DESAPARICIONES. Un grito que estremece, por Teodoro Boot
A dos meses de la desaparición de Santiago Maldonado a manos de la Gendarmería Nacional, luego de una nueva jornada de protesta que, no pudiendo, por su masividad, ser reprimida de modo directo, fue objeto, una vez más, de la provocación, siempre con fines de amedrentamiento, de agentes policiales y servicios de inteligencia disfrazados de exóticos anarquistas (incapaces hasta de dibujar como corresponde la A que es emblema de esa corriente filosófico-política), es oportuno recordar a Felipe Vallese y lo que en la vida política argentina significó su asesinato y desaparición.
El anarquista inaugural
El primer desaparecido político conocido –vale decir, identificado– de la Argentina del siglo XX fue Joaquín Penina, víctima inaugural de la dictadura de José Félix Uriburu.
Albañil anarquista de origen catalán, canillita ad hoc de La Protesta, militante de la filial rosarina de la FORA y “bibliotecario” y “distribuidor” de libros y publicaciones libertarias, Penina fue detenido por la policía el 9 de septiembre de 1930, tres días después del golpe de Estado, acusado de distribuir panfletos contra el flamante dictador. Dos días más tarde, por orden del jefe de policía teniente coronel Rodolfo Lebrero, el capitán Luis Sarmiento, comandante de la quinta compañía del regimiento 11 de Infantería, saca de la cárcel al joven albañil, oculto en una ambulancia de la asistencia pública que lo conduce hasta las barrancas del río Paraná, donde es fusilado. El cuerpo de Penina jamás se encontró.
Como era y sería proverbial, la justicia rechazó todos los pedidos de hábeas corpus y recursos de amparo presentados en su favor.
El caso Ingalinella
El segundo detenido-desaparecido (siempre dentro de los “registrados”) fue el médico comunista Juan Ingalinella. Ocurrió también en Rosario. “[…] En la madrugada del 18 de junio de 1955 –escribe Alberto Kohen en El caso Ingalinella. 25 años después (Ed. Centro de Estudios, Bs As, 1980)–, luego de sufrir bárbaras torturas, Juan Ingalinella era violentamente arrojado a la oficina de Leyes Especiales de Jefatura de Policía de Rosario. De ahí no volvería con vida. Tampoco iba a saberse nunca más nada de sus restos. Se acababa de consumar, si no el primero, uno de los más característicos casos de detención, tortura, asesinato y posterior desaparición de personas en la Argentina”.
Nos permitimos disentir con el autor: el de Ingalinella no fue uno de los casos característicos sino que, por el contrario, sería una de las contadas ocasiones en que los jueces intervinientes estuvieran, por una vez, del lado de la justicia.
La historia había empezado el 16 de junio, con la ola represiva desatada contra militantes y dirigentes comunistas luego del intento de golpe de Estado y sangriento bombardeo a la plaza de Mayo en el que, dicho sea de paso, los comunistas poco y nada habían tenido que ver. Al día siguiente, una brigada “interdisciplinaria” integrada por elementos de las secciones Investigaciones, Leyes Especiales y el temible Orden Social y Político, dirigidas por Francisco Lozón, irrumpió en el domicilio y consultorio médico de Ingalinella, a quien detuvieron para remitirlo a la Jefatura de Policía de la ciudad.
Los abogados Guillermo Kehoe y Alberto Jaime se dirigían al Palacio de Tribunales de Rosario para presentar un habeas corpus en favor de Ingalinella y otros detenidos cuando fueron también apresados por la policía y también remitidos a la Jefatura. Ahí mismo, esa misma noche, Jaime y Kehoe fueron testigos y a la vez víctimas de las brutales torturas a 60 detenidos, en la propia oficina de la Sección Leyes Especiales, contigua a la Guardia de la sección Investigaciones, donde estaban alojados. Juan Ingalinella fue visto por última vez en el transcurso de esa sesión de torturas.
