MONTONEROS: No originaron la violencia sino que fueron una reacción a ella
La excelente revista electrónica ZOOM que dirige el editor Carlos Benítez ha publicado sendas notas al cumplirse medio siglo de la aparición en público –con el secuestro y ejecución del ex dictador Pedro Eugenio Aramburu– de Montoneros, acaso la mayor guerrilla urbana de todo el ancho mundo, que marcó de variadas maneras pero de manera indeleble a los militantes peronistas que hoy tenemos más de sesenta años y cuyas reververaciones continúan hasta el presente. Aquí un racconto del sonado suceso sin cuyo concurso Juan Perón no habría podido regresar a la patria. Escrito por un habitual colaborador de estas páginas, Teodoro Boot.
Luego un breve recuerdo personal. JS
La quimera armada
Génesis, ideales, aciertos y desatinos de Montoneros: memoria y balance a cinco décadas de su irrupción pública.
El 29 de mayo de 1970 no empezó ni terminó nada, ni siquiera la vida de Pedro Eugenio Aramburu, “ejecutado” –según el comunicado número 4 del comando Juan José Valle de la ignota organización Montoneros– a las 7:00 horas del lunes 1 de junio de 1970. Tampoco fue el inicio de una “década de violencia”, como se diría luego con suma ligereza: el uso de la violencia como modo de dirimir las disputas políticas se remontaba a quince años atrás.
Tampoco se trató de la culminación de una conjura, ni una operación de inteligencia, ni la frustración de tal o cual maniobra política de tal o cual Maquiavelo criollo. Fue, básicamente, un hecho que adquiriría con el tiempo una gran importancia simbólica, dando origen a una confusión perdurable, sobre lo que volveremos más adelante. Por ahora, detengámonos en el momento, ya que nada puede ser comprendido sin su contexto y sin las diferentes miradas, análisis, o intuiciones –más o menos erróneas, más o menos acertadas– de los testigos y protagonistas.
Espectros del ayer
Las interpretaciones fueron entonces tantas como interpretadores hubiera. Y aun sigue habiéndolos, como si la vida y, consecuentemente la historia, pudieran prescindir de la voluntad humana o del azar y reducirse a un complot o a una serie sucesiva de cálculos, conspiraciones y contra-conspiraciones.
La primera teoría conspirativa, la que hizo en ese primer momento más ruido, surgió del caletre afiebrado de un esperpento, un personaje del absurdo que volvió a cobrar vida inmediatamente después del secuestro, revelando a los jóvenes de entonces que había sido –e insistía en seguir siendo– un ser sorprendentemente real y no el producto de una indigestión o una sobredosis de ácido lisérgico: el profesor Próspero Germán Fernández Albariño, más conocido por el alias de Capitán Gandhi, célebre durante la revolución libertadora por pasearse por los pasillos del primer piso del Departamento de Policía con el cráneo de Juan Duarte metido dentro de una bolsa de arpillera. Por si no hubiera manifestado otros síntomas, sería de por sí revelador de un serio grado de perturbación mental que alguien fuera capaz de elegir como “nom de guerre” la combinación de un grado militar con el apellido de un renombrado político pacifista.
Junto con él, reaparecieron otros espectros: el capitán de navío Aldo Luis Molinari, ex subjefe de la Policía Federal y presidente de la Comisión Nacional Investigadora número 58; los generales Federico Guillermo y Carlos Severo Toranzo Montero (el primero, se había sublevado en 1962 exigiendo la renuncia del secretario de Guerra por ser demasiado blando en la represión del peronismo; el segundo, embajador argentino en Venezuela, fue expulsado de ese país en 1967 por ser el responsable de dos intentos de asesinar al exiliado Juan Perón): También resucitaron el general Bernardino Labayru y hasta Américo Ghioldi, el socialista democrático participante activo de todos los golpes militares, quien había saludado los fusilamientos de 1956, los mismos por los que al parecer había sido secuestrado Aramburu, con las monstruosas palabras cargadas de crueldad y resentimiento que Shakespeare había puesto en boca de Lady Macbeth: “Se acabó la leche de la clemencia”.
Eran las viudas e hijas de la más rancia revolución libertadora y democrática que, para sorpresa general, seguían vivas y estaban de vuelta.
Fingiendo demencia
Conviene detenerse un poco en este divertículo de la historia argentina, porque algo le pasaba a esa gente que, lejos de creer posible que de algún modo sus viejos crímenes pudieran alcanzarlos, inmediatamente buscaron demostrar la responsabilidad en el hecho que podía haber tenido el dictador Juan Carlos Onganía o su ministro de Interior, el general Francisco Imaz. ¿Creían haber ya pulverizado definitivamente al peronismo o acaso su responsabilidad directa en los dos (hasta el momento) mayores crímenes de la historia argentina del siglo XX les pesaba demasiado como para asumirla de un modo más o menos consciente?
Lamentablemente, no fue así: jamás ninguno de ellos mostró el menor remordimiento y si alguna vez alguno deploró algo, fue no haber podido concretar su deseo de acabar de una vez y para siempre con todos los peronistas, del primero al último.
Al parecer nadie en ese momento reparó, por ejemplo, en que la hija del fusilado en cuya memoria se nombraba el comando que había llevado a cabo el secuestro, recordara amargamente la indiferencia de Aramburu ante los ruegos de su madre pidiendo clemencia por quien, al fin de cuentas, había sido su amigo.
Para estos extraños conspiradores, nada de eso parecía haber ocurrido y el secuestro del prócer era un nuevo incidente entre azules y colorados, entre extravagantes nacionalistas al servicio de Estados Unidos y no menos extravagantes liberales, también partidarios de los Estados Unidos y de la proscripción lisa y llana de la mitad de los ciudadanos.
