Videla: El rostro del odio

Luis Hipólito Alén, subsecretario de Protección de Derechos Humanos.
La revista española Cambio 16 acaba de publicar un reportaje a Jorge Rafael Videla. Nada de lo que dijo el asesino que encabezó el genocidio en la Argentina es nuevo: ni la constancia de que las violaciones masivas y sistemáticas de los Derechos Humanos comenzaron antes del fatídico 24 de marzo de 1976, ni la exposición pública de la complicidad de políticos, empresarios y eclesiásticos en la mayor tragedia de nuestra historia son datos desconocidos; las palabras del dictador sólo confirman, una vez más, lo que ya se sabía.
Tampoco es nueva su reivindicación de la muerte como política oficial, que desplegó desde la jefatura del Estado terrorista. Cada vez que alguno de los genocidas ha elegido hablar, han reiterado, una y otra vez, que están orgullosos de sus crímenes y no vacilarían en repetirlos, si tuvieran la oportunidad. Así lo hicieron Menéndez, Bussi, Acosta, Astiz y demás delincuentes al hablar ante los tribunales que los juzgan.

Sus opiniones sobre los distintos gobiernos que, entre 1983 y 2003, se sucedieron en la Argentina, no son nuevas ni difieren de las que desparraman los voceros de la muerte en cuanta oportunidad se les ofrece. Claro que preferirían el olvido cómplice de la impunidad que quisieron imponer a la sociedad, para construir una pseudo democracia débil y sometida a los intereses en cuyo nombre asestaron el golpe criminal.

El veneno que destilan sus palabras, cuando se refiere a Néstor Kirchner y a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, es la reacción del criminal que ve truncado el goce de la impunidad frente a quienes, recogiendo las banderas inclaudicables de los organismos de Derechos Humanos y al reclamo social mayoritario, impulsaron el proceso de Memoria, Verdad, Justicia y Reparación que restituyó la dignidad a los argentinos y permitió la reconstrucción ética del Estado.

La perversión de palabras como democracia, república, orden institucional, equivalentes en su oscuro pensamiento a tiranía, entrega y genocidio, no pueden sorprendernos. El juzgamiento de los crímenes de la dictadura es hoy política de Estado, impulsada no sólo desde el Ejecutivo sino acompañada también por los otros poderes, y forma parte necesaria del contrato social de los argentinos. La defensa de la soberanía, la recuperación de la capacidad de decidir libremente nuestros destinos, la igualdad de derechos y oportunidades, la libertad de expresar opiniones y buscar y difundir informaciones no pueden ser gratas para quien conculcó los derechos fundamentales, entronizó el poder de unos pocos para disfrutar de las riquezas de todos y sometió a la patria al designio de intereses ajenos, dictados desde los centros del poder internacional.

¿Qué puede decirse, entonces, sobre las palabras del asesino, que no haya sido dicho ya? Y sin embargo, algo conmueve cuando nos enfrentamos a un Videla que expresa libremente su ideología, aunque lo haga desde la prisión en la que la democracia lo mantiene como fruto de sus crímenes. Lo que nos impacta, lo que nos mueve al rechazo más profundo, es la comprobación de que estamos frente a frente con la encarnación del mal que, lejos de la banalidad que Hanna Arendt creyó encontrar en su mirada sobre Eichmann, no le vino impuesto anónimamente sino que fue fruto de su decisión consciente, de una elección deliberada de los mecanismos del terror para «disciplinar» a una sociedad y así imponer su proyecto de dominio.

Lo que nos conmueve, lo que nos lleva a reiterar nuestro compromiso con la defensa irrestricta de los Derechos Humanos, con la construcción definitiva del «Nunca Más» como imperativo categórico, es vernos frente a frente con esa cara de Videla que es, nada más y nada menos, que el rostro del odio.

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