Por Alejandrina Morelli
El 27 me quedé en mi casa. Me pareció el día del disimulo. Somos muchos, somos fuertes, más les vale que nos tengan miedo. Pero en lugar de hacer una demostración de esa fuerza salimos a pintar murales, arreglar plazas o escuchar música en el Parque Lezama.
Ni siquiera hubo expresión de dolor profundo que nos produce la muerte de Néstor. Ni siquiera lágrimas. Como si al subirlo al bronce lo alejaran de nosotros, lo hicieran más lejano y más ajeno.
El año pasado había dolor en la memoria. No nos convocó nadie pero todos sabíamos dónde teníamos que estar: en la Plaza de Mayo. Fui, me senté en el suelo, viendo pasar columnas de jóvenes, cuidando los chicos de alguna vecina que llegó de lejos y, antes de irme, prendí unas velas en el asfalto, frente al Cabildo. Había cientos resplandeciendo.
Este año, en cambio, todo era disimulo. No queríamos demostrar que somos muchos, que estamos convencidos, encolumnados y organizados.
No queremos que en la próxima marcha de la derecha, las señoras de barrio norte, nos tengan miedo.
En este ansiado 27 no se rompió un vaso, ni se cayó una lágrima
A mi no avergüenza llorar cuando es hora de lágrimas y no me asusta salir a la calle si es hora de lucha.
Lo que no puedo es mirar para otro lado.