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BORGES. Cuando el autor de «El Aleph» era yrigoyenista y simpatizante del «radicalismo montonero»

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Asi definió Marcelo Larraquy  a quien protagonizó la sublevación armada contra el general Agustín Pedro Justo que encabezaba la (primera) década infame, derrotada en Paso de los Libres, Corrientes, en diciembre de 1933: «La última aventura del radicalismo montonero». Como Jauretche, que participó del alzamiento y pudo eludir la degollina que sufrieron varios de sus correligionarios que se rindieron, Borges era entonces radical y, acaso culposo por no haber defendido activamente al caudillo recientemente fallecido, le propuso a Don Arturo prologar el relato de lo ocurrido. Boot rememora aquella época en la que Borges era criollista y analiza el vuelco que daría luego y su negación a reeditar aquella elegía y otros textos «criollistas».

El tamaño de una esperanza

 

POR TEODORO BOOT

En enero de 1926, en Salto Oriental, Jorge Luis Borges ponía punto final a la presentación de un breve compendio de ensayos aparecidos en distintas revistas, así como en la sección literaria del diario La Prensa. Publicados en julio de ese año quinientos ejemplares, libro y prólogo llevaron un mismo título “El tamaño de mi esperanza”. Que así comienzan: “A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos deveras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma (…) Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidá a este país.”

Título, libro y prólogo compartirán un mismo destino: la desaparición forzada.

Anteriormente, Borges había publicado los poemarios “Fervor de Buenos Aires” y “Luna de enfrente”, así como la colección de ensayos de “Inquisiciones”, pero será uno posterior, “El idioma de los argentinos” el que, junto a “El tamaño de mi esperanza” merecerá la inquina del autor, quien jamás permitió que ninguno de ambos fuera reeditado.

Hubo que esperar su muerte –¡véase cómo al fin de cuentas estábamos predestinados a celebrarla!– para que en 1993, llevada por su amor a la literatura, al dinero o a al autor –en todo caso, será siempre amor–, su viuda María Kodama decidiera sacarlas de la oscuridad y el olvido.

Cualquiera tiene derecho y hasta el deber de detestar lo que alguna vez ha escrito, pero ¿cómo no preguntarse en este caso de dónde la tirria del autor a esos fragmentos de su obra que de ningún modo desentonan con los que más tarde él mismo celebraría?

¿Había otro Borges ahí, el proyecto de un hombre que no fue, detestado por sí mismo hasta decretar su inexistencia, opacado por el que iba envejeciendo entre halagos, agasajos y esa forma prematura de las honras fúnebres que es la celebridad?

A su regreso de la larga estancia europea en que transcurrió su adolescencia, Borges descubrirá ese Buenos Aires que años atrás apenas había entrevisto más allá de los visillos de la casa familiar. Y ocurrió que en ese sorprendente mundo en el que acababa de desembarcar, el recienvenido encontraría un nuevo motivo de fascinación: el radicalismo o, con mayor propiedad, Hipólito Yrigoyen, “el único en nuestro país que, privilegiado por la leyenda, va en ella como en un coche cerrado”.

Hacia fines de 1927, Borges se ha vuelto exaltado líder del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes, con sede en la casa paterna de la avenida Quintana 222 y, ya dos semanas antes de los comicios de 1928, proclamaba vencedor al líder radical. Dos años después, como tantos correligionarios, se llama a silencio ante el derrocamiento y la prisión de Yrigoyen.

También hará silencio en 1933 ante su fallecimiento, que conmovió los cimientos de la sociedad argentina de entonces. Extrañamente, este joven que apenas si estaba entrando en la treintena, se había lamentado un año antes: «Vida y muerte le han faltado a mi vida».

Habrá sido en busca de esa experiencia que un año más tarde vuelve a viajar a la República Oriental, donde tenía estancia su primo Enrique Amorim, con quien recorrerá las comarcas fronterizas de Artigas, Cuareim, Bella Unión, Rivera, Santana do Livramento. Ahí, mismo, el exiliado José Hernández había empezado a borronear los primeros versos de Martín Fierro. Y ahí mismo Borges vio matar a un hombre y conoció esos gauchos que había creído legendarios, los mismos que veinte años después marcharían en masa hacia Montevideo  “por la tierra y con Sendic”.

De alguna manera los conocía. Ya había hablado de ellos en su descubrimiento y reivindicación del entrerriano Evaristo Carriego: “La entonación entrerriana del criollismo, afín a la oriental, reúne lo decorativo y lo despiadado, igual que los tigres. Es batalladora, su símbolo es la lanza montonera de las patriadas. Es dulce: una dulzura bochornosa y mortal, una dulzura sin pudor, tipifica las más belicosas páginas de Leguizamón, de Elías Regules y de Silva Valdés”.

