GREGORIO SELSER: Reivindicación de un gran periodista a la antigua
Desconocido para las nuevas generaciones, Gregorio Selser fue un arquetipo de los periodistas que me me hicieron amar este oficio cuando era adolescente y leía con fruicción el prohibido periódico Marcha, del que había sido corresponsal y era colaborador, que traía mi padre, también socialista que trabajaba en el vapor de la carrera que unía Buenos Aires con Montevideo. Por entonces, la TV era un género menor y los periodistas de fuste se encontraban en semanarios como Primera Plana, Panorama y Confirmado, y más tarde en diarios como La Opinión, Noticias y El Mundo. Periodistas eran para mi, entre otros, Eduardo Galeano, Homero Alsina Thevenet, Rogelio García Lupo, María Esther Gilio, Carlos María Gutiérrez, Rodolfo Terragno , Alberto Szpunberg, Osiris Troiani, Tomás Eloy Martìnez, los hermanos Juan Carlos y Julio Algañaraz, Francisco Juárez, Jorge Listosella, Miguel Briante, Rodolfo Terragno, Pedro Orgambide, Juan Gelman, Miguel Bonasso, Carlos Ulanovsky, Tito Cossa, Alicia Dujovne Ortiz, Mario Diament, Enrique Raab, Jorge Eneas Spilimbergo, Manuel Gaggero, Enrique «Jarito» Walker, José María Pasquini Durán, Miguel Bonasso y los jóvenes Osvaldo Soriano, Rubén Furman, Alberto Dearriba, Alejandro Horovitz y Horacio Verbitsky. Incluso hubo un revival en los ’80 al recuperarse la democracia con el semanario El Periodista, en el que además de algunos de aquellos participaban Carlos Alfieri, Carlos Gabetta, María Seoane y Marcelo Figueras. La nómina, aunque extensa, es incompleta, me faltan periodistas de la revista Así y de los medios políticos que leía, desde Cristianismo y Revolución (con el que colaboraba… Pepe Eliashev) a El Descamisado, donde escribían Dardo Cabo, Ricardo Grassi… y el canalla de Ricardo Roa. Esos eran para mi periodistas, los modelos a imitar, y no los que aparecían por la tele como Bernardo Neustadt y Nicolás «Pipo» Mancera.
Toda esta larga e incompleta enumeración, a la que le faltan mujeres como María Moreno, Mabel Itzcovich, Susana Viau y Sylvina Walger, viene a cuento de dejar sentada la posición acerca de quienes eran periodistas para quienes nos iniciamos en el periodismo, al menos en la Argentina, una vez terminada la dictadura. Nada que ver con los que poblaron las pantallas de televisión hasta épocas recientes, cuando apareció una nueva camada de excelentes profesionales.
Pues bien, de aquellos periodistas «a la antigua» Selser, repito, fue un arquetipo, autor de una larga serie de libros memorables. Cuando publiqué mi primer libro (en coautoría con Julio Villalonga) llamado Gorriarán, La Tablada y las «guerras de inteligencia» en América Latina, allá por 1993, le dediqué todo un capitulo, pues fue él quien reveló por vez primera que los militares argentinos había organizado a la guerrilla contra (revolucionaria) que quería derribar al gobierno sandinista de Nicaragua en total sintonía con la CIA, a la que el presidente James Carter le había ordenado abstenerse de meter sus zarpas allí luego del alevoso asesinato de un periodista estadoundiense por la Guardia Nacional somocista, lo que había coadyuvado al triunfo de la insurrección, a comienzos de 1979.
El 1º de marzo pasado, al comentar la aparición de Gregoro Selser, una leyenda del periodismo latinoamericano, de Julio Ferrer, prometí publicar ese capítulo. Lo hago ahora:
El archivo de Selser
La primera pista impresa de lo que se cocinaba, apareció el 19 de octubre de 1980. Una breve nota del matutino mexicano Uno más uno informó ese día que el vicecanciller argentino, contraalmirante Carlos Cavandoli, era «el enlace entre la junta de Buenos Aires y cuatro oficiales de ejército argentino, uno de ellos de apellido Correa, que asesoran a grupos paramilitares de Honduras». La nota agregaba que la primera víctima de estos paramilitares había sido «Gerardo Salinas, un abogado defensor de presos políticos, asesinado por el denominado Ejército Anticomunista Armado Especial (EAAE)».
