La «libertad de prensa» ¿qué es?
Teodoro Boot / Télam
La libertad de prensa es uno de esos raros fenómenos que nadie sabe muy bien cómo definir, particularmente en sus límites y alcances. Viene a ser como los piquetes: ¿hasta dónde es justo el reclamo de quien me impide el paso? ¿No tengo yo igual derecho a transitar que el tipo al reclamo? ¿No hay un límite a la injuria, la difamación, la propagación de falsedades o la editorialización capciosa?
Casualmente, nuestras primeras leyes de imprenta versaron sobre esos interrogantes. Y la primera de las leyes de libertad de prensa ponía límites a la libertad de decir lo que a uno se le antojara. La difamación era uno de ellos.
En La Gazeta de Buenos Ayres, Mariano Moreno dio a conocer un decreto de libertad de prensa según el cual se podía publicar cualquier cosa que no ofendiera la moral pública, ni atacara a la Revolución ni al gobierno. Poco después, a instancias del deán Gregorio Funes, la Junta dejó sin efecto cualquier disposición contraria a la libertad de publicar libremente las ideas, si bien “el abuso de esta libertad es un crimen y su acusación corresponde a los interesados si ofende derechos particulares; y a todos los ciudadanos, si compromete la tranquilidad pública, la conservación de la religión católica, o la Constitución del Estado”.
Para entonces, cualquiera decía cualquier cosa de cualquier otro. Y del gobierno, más.
Luego fue Dorrego, periodista él, el siguiente en garantizar la libertad de prensa, curiosamente mediante la penalización de las injurias que se proferían federales y unitarios desde “El Tiempo”, “El Liberal”, “El Tribuno” y otros pasquines.
Es que, como en los piquetes, existe entre límites y alcances de la libertad de prensa una colisión de derechos, si bien sería útil dilucidar si se trata de derechos de la misma envergadura y trascendencia. Y más importante: quién establece esos límites y en base a qué propósitos e intereses.
El mismo Dorrego nos da una pista, cuando luego de declarar que son abusivos los impresos que ofendan con sátiras e invectivas la reputación de algún individuo o publiquen defectos de su vida privada, en siguiente artículo establecía que no estaban comprendidos en el anterior los impresos que denunciaran o censuraran “actos u omisiones de los funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones”.
De mirarse las cosas con alguna atención, puede observarse que no existe una única colisión de derechos, sino varias, a menudo yuxtapuestas y contrapuestas. Otro tanto ocurre con los piquetes, que ya mismo dejaremos de lado debido a que su intervención en este texto está teniendo los mismos efectos que en la avenida 9 de julio.
A primera vista, decíamos, la colisión entre derechos se produciría entre el derecho a decir lo que a uno le plazca y el supuesto deber estatal de impedir agravios, injurias y difamaciones varias, que a menudo encubre y alienta la proverbial pulsión a la censura. Pero existen otras, en ocasiones más significativas: la colisión de derechos entre dos medios de prensa, entre medios y Estado a través de regulaciones gubernamentales, legislativas o judiciales, entre medios y Estado a través de medios de prensa, entre medios y particulares, entre empresas y medios, entre medios y multimedios, entre sociedades anónimas y sociedades cooperativas, entre medios y periodistas, entre periodistas y periodistas, entre profesionales y aficionados, entre mercenarios y militantes, entre profesionales y militantes, entre profesionales y mercenarios y, para embrollarlo todo, el gran ausente en cualquier debate sobre libertad de prensa, el desconocido de siempre: el lector, oyente, televidente, en suma, el tipo, que del trabajo a casa y de casa al trabajo es sistemáticamente bombardeado por eslóganes estruendosos y contradictorios, manipulado por el tratamiento sibilino o sesgado de la noticia, por titulares y bajadas que jamás son ingenuos; victima propiciatoria, inerme y muda, que avanza a tientas en una tormenta informativa y desinformativa buscando algún lugar al que agarrarse.
Y puesto que el mundo cambia, se moderniza y complejiza, y ahora en la radio los oyentes hablan, como si en vez de oyentes fuesen parlantes, el tipo va y llama a un programa, a diez, a cien, hasta que se le acaba el crédito, escribe a los medios, en el facebook, en su blog, en los blogs de otros, en el twitter, en el baño del bar; hace su módico, solitario aporte a la confusión general en la sincera convicción de tener también él ¿por qué no? el derecho a hacer uso de la suprema libertad, la de expresión, la de prensa, la de publicar y difundir sus ideas.
¡Hasta el tipo olvida su derecho esencial, que no es el de la libertad de prensa sino el que la fundamenta, el que le da sentido y dimensión! Y cómo no va a olvidarlo, si nadie se lo dice, si en la absurda arrogancia de mirarse el ombligo, de hablarse encima para propia satisfacción, beneplácito y conveniencia, medios, multimedios, periodistas, profesionales y amateurs, empresas, conglomerados, funcionarios, legisladores y jueces insisten en olvidar, cuando no en ocultar deliberadamente, que la libertad de prensa encuentra su razón de ser, su alcance y su límite en un derecho que se le contrapone y en consecuencia, se le complementa: el derecho a la información que asiste al tipo.
Ese derecho a la información veraz y en lo posible objetiva al que tanto se le dificulta acceder y no sólo por censura, tergiversación u ocultamiento, sino por yuxtaposición, superabundancia, profusión, enormidad y saturación, en general sin el menor grado de discriminación, matiz o disidencias, encubriendo la existencia de una única voz o, para decirlo más apropiadamente, un único puñado de voces.
¿Qué es, sin la protección y el ejercicio real del derecho a la información, el derecho a la libertad de prensa que hoy se celebra? En el mejor de los casos, onanismo intelectual, trabajo a destajo, yugo de asalariado, libertad de empresa y mecanismo de negocio.
Dentro del sistema capitalista, los negocios no son prohibidos ni resulta una actividad de la cual nadie debiera avergonzarse. En consecuencia, no deberían encubrirse con la máscara del servicio público ni, mucho menos, ejercer el derecho a decir lo que a uno se le antoje a despecho de estar conculcando un derecho esencial de los ciudadanos, que es el de una buena, suficiente y veraz información.
En el día de la libertad de prensa, valga entonces este modesto homenaje dedicado a sus principales víctimas.