Coronel Roberto Bosch. Con el busto de su jefe político, Don Hipólito Yrigoyen.

Será también en Salto Oriental donde en noviembre de 1934 fechará un prólogo que, curiosamente y a diferencia de todos los prólogos, no será solicitado por el prologado sino por el prologuista. Borges lo pedirá por medio de Homero Manzi, común amigo de ambos. Y será el espaldarazo de un ya prestigioso Jorge Luis Borges lo que llevará a “Julián Barrientos” –paisano que cuenta la patriada simplemente “porque anduvo en ella”–, a salir del anonimato y a firmar con su nombre “El paso de los Libres”, poema gauchesco escrito en prisión, que daba cuenta de la última de las revoluciones radicales. La había encabezado el coronel Roberto Bosch en diciembre de 1933.

Lo habrán impactado los versos, o tal vez que la irrupción de la columna de 150 hombres de Bosch en Paso de los Libres, su derrota en el encuentro de San Joaquín –tras el que, a la vieja usanza, muchos de los rendidos fueron degollados–, la dispersión y el regreso del coronel a su exilio en Brasil, evocaron en Borges la retirada de Ricardo López Jordán tras la batalla de Ñaembé.

“En la patriada actual –escribe en ese prólogo–, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario.

”Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder –sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje–. Ya lo dice Jauretche en una de sus estrofas más firmes: ‘En cambio murió Ramón/ jugando a risa la herida:/ siendo grande la ocasión / lo de menos es la vida’.

“Recordemos –se inflama Borges– que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió, esa madrugada y esa batalla”.

Y concluye:

“La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá –yo lo creo– la amistad de las guitarras y de los hombres”.

Será el prólogo a “El Paso de los Libres” y no “Evaristo Carriego” la despedida del Borges criollista, porteño y radical, capaz de emoción ante la lucha en pos de una derrota prevista de antemano, para empezar a ser ese ingenioso escéptico que con distante humor inglés ironizaba sobre los oprimidos, los perseguidos y los sufrientes.

Se dirá –Borges lo dirá– que se habla de aquello de lo que se carece, y para demostrarlo le bastará con asegurar que en todas las páginas del Corán, dictadas en el desierto, el camello no aparece mencionado ni una sola vez.

No podemos dar fe de que esto sea cierto –que con la Palabra eterna e increada no se jode–  pero resulta llamativo que de las cientos de estrofas de ese largo poema de “Julián Barrientos”, Borges haya elegido justamente esa, la que con modestia y sencillez nos dice que “siendo grande la ocasión / lo de menos es la vida”.

La ocasión, las ocasiones, irán alejando a Borges de la vida de los hombres de su pueblo para acercarlo, cada vez más, a una cazurra existencia cortesana que, por inteligencia y sensibilidad, seguramente padecía, pero de la que por molicie, comodidad y esa desganada vanidad que tan graciosamente sabía lucir, cada día podría apartarse menos.

Se mentarán sus impedimentos físicos, la ceguera que se ensañó con él con tanta alevosía, las tentaciones del fasto y la fama, las desventajas de compartir los agravios de los vencidos… se dirá que al tiempo que disminuía su estatura humana crecía la del artista capaz de escribir las páginas de “Ficciones” o “El Aleph”, se dirán tantas cosas… Lo cierto, es que vino a cumplir muy brutalmente en su vida lo que parece ser destino de todos los hombres: hacerse viejo sin volverse mejor.

A veces, más que rememorar su muerte o lamentar su parábola vital, es preferible evocar la esperanza de un joven argentino orgulloso de serlo. Y lo haremos con sus propias palabras:

“Nuestra famosa incredulidá no me desanima. El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras. Díganlo Luciano Swift* y Lorenzo Sterne y Jorge Bernardo Shaw. Una incredulidá grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña”.

NOTA

*) Consultado el autor acerca de si sabía por qué razón Borges habia escrito «Luciano» cuando a todas luces se refería a Jonathan Swift, éste respondió: «Andá a saber. Lo habrá conocido del barrio». Y después, más seriamente ·»Debe ser una traducción de Jonathan al criollismo».


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Un comentario

  1. A propósito de la nota sobre Luciano y Swift, creo que se debe a un problema de edición: no es Lucianop Swift sino Luciqno, Swift. Son dosm personas distintas: Luciano de Samosata, autor de La Historia Verddadera, escrito en el siglo II y que narra un viaje a la luna y el otro es sí, Jonathan Swift.
    Saludos.
    MD

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