En su departamento de México DF, Gregorio Selser, un documentado y perspicaz periodista argentino1 , leyó la nota y la subrayó con rojo. Pasaron más de tres meses hasta que, el 5 de enero, Selser reparó en una segunda noticia publicada por Uno más uno. Su mujer, María, que le llevaba su enorme archivo, la recortó y abrochó con la primera. El nuevo texto era breve, recogía declaraciones de Mario Luis Palacios, encargado de negocios argentinos en tierras aztecas. Palacios decía que el gobierno de su país «observaba atentamente» la guerra civil salvadoreña.
Comenzaba así a formarse lo que en poco tiempo más se convertiría en un voluminoso sobre. Lo que sigue es una cronología, basada no sólo pero si principalmente en el archivo de Selser:
A fines de febrero de 1981 arribó a Buenos Aires —en calidad de «enviado especial» del secretario de Estado norteamericano Alexander Haig— el general de cinco estrellas retirado Vernon Walters, quien entregó a las Fuerzas Armadas lo que de allí en más será considerado el Informe Walters: «el más completo, documentado y detallado que haya preparado Washington acerca de la intervención militar soviética y de varios de los grupos de la izquierda marxista continental en Centroamérica», según reveló La Prensa poco después, en el medio de una columna de chismes y «noticias confidenciales».
Casi de inmediato, el comandante en jefe del ejército, general Roberto Viola, voló hacia Washington. El 18 de marzo, él y el general Oscar Saint Jean, que lo había acompañado, anunciaron en la capital norteamericana que Argentina ofrecía capacitar en la lucha antiguerrillera a los países amigos, y que El Salvador podría ser el primero en aceptar el ofrecimiento. Saint Jean añadió que el general Edward Meyer, jefe del estado mayor norteamericano, visitaría Buenos Aires entre el 5 y 11 de abril, cuando Viola se hubiera convertido en Presidente, tras reemplazar a Videla.
Los militares argentinos acababan de regresar a Buenos Aires cuando el 25 de marzo, el periodista Guillermo Almeyra escribió en Uno más uno que, en su afán de agradar a la administración Reagan y al Pentágono, Viola les había ofrecido «tropas para combatir en Afganistán, Angola y Centroamérica». Y en Marte si es necesario, quizá pensara el general de nariz vinosa, quien quizá no podría siquiera imaginar que, una década después, un presidente democrático lo emularía.
Mientras Meyer estaba en Buenos Aires, su colega del estado mayor argentino, José Antonio Vaquero, viajaba con un nutrido séquito a Guatemala para departir con el dictador que gobernaba ese país, el general Romeo Lucas García. Nada trascendió acerca de lo conversado, pero el 20 de abril, el mensuario internacional Visión reveló que, en su visita a la comisión de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano, Viola había propuesto a sus anfitriones establecer «algún tipo de colaboración entre ambos países contra la penetración comunista en la zona».
A fines de mayo sesionó en secreto en Guatemala el tercer congreso del «Consejo de Seguridad Interamericana» (CIS), colateral de la Liga Mundial Anticomunista. Asistieron a él, entre otros, Vernon Walters y delegados del gobierno racista de Sudáfrica. Entre los auspiciantes argentinos se destacaron el ex (y futuro) canciller, Nicanor Costa Méndez y el economista Ricardo Zinn.
En agosto, el canciller argentino, Oscar Camilión, recibió a su colega hondureño, coronel César Elvir Sierra, con el que firmó una declaración conjunta de condena al «terrorismo y la subversión, al tiempo que reafirmaron la convicción de ambos gobiernos en mantener la estabilidad en América Central», según informó Franco Press.
Sierra se llevó a San Salvador una línea de crédito renovable de 15 millones de dólares para «la adquisición de productos argentinos elaborados y semielaborados, como así también para contratar servicios técnicos», continuaba el despacho. Tras los eufemismos, se disimulaba la asistencia militar.
En noviembre se celebró en Washington una nueva Conferencia de los Ejércitos Americanos, la XIV, bajo la presidencia del general Meyer. La ceremonia de inauguración tuvo lugar en la explanada principal del Fuerte Me Nair, cuya misión era preparar oficiales de los países al sur del Río Bravo para la «defensa hemisférica». Flanqueado a la derecha por el Capitolio y a la izquierda por el monumento a George Washington, Meyer aleccionó a los visitantes para que se integrasen «todos juntos, al desafío que nos permita combatir a los elementos hostiles que están decididos a destruir las instituciones de nuestros países mediante acciones terroristas y agresiones armadas».
