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La culpa de sobrevivir

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Me interesó y lo comparto a sabiendas de que no es un tema que entusiasme a las multitudes.

Cicatrices del tiempo arrasado

¿Quiénes son víctimas sobrevivientes de la última dictadura militar? ¿Sólo los familiares directos? ¿Hubo víctimas invisibilizadas? ¿Cuáles son las secuelas vigentes y de qué forma se las trata terapéuticamente? A esas y otras preguntas formuladas por Las/12 respondió Ana Berezin, psicoanalista, miembro del Consejo Asesor del Centro Fernando Ulloa, dependiente de la Secretaría de DD.HH. de la Nación.

Por Noemi Ciollaro / Las 12 / Página 12

Autora de los libros Relatos de la clínica psicoanalítica y Sobre la crueldad, Berezin (65) dirigió hasta 2010 el Programa de Asistencia Humanitaria y Psicosocial a los refugiados colombianos en Ecuador y Venezuela, reasentados por el Estado argentino, y sostiene que su labor consiste en aportar a «abrir la oscuridad que está en los ojos del que mirando no alcanza a ver lo que se le enfrenta o lo que lleva muy adentro».

¿Qué sucede hoy con las víctimas sobrevivientes de la dictadura?

–Cuando se ven procesos de destrucción y violación de derechos humanos masivos, incluso en contextos de genocidio o catástrofe sociohistórica, como la guerra contra los campesinos en Guatemala, el conflicto armado de Colombia o El Salvador, es el conjunto social el que está afectado. Víctimas en última instancia somos todos. Las hay directas e indirectas, lo sepan o no. La sociedad ha quedado dañada, a veces por más de dos o tres generaciones. Depende de lo que se construye o no después. Es bueno aclarar que víctimas fuimos, no lo somos. Sobre todo desde el momento en que cayeron las leyes de impunidad y comenzaron los juicios. Lo que nos ayuda en lo social a salir del estado de sobrevivientes o de víctimas es la acción de verdad y justicia y una sociedad que continúa un debate sobre la memoria. Se es víctima cuando se está en un lugar pasivo y se es un sujeto que no tiene herramientas para tomar decisiones respecto de su libertad y de su vida.

¿Ni siquiera en la acción del reclamo, aunque no se obtenga justicia?

–Esto trajo un debate muy grande, hay que reconocer que fuimos víctimas, la enorme tarea, resistencia mediante y con los logros obtenidos en buena parte por esa resistencia permanente a lo largo de los años, continúa porque las batallas de la política de la memoria siguen y van a seguir en tanto haya daño y la construcción y la revisión histórica prosigan. Entonces fuimos víctimas y trabajamos para dejar de serlo, y una de las tareas centrales como psicoterapeutas es, junto con muchos otros actores sociales, dejar de serlo. Uno de los mayores daños y triunfos de los victimarios ocurre cuando las víctimas quedan consolidadas en esa identidad. La ausencia de resistencia, de verdad y justicia colabora fuertemente a consolidarla, a la manera de un nuevo documento de identidad. Hay quienes se presentan a sí mismos diciendo su nombre y que son «víctimas de…», como si su única cualidad subjetiva fuera haber vivido el horror. Esto tiene que ver con todo lo dicho y es fundamental que haya un trabajo directo sobre cada uno, vez por vez, familia por familia, persona por persona que necesite algún tipo de asistencia que lo ayude a sobrellevar las marcas y los daños que le han dejado «impresos» en su subjetividad. Todo eso hace falta y en ese sentido en la Argentina somos «privilegiados», es uno de los pocos países, o el único, que tiene una política de reparación tan amplia, pero hay cuestiones absolutamente irreparables: los desaparecidos son irreparables; padecer tortura es irreparable; el robo de bebés es irreparable… Durante mucho tiempo hubo mucha resistencia a reconocer que fuimos víctimas.

¿Habla de quienes no fueron víctimas directas?

–No, hablo en general, incluso de las víctimas directas –indirectas somos todos–, se las llamaba «afectados» en las organizaciones de derechos humanos, en los equipos de salud mental. Hubo un debate muy fuerte por ese lugar pasivo, inerme y esclavizado en que queda la víctima en el momento de ser victimizada. Pero pasa que si no nos reconocemos víctimas difícilmente vamos a dejar de serlo. Hay hechos reales, lo fuimos. Y si no lo hubiésemos sido no habría victimarios. Afectados es una palabra tan amplia…, son eufemismos. Fuimos víctimas y trabajamos para dejar de serlo desde hace tiempo y mucho más plenamente desde que cayeron las leyes de impunidad.

Hablemos del tema de la supervivencia.

