TAUROMAQUIA. Una pedagogia de la crueldad que naturaliza los asesinatos
Como tantos varones heteros que peinamos Lord Cheseline, nos afeitamos con Legión Extranjera, nos perfumamos con Old Spice y amamos los asados, dudé mucho antes de llegar a esta instancia: abominar abierta y radicalmente del cruel suplicio infligido a los toros de lidia, un bellísimo anímal. Dudé durante años, más que por la adhesión a la tauromaquia de Serrat, Sabina y Cía, o por el morbo que despertaban Manuel Benítez «El Cordobés» y José Tomás, por el talento de algunos cronistas que cubrían las corridas de toros, héroes de la preservación del riquísimo acerbo del idioma castellano por encima incluso de los ilustrados académicos de número de la Real Academia Española. Solían exhumar palabras caídas injustamente en desuso hasta el punto de que Julio Cortázar se divirtió con la incomprensión de audiencias no ibéricas a tantos gongorismos en Un tal Lucas.
También el texto que voy a compartir honra a nuestro idioma, y ha disipado mis últimas dudas. Quizá me haya reblandecido con los años, pero he llegado a entender cabalmente a Carlos Puccio cuando me sorprendió al decirme que ya no montaba a ninguno de los hermosos caballos de su tropilla por haberse dado cuenta de que a los equinos no les gustaba en absoluto que los ensillaran y, menos, que los montaran y espolearan. Entonces quedé perplejo. Pero hoy hasta contemplo la posibilidad de que en el futuro, si es que lo hay, la mayor parte de la humanidad se vuelva vegetariana, cuando menos lacto-ovo-vegetariana y que aunque haya quien siga comiendo pescado, el consumo de carne vacuna, ovina y porcina, a pesar de ser muy nutritivo, sea claramente recesivo e incluso mal visto, como lo es en la actualidad fumar.
Un termómetro infalible para mi es que quien maltrata a animales es un enfermo, y si éstos son mamíferos, irrecuperable: siempre serán malas personas. De eso, como sucede con los violadores sistemáticos, psicópatas y asesinos seriales, no hay cura. Son gentes que no deberían estar en libertad.
En 1974, escuché el detallado testimonio de un ex colimba que había cursado el servicio militar obligatorio en el cuartel del Ejército de Villa Martelli (donde hoy se encuentran las ruinas de Tecnópolis). Narró que un oficial, hijo de uno de los futuros dictadores, formó un grupo de militares sicarios para actuar en el marco de lo que se conoció genéricamente como «la Triple A», la banda paraestatal que asesinó a unas ochocientas personas, preparando el terreno (junto al Operativo Independencia, de cuyo inicio acaba de cumplirse medio siglo) para el genocidio que se desató a partir del 24 de marzo de 1976. Para acostumbrar a los futuros sicarios a matar, les ordenó capturar a todos los perros callejeros que encontraran, encerrarlos y luego atarlos en el polígono de tiro y acribillarlos y destrozarlos con granadas para acostumbrarlos a naturalizar las masacres.
Hoy la pedagogia de la crueldad es más sibilina y de apariencia incruenta. Basta ver como se ha naturalizado como un espectáculo el pornográfico genocidio del pueblo palestino que transcurrió y transcurre con mucho menor impacto mediático que un tsunami. Y es que nadie en su sano juicio soporta ver a niños destrozados por la vesania sionista. Y ya se sabe, lo que no se ve, es como si no existiera
Mirar a los ojos