Era un día primaveral con un sol esplendoroso, por lo que llamó mucho la atención qué la mayoría de los militares latinoamericanos estuvieran acompañados por sus mujeres e hijas, muchas de las cuales lucían costosas pieles. Casi todas, por otra parte, ya habían obtenido que los bizarros hombres de armas las llevasen a Disneyworld. El delegado argentino, general Leopoldo Fortunato Galtieri, pasó un sofocón cuando el periodista argentino exiliado en Nueva York Diego Olivé, quien lo entrevistaba para la UPI-TV, le preguntó muy solemne si semejante peregrinaje era una actividad oficial. Días después, La Nación destacó en una nota editorial «el excepcional tratamiento» que se le había dispensado a Galtieri en Washington. Un alto funcionario norteamericano ejemplificaba, había destacado su porte «majestuoso»2 tras compararlo físicamente con el general Patton, héroe de la Segunda Guerra Mundial.
Serían tres periodistas argentinos, Oscar Cardoso, Ricardo Kirschbaum y Eduardo Van der Kooy, quienes revelaría, recién en 1983,3 que Galtieri cenó en aquella ocasión con la «crema» del poder estadounidense (entre otros comensales estaban el secretario de Defensa Caspar Weinberger, el asesor de Seguridad Nacional Richard Alien, el secretario de Estado adjunto para Asuntos Latinoamericanos Thomas Enders, el embajador de los Estados Unidos ante la OEA, William Middendorf, el secretario asistente de Política Económica, Paul Roberts, y los generales Haig, Walters, Meyer y John Mars, este último secretario del Ejército) y que al llegar a su especialidad, los brindis, Galtieri chapurreó en un inglés tarzanesco: «Argentina y los Estados Unidos marcharán unidos en la guerra ideológica que se está librando en el mundo».
Aun se tardaría más de cinco años (hasta enero de 1987, cuando lo revelasen los parlamentarios que investigaban el Irangate), en saberse que, ese mismo noviembre, el presidente Reagan había firmado una directiva secreta por la cual autorizó a la CIA a financiar el reagrupamiento de unos 500 miembros de la desbandada Guardia Nacional somocista.
Ese mismo noviembre, el 8, llegó a Buenos Aires una delegación de militares norteamericanos encabezada por el jefe del estado mayor conjunto, vicealmirante Thomas Bigley. Los visitantes discutieron con sus anfitriones argentinos «temas de seguridad internacional», según informó escuetamente la prensa regimentada. Días después, el general John Mc Enery, titular de la Junta Interamericana de Defensa (JID), le sugirió al presidente salvadoreño Napoleón Duarte que pidiera oficialmente «auxilio para que nosotros podamos socorrerle».
El 3 de febrero del 82 el gobierno sandinista denunció la Operación Navidad Roja: el intento de los contrarrevolucionarios de segregar Bluefields y otras localidades atlánticas del resto del país, luego de una violenta ofensiva conjunta de la guerrilla Misurasata (de los indios miskitos), ex guardias somocistas y tropas hondureñas, todos asesorados por militares argentinos.
El complot fue narrado con lujo de detalles por William Baltodano Herrera, el comandante Rómulo de la Unión Democrática Nicaragüense (UDN), que gracias a la información de un agente de inteligencia sandinista infiltrado entre los contras, había sido apresado con las manos en la masa cuando se disponía a volar la única fábrica de cemento de Nicaragua.
BaItodano había sido detenido exactamente un mes antes cuando llevaba una pistola 9 mm., una granada y un pasaporte argentino con nombre de fantasía. Dispuesto a colaborar con los sandinistas, explicó que en agosto de 1981 había ido a Buenos Aires en compañía de los hermanos Fernando Negro y Edmundo Chamorro Rappaccioli, y que allí los tres habían recibido entrenamiento militar. Es más: Baltodano dijo que se habían entrevistado con el general Alberto Valín4 —un hombre que se jactaba de haber «controlado» a la guerrilla montonera— y el coronel Mario Davico en el edificio Libertador, sede del ejército argentino. Valín y Davico, añadió, les habían dado 50 mil dólares para que ellos comprasen armas en nombre de las Fuerzas de Seguridad Especiales (FUSEP) de Honduras. El locuaz contrarrevolucionario dijo también que habían sido militares argentinos al mando de un tal Francés quienes lo habían provisto de los explosivos con los que había estado a punto de volar la cementera.
Cuando Baltodano terminó su mea culpa, el comandante sandinisia Bayardo Arce, secundado por los capitanes Paúl Atha y Roberto Sánchez,5 presentó a los periodistas a otro «arrepentido», Efraín Ovied Wiison, lugarteniente de Steadman Fagoth, el pastor de la iglesia Morava que oficiaba de líder de la guerrilla Misurasata. Wilson explicó que la vasta ofensiva que iba a desatarse a partir de la voladura de la fábrica de cemento había sido bautizada Navidad Roja porque «se esperaba que corriera mucha sangre», y que en principio se había previsto que se iniciara en diciembre de 1981, cuando las tropas contras tenían previsto ocupar a sangre y fuego el pueblo de San Carlos y cortar la navegación del río Coco. Wilson continuó diciendo que un grupo de «asesores argentinos llegaron a Puerto Lempira, Honduras, para examinar de cerca la situación, y fue entonces cuando nos prometieron armas».