–A mí se me hizo muy claro en el momento en que empecé a trabajar con los refugiados que habían pasado desaparición, torturas, masacres, violaciones. Eran refugiados colombianos en Ecuador y Venezuela y reasentados en la Argentina. Los programas de asistencia de cada país les dan el status de refugiado luego de un procedimiento jurídico; hablo del Acnur, o el Programa Mundial de Alimentos. Se les garantizan las condiciones de supervivencia física, vivienda, alimentos, remedios, lo básico. Pero lo que se olvidaba es que la supervivencia física es también psíquica y desde lo ético hay que pensar que esa persona tiene que acceder a una vida digna, tiene que pasar de ser sobreviviente a ser viviente, ciudadano, aun como refugiado tiene que ser sujeto de derecho y de derechos. Es otro aspecto muy importante: no reducir a quienes fueron víctimas a situación de supervivencia. Aquí lo que se llamó indemnización o dinero para los familiares de víctimas del terrorismo de Estado, o sobrevivientes de los campos de concentración es un aspecto, pero hoy lo que se plantea es una reparación integral de su salud física y mental. Si no hay un trabajo sobre el estado subjetivo, sobre los lazos sociales rotos porque reinan la desconfianza y el prejuicio, esa persona no podrá ser autónoma, dueña de su vida de nuevo. Necesitará asistencia continua y quedará fijado en situación de deterioro.

¿Es diferente la situación de los exiliados de la de quienes vivieron en la Argentina toda la dictadura?

–Es muy importante no entrar en calificaciones ni en cuantificaciones. ¿Quién mide el dolor humano? ¿Quién sufrió más, el escondido aquí o el escondido afuera? No se puede decir más o menos, siempre es cada uno, cada vez, cada quien, eso es algo que hay que tener muy presente. La otra cuestión es que es un debate permanente, es no juzgar, esto es una condición ética de entrada. Eso es central en la lógica del victimario. Nosotros no juzgamos, no somos jueces, ni sacerdotes. Un buen juez juzgará el delito, pero no juzgará el padecimiento de nadie, ni qué hizo con ese padecimiento, ni cómo respondió, o si se defendió y qué pudo aguantar y qué no. Esto es válido para todos los actores, jueces, funcionarios, testigos, compañeros, terapeutas. Juzgar fue la lógica de quienes emitieron juicio sobre quién tenía derecho a vivir y quién no. Es tomar la vida del otro en las propias manos y es erigirse desde un lugar en que yo juzgo a las «buenas y malas» víctimas o a los «buenos y malos» sobrevivientes. Ese es el lugar del opresor, del dominador. Y es revictimizar. Los victimarios trabajan mucho en esto, así como comprometen a toda la fuerza represiva en los crímenes de lesa humanidad, también obligan a la colaboración de las víctimas en el proceso victimizante.

¿Qué secuelas quedaron en las víctimas?

–Todos hemos quedado con marcas y daños emocionales y físicos, me voy a referir a los diversos síntomas de esos daños, pero fuera de todo marco psicopatológico. Los síntomas que presentan los sobrevivientes del terrorismo de Estado no obedecen a ningún cuadro psicopatológico, ni pueden ser catalogados como problemáticas de ese tipo: son los daños que en mayor o menor grado sufre cualquier persona que atravesó el horror concentracionario, la tortura, la desaparición de un familiar. El primer daño respecto de la desaparición es vivir en un duelo permanente y eso no es por un cuadro melancólico, es por lo que implica la desaparición, lo que implica un genocidio y una masacre, aun cuando se recuperen los cuerpos y haya finalmente un entierro. En ese caso se cierra una etapa, pero el duelo de haber tenido que elaborar, metabolizar y convivir con tamaño dolor durante tanto tiempo efecto de la crueldad de los otros es una carga muy difícil para los familiares directos. Y como con toda carga hay que repartir el peso; si compartimos el duelo es más liviano. Por eso es tan importante el ejercicio de memoria y acompañarlo, aunque ya estén los juicios y muchas verdades se sepan. Llamo víctimas directas a familiares, parejas, amigos muy próximos. Y familiares abarca hermanos, primos, cuñados, personas comprometidas en la historia de esa persona, a veces un amigo es como un hermano. Esa carga tenemos que llevarla entre todos. Aun cuando prosiga el trabajo que hace el Equipo de Antropología Forense (EAAF) y se cierre de algún modo una etapa, hay algo que continúa y que fue el horror atravesado.

Recuperar los huesos significa saber algo de cómo terminó una vida…

–Es importante, porque saber cómo terminó una vida, aunque sea en parte, es darle sentido a esa vida incompleta. Esa es una de las cosas más siniestras y crueles de la desaparición: cuando se borra el final de una vida es como si se borrara su vida entera. El gesto de Videla de «no sé, no están, no existen…» es no están ni vivos ni muertos, no existieron nunca…, borra toda la historia de ese sujeto. Nacemos, vivimos y morimos, y cuando se niega uno de esos tiempos se arrasa con los otros. Encontrar los restos hace que por lo menos uno sepa que terminó, y algo de cómo terminó, alguna marca.

