron más de diez años en empezar a ponerse en práctica, Menem, fiel representante de los intereses antinacionales, se garantizó la desarticulación casi completa del Estado nacional y la posibilidad de ser reelecto, mientras Raúl Alfonsín, con una mentalidad más propia de un puntero de parroquia que del estadista por el que ahora pasa, obtenía una serie de ventajitas políticas para su partido: participación en el varios de los nuevos ámbitos a crearse (Consejo de la Magistratura, auditorías varias, etc), un tercer senador por provincia, premio consuelo de dirigentes locales con ambiciones de gobernador… y la autonomía de la ciudad de Buenos Aires, territorio que, con singular miopía, el radicalismo consideraba como propio.

A cambio de la reelección de Menem y de una desarticulación nacional con la que evidentemente acordaba, mientras Cafiero jugaba al constitucionalista, Alfonsín garantizó para el radicalismo una veintena de senadores y una suerte de nueva provincia de apariencia todavía más radical que la propia Córdoba.
Con todo, fue el mencionado Cafiero el que puso algún límite al nuevo desquicio institucional que llevó el nombre de autonomía: Buenos Aires no podía tener ni policía ni tribunales propios, limitación que despertó las iras de los dirigentes porteños de entonces y que fue finalmente eliminada por senadores posteriores, ignorantes de su función y de la naturaleza de lo que estaban votando.
Se podrán decir muchas cosas de las vacilaciones y agachadas de Antonio Cafiero, pero nunca se podrá dudar ni de su seriedad ni de su capacidad intelectual, seriedad y capacidad que le permitieron entender los conflictos que reflotaría una completa autonomía porteña y su ilegitimidad de origen: así como cuando un propietario dona un terreno para un fin específico, por ejemplo, la construcción de una plaza, ante el incumplimiento o alteración de ese fin la donación se torna nula, de igual manera la provincia de Buenos Aires cedió la ciudad para asiento del gobierno federal, no para la creación de una nueva provincia. De igual manera que con lo que sucede con la plaza, ante la alteración de los fines para los que fue cedida, la ciudad debería volver a manos de la provincia de Buenos Aires. Y eso es lo que advirtió Cafiero al limitar la autonomía porteña con una ley que lleva su nombre, posteriormente modificada para peor.
El resultado fue catastrófico, pues a la ambigüedad institucional de la ciudad (que no es una provincia sino una «ciudad autónoma» -como si estuviéramos en la antigua Grecia y hubiera algún antecedente institucional, político o histórico de algo semejante en nuestro país- vale decir, un invento sui generis. un engendro que nadie acierta a definir ni explicar porque no es provincia, pero tampoco es ciudad, como pueden serlo Rosario, Río Cuarto o Bahía Blanca) se agregaron la peculiar arrogancia porteña y la ceguera provinciana expresada por el Honorable Senado para acabar descalabrándolo todo.
Además de los hospitales y escuelas «nacionales» recibidas durante el desmantelamiento primero dictatorial y luego menemista, a la ciudad con ínfulas de provincia se le ocurrió tener policía propia, aunque pretendiendo que fuera pagada por el resto de los habitantes del país. Si bien el parlamento y el gobierno federal se negaron a pagar los gastos de una policía de la ciudad, las autoridades porteñas decidieron financiarla con sus propios recursos habida cuenta la extrema necesidad que tiene cualquier gobierno de derecha de una fuerza represiva propia, pero no ocurrió lo mismo cuando el gobierno federal decidió dejar de solventar los gastos del sistema de subterráneos porteños.
Los transportes públicos no son nada para una fuerza política de derecha, aunque por su propia naturaleza, aun sin aceptar los subterráneos, el gobierno porteño aumentó el precio de las tarifas. Se supone que este sólo hecho da principio de ejecución al traslado de los subterráneos a la administración porteña, pero no: fue un acto reflejo. Hay que disculparlos. Son así. Donde ven algo, un cine, un subte, una calesita, su primera reacción es aumentar la tarifa.
Quien suscribe estas líneas está en desacuerdo con el traslado de los subterráneos al ámbito de la ciudad, en primer lugar porque es asiduo usuario de ese medio de transporte, pero además por ser opositor a la autonomía porteña. Para quien suscribe, la ciudad debió seguir siendo territorio federal administrado por las autoridades federales, pero no siendo así, no hay más que aguantar el amargo trago y reconocer la lógica implícita de trasladar a la ciudad los gastos de un sistema de transportes exclusivo de la ciudad. De otro modo, sería comparable a que el gobierno federal se viera obligado a financiar los troleys de Rosario o, saliendo ya de los transportes, hacerse cargo de los gastos de construcción y mantenimiento de las acequias de Mendoza. Un despropósito que no pasará por la cabeza de ningún rosarino o mendocino, pero que para los porteños parece ser de lo más natural.
Pero mucho más descabellado es el reclamo por los depósitos judiciales de los funcionarios y periodistas porteños, no de los ciudadanos, que sin todavía salir del conflicto de los subtes, no terminan de entender de qué se trata y ven el asunto como un tira y afloja entre el gobierno porteño y el gobierno federal. Así al menos lo presentan la mayoría de los medios porteños con pretensiones de nacionales, como si ambos gobiernos pertenecieran a una misma dimensión.
La visión distorsionada de las cosas de los funcionarios y periodistas porteños, así como de sus lectores, oyentes y votantes, se advierte con notable claridad en su indignación por la media sanción legislativa de la ley que obligará a los tribunales federales ubicados en la ciudad de Buenos Aires a realizar los depósitos judiciales en el Banco Nación. La medida es de puro sentido común, y si anteriormente los depósitos se hacían afectivos en el Banco Ciudad, ex Banco Municipal, eso se debía a que ese banco era, como la ciudad, propiedad federal. No se ve, por ejemplo, al gobernador Daniel Scioli o a funcionarios bonaerenses chillar escandalizados porque los depósitos judiciales de los tribunales federales ubicados en la provincia de Buenos Aires sean hechos en el Banco Nación y no en el Banco Provincia. A ningún dirigente ni funcionario ni periodista ni vecino bonaerense se le ocurriría ese desatino, pero a los porteños les parece de lo más natural. De lo más natural que el conjunto de las provincias le paguen los subtes, la policía y se hagan los depósitos judiciales federales en los bancos porteños, al tiempo que les parecería una aberración sin límites que el resto de los argentinos, porteños incluidos, pagaran los troleys de Rosario, la policía de Córdoba o las acequias de Mendoza.
La Constitución de 1994 es un auténtico estatuto de la entrega y la desorganización nacionales y así como crecientemente se advierte la necesidad de desandar todo lo andado y reconstruir lo destruido en los últimos 40 años, de igual manera se va tornando indispensable la sanción de un nuevo estatuto, esta vez de reconstrucción nacional, y revisar todas y cada una de las innovaciones e instituciones creadas al amparo de esa nefasta constitución. El conflicto con los subtes y la manifiesta incapacidad del gobierno porteño para resolver un asunto tan simple pueden ser una buena oportunidad para empezar a debatir en serio y revisar la autonomía porteña por esencialmente inviable y legalmente discutible.

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