Febrero fue un mes muy agitado. El 3 salieron a luz dos noticias complementarias. En la capital del Imperio, San Donalson, reportero de la cadena ABC acreditado en la Casa Blanca, echó las campanas al vuelo: según le habían confiado fuentes parlamentarias, proclamó, los militares argentinos habían recibido del Pentágono la misión de «montar una contrarrevolución para derrocar al gobierno sandinista». Los expedicionarios argentinos —continuó Donalson— no iban a utilizar grados y uniformes, sino que se disponían a infiltrarse como quintacolumnistas dentro del territorio nicaragüense, donde organizarían una guerra de guerrillas.
Al mismo tiempo, la Coordinadora Nacional de Solidaridad con el Pueblo Salvadoreño (CNSPS) denunció en Tegucigalpa que «a fines de marzo o principios de abril llegarán a Honduras 20.000 soldados de Argentina, Colombia, Chile, Paraguay y Uruguay para constituir un Ejército Interamericano que se propone intervenir en El Salvador, Nicaragua y Guatemala». La CNSPS aseguró que la intervención en masa comenzaría apenas el presidente Duarte formulase un pedido de ayuda a la Organización de Estados Americanos (OEA), amparándose en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también conocido como Tratado de Río de Janeiro.6
Dos días después, Los Angeles Times anunciaba que, en realidad, la dictadura argentina ya había enviado «a unos cincuenta paramilitares a Centroamérica», los que contaban «con alguna ayuda secreta por parte de los Estados Unidos».
Pasaron dos semanas. El 19 de febrero el ministro de Defensa de El Salvador, general Guillermo García, se entrevistó en Washington con el general Wallace Nutting, jefe del Comando Sur con asiento en la zona del canal de Panamá. A la salida fue entrevistado por el corresponsal de Los Angeles Times. García negó que hubiera asesores argentinos en su país, aunque matizó que «si bien por el momento no los hay, no es remota la posibilidad de que los haya».
A fines de ese mes tan agitado, el comandante de la Fuerza Armada salvadoreña, coronel Rafael Flores Lima, fue condecorado en Buenos Aires con la Orden del Libertador San Martín por el general Antonio Vaquero, Jefe del Estado Mayor del ejército local. Simultáneamente, Galtieri se reunía en la sede de la JID en Washington con Vernon Walters y el nicaraguo-estadounidense Francisco Aguirre para ultimar los detalles de la formación de una fuerza militar panamericana capaz de derrocar a los sandinistas.
Lo que Walters y Aguirre no acababan de comprender era que la calenturienta mente de los militares argentinos había extraído como saldo de tantas «relaciones carnales» que los Estados Unidos apoyarían a la Argentina frente a Gran Bretaña si el conflicto de las Malvinas estallaba. Muchos años después, Walters se lamentaría de no haber sido más claro al intentar disuadirlos de semejante razonamiento.
Nuevamente en Buenos Aires, el 9 de marzo, el secretario de Estado para Asuntos Interamericanos, Thomas Enders, volvió a referirse tangencial pero inequívocamente, al protagonismo de los militares argentinos en el itsmo: «Pienso que este país desearía estar presente en forma activa en cualquier acción que se tome allí (en Centroamérica), aunque no quiero dar con esto la impresión de que la acción colectiva de todos los estados americanos dentro del marco del TIAR sea inminente o necesaria».
Dos días después, la CNSPS volvía a la carga en Tegucigalpa. Esta vez denunció que 55 asesores extranjeros, la mayoría de ellos norteamericanos y argentinos, acaban de llegar al país procedentes de San Salvador en un vuelo de la compañía Taca. En «otros vuelos” —añadió en un comunicado— habían desembarcado 10 vehículos tipo jeep o pick-up marca Toyota con vidrios polarizados, los que habían sido enviados por la dictadura argentina a pedido «del coronel Santiago Villegas».