Presentado el recurso de habeas corpus, al que el juez dio curso, la policía respondió que el médico había sido puesto en libertad el 18 de junio. A partir de entonces, los torturadores y sus cómplices dieron rienda suelta a su imaginación: tras falsificar la firma del médico en el libro de salidas de la Jefatura, inventaron cartas de la víctima dirigidas a su esposa en las que aseguraba haber salido para el Brasil. Tras lo cual hicieron circular la versión de que había sido visto en Entre Ríos (aunque ningún jefe policial pasado de “cocó” llegó a asegurar que existía en Victoria o Nogoyá un barrio entero donde todos sus habitantes se parecieran a Ingalinella) y finalmente distribuyeron volantes denunciando que el médico había sido asesinado por los propios comunistas con el propósito de “perturbar la paz social y la tranquilidad pública”.
Una para los jueces
Contrariamente a la tradición, pero siempre a favor de la corriente, el poder judicial se había puesto en marcha: los peritos comprobaron la falsedad de la firma atribuida a Ingalinella y, un mes después, el 27 de julio de 1955, la intervención federal dispuesta por el Poder Ejecutivo reconoció la muerte del infortunado médico en la Jefatura de Policía, tras lo cual fueron detenidos los responsables directos e indirectos de las torturas, desde el mencionado Lozón hasta el entonces jefe de policía de Rosario Emilio Gascón.
Si bien los policías terminaron confesando el crimen, jamás revelaron el sitio en que fue arrojado el cadáver. Tras un largo y tortuoso proceso, dificultado por quienes defendían a los torturadores y pretendían amnistiar a los autores intelectuales, en 1961 el juez Juan M. Vitullo, en un fallo ejemplar, sostuvo que si bien el asesinato de Ingalinella pudo no haber sido planificado, su muerte entraba adentro de las posibilidades de la tortura, calificando al hecho como homicidio agravado. En consecuencia, condenó a prisión perpetua a Lozón y a diversas penas a los demás implicados, medida que fue apelada ante la Cámara, que redujo las penas, que de todas maneras siguieron siendo severas.
Al igual que Joaquín Penina, Juan Ingalinella continúa desaparecido.
Si bien su caso fue esclarecido en gran medida gracias a que el régimen instaurado a partir del golpe de estado de 1955 tomó su desaparición como argumento publicitario contra el gobierno de Juan Perón, el asesinato de Guillermo Kehoe en 1964 a manos de Telmo Galarza y otros integrantes de lo que entonces se perfilaba como “derecha sindical”, anunciaba que lo que se estaba gestando en esa oscura zona de confluencia entre política y delito, estallaría pocos años después, de lo que el asesinato y desaparición de Felipe Vallese sería un preanuncio.
El primer desaparecido
A cierta altura del partido, y en determinados ámbitos políticos y sindicales, asombra y hasta provoca vergüenza ajena tener que recordar y acaso explicar el “caso” Vallese.
Delegado metalúrgico y dirigente de la primigenia Juventud Peronista, Felipe Vallese fue detenido –más apropiadamente, secuestrado–, cuando se dirigía a su trabajo, en las inmediaciones de la encrucijada de las calles Donato Alvarez y Canalejas, de la Capital Federal, por un grupo de la brigada de San Martín dirigido por el oficial Juan Fiorillo. Simultáneamente, serían también detenidos su hermano Ítalo y su amiga Rosa Salas, así como Mercedes Cerviño y los demás habitantes de la casa en la que Felipe alquilaba una pieza, quienes fueron salvajemente torturados.
Fue el periodista y militante del peronismo revolucionario Pedro Leopoldo Barraza quien primero investigó y dio a conocer lo que llamó “El infierno de Felipe Vallese”, revelando la identidad de los torturadores y asesinos del delegado metalúrgico, así como la identidad de quienes habían sido sus cómplices.
Barraza, quien investigó y divulgó el crimen en dos semanarios de precaria y esporádica aparición (18 de marzo y Compañero, órgano del Movimiento Revolucionario Peronista), apenas meses después de perpetrado, y quien más hizo por darlo a conocer, llevado por su apasionamiento y posición política responsabilizó a la Unión Obrera Metalúrgica por su “inacción”. Dos años después, la propia UOM editó un trabajo redactado por los abogados Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde (Felipe Vallese. Proceso al sistema) en el que se recogía y ampliaba la investigación de Barraza, relativizando su imputación al sindicato metalúrgico y a su líder Augusto Vandor.