¿Qué ocurre con la culpa del que sobrevivió?

–Es muy dura y uno sabe que muchas veces incluso en el interior de las familias hay culpabilizaciones, porque son formas fallidas, intentos de liberarse de la espantosa culpa de haber sobrevivido. Se proyecta en el otro, se le dice al otro «por tu culpa que no le avisaste», «por tu culpa que no le dijiste, que no hiciste o hiciste» tal cosa. Y eso les ocurrió especialmente a las madres y a las mujeres, las parejas. Desde la famosa frase de la dictadura en TV «usted es responsable» en adelante, y ya con nuestras propias voces, no con la del victimario, se responsabilizó a las madres, a la principal procreadora, criadora. Y a las parejas, mujeres, novias, y esto sigue, hay un proceso muy lento de cambio, pero todavía estamos en pañales en estos ámbitos. Esto ocurre no sólo por la mirada cultural, sino también por cómo asumimos esa cultura, es complejo. Para las mujeres, esposas, es muy duro porque, hayan sido compañeras de militancia o no, está eso del cuidado de la pareja. «¿Por qué ella sobrevivió y él no?», pregunta que no aparece al revés, cuando es la mujer la que ha desaparecido al varón no se lo interroga por eso. La pregunta es pésima en cualquier caso, me refiero al lugar muy duro que tuvieron las parejas mujeres que han sobrevivido. Fueron invisibilizadas y en algún punto fueron tomadas por la situación y pelearon poco su lugar. Por la culpa de haber sobrevivido, porque había que sacar adelante niños, porque había que seguir cuidándose de no caer, sostener a todos vivos, proteger a los que quedaron. No contaron en la mayoría de las ocasiones con familiares que apoyaran porque estaban aterrorizados, y no hay que juzgarlos, pero fue muy activa la invisibilización. Nadie les vino a decir «ustedes que han tenido que estar escondidas en algún lugar sin decir mu, pidiéndoles a los hijos que no dijeran que el papá o el abuelo fue secuestrado y desapareció, no se merecían ese trato». Al contrario, y hablo desde después del ’83 –y esto en los testimonios aparece muy claro–, eran miradas desde la sospecha, por lo menos. Muchas mujeres sobrevivientes dicen «a mí no me pasó nada» y sin embargo estuvieron secuestradas, días, horas, minutos, mientras se hacía el operativo en que se llevaron a su pareja. Ese tiempo es inmedible, es muy importante que alguien en nombre del Estado venga y te diga eso, ayuda mucho a la verdad, a que no se invisibilice la verdad de la cual vos sos sujeto. Dicen «a nosotras no nos pasó nada» porque están vivas. Pero la vida no es sólo supervivencia. Ellas y muchas veces sus hijos presenciaron ese horror y su vida estuvo en peligro. Y sin embargo en muchos casos no lo han podido decir, no lo han denunciado. La fuerza de la culpa y la vergüenza de sobrevivir es brutal. Primo Levy lo pudo escribir mejor que nadie, es asumir la vergüenza de la condición humana porque acontezcan estas cosas, pero es asumirla desde el propio cuerpito de cada una; algo semejante pasa con las violaciones.

Usted incluyó a los amigos entre las víctimas sobrevivientes…

–Sí, los amigos cercanos, que han compartido historia de militancia o no, en ellos como en las mujeres, ha quedado invisibilizado el daño que han sufrido y las marcas que eso les ha dejado. De hecho muchos se exiliaron o escondieron en el país porque cayó el mejor amigo, nada más que por eso. Perder a un hermano o hermana de la vida no es menor y socialmente nunca fue tenido en cuenta como parte de esa población dañada.

¿Desde lo terapéutico qué puede decir?

–Es poco lo que puedo decir, porque siempre es con cada uno, cada vez, y muy distinto cada vez, aunque compartan la mayoría de los padecimientos con los demás. Como en todo trabajo clínico, siempre es cada vez con cada uno. Para mí hace mucho y aunque sigan siendo un referente, las clasificaciones psicopatológicas se me rompieron en mil pedazos, las rompo cada vez porque un sujeto está por fuera, desborda una clasificación. Partiendo de la no psicopatologización de quienes fueron víctimas, en las situaciones límite las referencias se replantean cada vez mucho más abiertas. A su vez este trabajo en la frontera de lo humano enriquece la comprensión del sujeto en condiciones «normales», así entre comillas. O sea en el sentido de lo que es el común de la vida, no en el sentido de salud o enfermedad, enriquece la comprensión de la condición humana, por lo cual nuestro trabajo se enriquece, nos desgarra, nos desafía, nos conmueve y se requiere mucho trabajo de cada uno sobre nosotros mismos y nuestra posición ética. Yo escribí hace poco que toda ética tiene que ser una respuesta al dolor humano.


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