El 18 de marzo se produjo un grave incidente diplomático cuando el desertor de la contra Ernesto Gutiérrez Vázquez, de 46 años, fue detenido en el aeropuerto de Tegucigalpa momentos antes de tomar un avión hacia Managua. Vázquez estaba acompañado por el embajador nicaragüense, Guillermo Sánchez Rivas. Hombre fornido y de poblados bigotes, el desertor, que hasta hace un año atrás se desempeñaba como mecánico en San Francisco, había ofrecido una conferencia de prensa en el aeropuerto, al pie de la escalerilla del avión. Vásquez dijo entonces que los contras estaban siendo entrenados «por 22 militares argentinos al mando del coronel Santiago Villegas, y sus planes inmediatos son asesinar a monseñor Miguel Obando y Bravo y a Alfonso Robelo (quien poco antes se había alejado de la junta de gobierno de Nicaragua) a fin de desacreditar a la revolución sandinista y provocar una guerra entre Nicaragua y Honduras». No acababa de decirlo cuando los lugartenientes del jefe del Departamento Nacional de Investigaciones (DNI) hondureño procedieron a arrestarlo sin tener en cuenta las vehementes protestas del embajador Sánchez Rivas.
Por fin, el 2 de abril, cuando casi todo estaba dispuesto para invadir Nicaragua, una noticia inesperada recorrió las redacciones de todo el mundo como un reguero de pólvora: las tropas argentinas habían desembarcado en las Malvinas.
NOTAS
1 El escritor y periodista Gregorio Selser fue uno de los argentinos que fundó la agencia cubana Prensa Latina (junto a sus compatriotas Rodolfo Waish, Jorge Masetti y Rogelio García Lupo). Aquejado de una grave enfermedad, se suicidó el 27 de agosto de 1991 en México D.F., ciudad en la que se había exiliado en 1975. Prolífico, Selser había escrito alrededor de 40 libros, la mayoría de ellos dedicados a lo que fue su obsesión: la autodeterminación de los pueblos latinoamericanos y los afanes de su enemigo, el imperialismo norteamericano, por impedirlo. Entre sus obras merecen destacarse por la vinculación que tienen a los temas aquí tratados, Sandino, general de hombres libres; El pequeño ejército loco; Los cuatro viajes de Cristóbal Rockefeller; Argentina a precio de costo; Honduras, la república alquilada; CIA; de Dulles a Rabor y El rapto de Panamá. Hasta exiliarse, Selser había trabajado en el diario La Prensa y la agencia Interpress Sérvice (IPS); en México trabajó para La Jornada y fue corresponsal de Página/12 y de El Independiente de Madrid.
2 El apodo, que inmediatamente se popularizó, se debió al entusiasmo de Allen. Roberto, no Woody.
3 Cfr. Malvinas, la trama secreta. Planeta, Buenos Aires, 1983.
4 Leandro Sánchez Reisse, el agente de la dictadura al que nos referiremos ampliamente más adelante, dijo de Valín que no sólo trabajaba para la CIA sino “para todos» y que él y el montonero Firmenich «se hacían favores mutuamente». Sea como fuere, el ex agente del FBI Robert Scherrer, quien por entonces estaba en funciones en la Embajada de Buenos Aires, declaró ante un comité del Senado norteamericano que Firmenich «comenzó a colaborar con el Batallón de Inteligencia 601 de Inteligencia del Ejército a comienzos de los ’70 (…) la fuente que nos informó de la colaboración de Firmenich con el Ejército era absolutamente confiable y creíble… se trataba de un coronel de inteligencia del Batallón 601» (Cfr. «Para el FBI, a Rucci y a Mor Roig los mató la Triple A» en Clarín del 18.10.93. La autora de la nota, la periodista María Luisa Mac Kay, agrega: «Aunque no menciona el nombre (de ese coronel), en la entrevista aparece nominado el hoy general retirado Alberto Valín como enlace del 601 con Firmenich (y a la vez con) la propia Embajada norteamericana. En esos años Valín tenía trato directo con Scherrer y en 1981 también habría cumplido el mismo papel de enlace secreto entre los servicios de inteligencia argentinos y los norteamericanos en Centroamérica…»
5 A pesar de que hay fotografías de la rueda de prensa y de que el Roberto Sánchez que allí se ve es calvo al igual que el jefe de los atacantes de La Tablada, y a pesar también de que éste se desempeñó como subjefe de la policía de Managua, no parece que ambos hombres fueran el mismo.
6 Nueve meses después, el 8 de noviembre, el semanario Neesweek sostuvo que la formación de un «ejército de paz interamericano» vertebrado en torno a los asesores argentinos era la columna vertebral de una operación llamada «Charlie» que, en esencia, consistía en que tal ejército empujara a «las guerrillas comunistas de El Salvador tierra adentro, hacia Honduras, donde el ejército de ese país las aplastaría en un movimiento de pinzas».