Ortega Peña y Duhalde afirman, entonces –y no sin razón–, que al momento de la desaparición de Vallese resultaba imposible para cualquiera comprender los alcances y trascendencia del hecho, que sólo gradualmente y a tenor de la insistencia de la juventud peronista en recordarlo, fue siendo asimilado por distintos sectores, no de la sociedad en su conjunto, que insistió en ignorarlo, pero sí al menos del proscrito movimiento peronista.
De a poco, el secuestro y desaparición de Vallese –“Un grito que estremece: Vallese se no aparece”– se volvió bandera de lucha de la juventud y fue convocatoria de actos político-sindicales cada vez más numerosos, hasta que su nombre fue impuesto al salón de actos de la Confederación General del Trabajo.
Observando las cosas con la perspectiva que da el tiempo, vale decir que así como Augusto Vandor no comprendió el crimen de Vallese en toda su dimensión, tampoco lo hicieron Barraza y, en su momento, Ortega Peña y Duhalde. No fue su responsabilidad. ¿Qué podían saber en 1963 de la “doctrina francesa”, teoría anti-insurgente elaborada por el ejército francés a partir de sus derrotas en Indochina y Argelia, y de la trascendencia que tendrían en la década siguiente la instrucción que oficiales del ejército argentino habían comenzado a recibir en Francia?
Un anuncio de lo por venir
De la lectura del testimonio (recogido por Barraza) de Mercedes Cerviño, una de las jóvenes torturada junto a Felipe, surge claramente la presencia de militares en los interrogatorios, lo que no resultó en aquel momento tan claro a Ortega Peña y Duhalde ni, mucho menos, al propio Barraza. De esas pistas y del posterior derrotero del principal de los acusados por Barraza, el oficial Juan Fiorillo, puede con bastante facilidad deducirse que con la detención, tortura y desaparición de Felipe Vallese, ciertos círculos selectos del ejército argentino, validos de la mano de obra policial, inauguraban un método que sería reiterado en los años siguientes y perfeccionado tras el golpe de Estado de 1976. El secuestro, tortura e intento de desaparición de Jorge Rulli, el secuestro y desaparición en 1971 del abogado Marcelo Verd y su esposa Sara Palacio, el intento de secuestro de Roberto Quieto en las inmediaciones de los Tribunales de la capital, el asesinato de Juan Pablo Maestre y el secuestro y desaparición de su esposa Mirta Misetich y aun el secuestro y asesinato de Ángel Enrique Brandazza en 1972, fueron a la vez anticipo e intentos de amedrentamiento previos a la ordalía de sangre que se desataría a partir de 1975 y, en mayor medida, de 1976. Es en ese sentido, como anuncio del propósito y metodología de lo que vendría después, para instaurarse como política de Estado, que el secuestro, tortura y desaparición de Felipe Vallese deberían ser entendidos como el primer caso de desaparición forzada propiamente dicha, y su caso, más que ningún otro, recordado, hoy más que nunca, por muchos dirigentes políticos y gremiales que, sin los atenuantes de los sindicalistas de aquel entonces, parecen hacerse los distraídos.
Un asesino ejemplar
Pedro Leopoldo Barraza llevó a cabo la primera investigación sobre el secuestro de Felipe Vallese. Ninguno de los policías, jueces y médicos que denunció fue condenado. Juan Fiorillo, que dirigió el operativo, torturó personalmente a las víctimas, y presumiblemente asesinó a Felipe Vallese, tras un par de años de suspensión continuó su carrera policial, integrando tiempo después la Alianza Anticomunista Argentina. Esa fue la organización que el 13 de octubre de 1974 se adjudicó el asesinato de Pedro Leopoldo Barraza y su compañero Carlos Ernesto Laham. Los cuerpos aparecieron acribillados a balazos junto a un paredón cercano a la intersección de las avenidas Escalada y 27 de Febrero.
El “Tarta” Barraza tenía 36 años y luego de desempeñarse, entre otros medios, en Clarín, Rebelión y La Opinión, había sido designado interventor de Radio del Pueblo por el gobierno de Juan Domingo Perón. Carlos Laham carecía de militancia política.
El comisario mayor Juan Fiorillo, también conocido como El Tano o Saracho, fue también parte del grupo que poco antes, el 31 de julio de 1974, había asesinado al abogado, historiador y diputado nacional Rodolfo Ortega Peña.
Incorporado automáticamente a los grupos de tareas de la dictadura, Fiorillo revistó en el Servicio de Inteligencia de la Policía Bonaerense y fue uno de los lugartenientes más cercanos del general Ramón Camps y estrecho colaborador de su sucesor, Miguel Etchecolatz, hasta ser designado director de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires.
Según numerosos testimonios, torturó en varios campos de concentración, como El Vesubio, Omega, Pozo de Banfield, el Banco, la Escuela Vucetich, y estuvo al frente del Comando de Operaciones Tácticas (COT), que tenía a su cargo la Comisaría 5ª de La Plata, centro clandestino por el que pasaron centenares de desaparecidos.
Imputado de los asesinatos de Edgardo Sajón y Alfredo Narciso Agüero, operó a las órdenes del general Antonio Minicucci y del comisario general Ernesto Verdún en la llamada área 112, llevando a cabo la eliminación de personas y el posterior ocultamiento de sus cuerpos. Fue acusado por sus propios colegas del secuestro, tortura y desaparición de Lucía Cullen y del periodista Ernesto Fossati.
Fiorillo era propietario de una agencia privada de seguridad cuando fue detenido el 29 de mayo de 2006, acusado de más de cien casos de privación ilegal de la libertad y torturas, y de secuestrar, el 24 de noviembre de 1976, a la pequeña Clara Anahí Mariani, de seis meses de edad, nieta de Chicha Mariani, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo. Cuarenta años después, Clara Anahí sigue sin recobrar su identidad.
Beneficiado inmediatamente con arresto domiciliario por el mismo sistema judicial que en su momento denunció Barraza, falleció impune en mayo de 2008 en su casa de Villa Adelina.
Un epílogo
En agosto del año 2002, la editorial Punto Crítico reeditó Felipe Vallese. Proceso al sistema, enriquecido por una sustanciosa introducción de Eduardo Luis Duhalde, de cuyo Epílogo resulta oportuno extraer algún párrafo.
“¿Cómo puede sentirse un autor –se pregunta Duhalde tras citar a Günther Grass– que hace 37 años anticipó (porque aprendió de otras experiencias históricas) que tras el caso Vallese no había un abuso y un error sino un sistema de dominación, y que, por lo tanto, las desapariciones no eran contingentes sino sistemáticas?
Seguramente que no con orgullo, frente a un sentimiento ahogado en la sangre de 30.000 argentinos. Tampoco con la frustración del anticipador que no fue escuchado, ya que un libro no alcanza para advertir a una sociedad del peligro; los pueblos no aprenden sino de su propia experiencia: su práctica y su saber son colectivos y no se constituyen mediante el ejercicio intelectual individual de unos pocos.
[…] Frente al crecimiento de la desocupación, la pobreza y la exclusión que produce el modelo de ajuste estructural permanente –decía Duhalde en 2002– la respuesta que el Estado argentino ha articulado ante la creciente protesta social, es el fortalecimiento del estado represor. Dentro de ese andamiaje se destaca la incriminación penal, en múltiples juicios que tienden a la exclusión de los elementos activos de la protesta, como forma de disuadir su efecto multiplicador.
[…] ¿Es que era necesario el sacrificio de 30000 hombres, mujeres y niños para darle sentido a la desaparición de Felipe Vallese? No se trata, por cierto de ello. Pero tras la tragedia, comienza la relectura del pasado, y es allí donde el caso Vallese recupera su sentido como significante e ilumina el presente como un faro, cuarenta años después”.
¿Serán acaso necesarios otros cuarenta años para decir lo mismo del secuestro y desaparición de Santiago Maldonado?