El fusilamiento de Juan José Valle el 12 de Junio de 1956 no había sido un acto aislado sino la culminación –aunque no el final– de un baño de sangre comenzado dos días antes en la Unidad Regional de Lanús, donde el capitán de corbeta Salvador Ambroggio, subjefe de la policía de la provincia de Buenos Aires juzgó sumariamente y ejecutó (con tiros de gracia a cargo del inspector mayor Daniel Juárez) a José Albino Irigoyen, Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Clemente Braulio Ros, Norberto Ros y Osvaldo Albedro. Le siguió el ametrallamiento de cinco trabajadores en José León Suárez, el día 11 le tocaría al coronel Cogorno, en La Plata, a seis oficiales en Campo de Mayo, para terminar la jornada con el fusilamiento de siete suboficiales en la Escuela de Mecánica del Ejército y la Penitenciaría Nacional. Horas después, al mediodía del martes 12 de junio, el subteniente Alberto Juan Abadie, herido dos días antes, fue sacado del Hospital Italiano de La Plata y ultimado por el inefable Ambroggio en el campo de entrenamiento de perros de la policía de la provincia de Buenos Aires. Recién entonces, a las 22:30 de ese día, fue fusilado Valle, a quien le siguió el 28 de junio Aldo Emir Jofré, ahorcado en la celda de la Unidad Regional de Lanús en la que estaba detenido sin causa ni proceso desde la noche del 9 de junio.
Milagrosamente, nada de esto parecía tener la menor relación con el secuestro del principal responsable de la ordalía.
Una amplia gama de puntos de vista
La reacción pública del peronismo “oficial” –Jorge Daniel Paladino, delegado personal de Juan Perón, repudió el hecho, del que indirectamente responsabilizó al gobierno– podía contribuir a la confusión y aportar su granito de arena a las teorías conspirativas. Es más, Paladino se mostraba encantado de que nadie culpara al peronismo y hasta se jactaba de que los comandos civiles hubieran dejado de considerarlo un enemigo para tomarlo ahora como “adversario”.
Nadie desmintió tampoco a Héctor Sandler ni a Ricardo Rojo, para quienes Aramburu estaba en tratos con Perón en procura de encontrar una salida política a la encerrona en la que se habían metido las Fuerzas Armadas con la designación de Onganía para la presidencia. Esta era la opinión de Aramburu con la que no necesariamente iba a coincidir el exiliado, para quien las Fuerzas Armadas se habían metido en esa encerrona en septiembre de 1955 o, para decirlo con mayor exactitud, en noviembre de ese año, cuando asumió la presidencia de facto precisamente el general Aramburu.
Esta vocación “dialoguista” y “conciliadora” del prohombre libertador y democrático, tan contradictoria con su actuación real, no era nueva: tenía el berretín de ser presidente constitucional, con las salvedades de todos los presidentes constitucionales de la época: se podía serlo a lo Illia, con la exclusión lisa y llana de cada una de las variantes del peronismo, o se podía serlo a lo Frondizi, con el apoyo de un número lo suficientemente grande de peronistas. Ambas posibilidades partían de una imposibilidad: la de que Perón pudiera ser candidato a algo. El Tirano Prófugo era un muerto político y un desaparecido civil.
Ya en 1963, como candidato de la pomposamente autodenominada Unión del Pueblo Argentino (Udelpa) en una cabal muestra de ausencia de sentido de la realidad, el responsable de esos 27 fusilamientos se ofrecía como prenda de unidad nacional, aunque siempre en base a la misma condición. De hecho, el lema de su partido durante las elecciones presidenciales de ese año había sido “Vote Udelpa y no vuelve”.
Resulta difícil creer que el líder exiliado compartiera el entusiasmo de su delegado personal ante la salida política que creía encontrar el Partido Militar una vez fracasada la opción “corporativista”. Además, podría decirse que esa mañana del 29 de mayo Onganía ya había caído, y que si su destitución no se había concretado y alcanzaría a perdurar una semana más en el gobierno, fue únicamente debido al impacto provocado por el secuestro y posterior ejecución del ex dictador democrático. Según el propio comandante en jefe del Ejército, Alejandro Agustín Lanusse, esa mañana, luego de los actos con motivo del día del Ejército, Onganía le preguntó cómo le había sentado a los altos mandos el discurso que acababa de pronunciar. “Las conclusiones que sacaron los generales fueron, por supuesto, variadas –dijo haber respondido Lanusse–, pero puedo ubicar, dentro de la amplia gama de puntos de vista, a dos sectores: el sector de los generales que no entendieron lo que usted quiso decir y el sector de los generales que está en total desacuerdo con lo que usted dijo”.
La incomprensión del delegado
La incomprensión del delegado personal era vasta: su mandante no sólo no podía considerar una “salida” la ideada por el prohombre, que venía a ser una más de las tantas maniobras destinadas a excluirlo definitivamente de la vida política nacional, sino que tenía una valoración diferente de las consecuencias del largo año de agitación política y social que terminaba deglutiendo a Onganía. El delegado se quejaba y veía con resquemor que en las movilizaciones obrero-estudiantiles del año anterior no había habido muchos carteles con el nombre de Perón, sin comprender que si los ex comandos civiles ahora lo creían “gente” era porque el Tirano Prófugo era el único que podía poner orden en el caos que ellos habían desatado.
De algún modo se repetía la situación con la que había empezado el siglo, con un régimen conservador caduco y en plena decadencia y un radicalismo que, tras su fracaso revolucionario de 1905, se había autoexcluido de un sistema electoral tramposo, y una creciente agitación obrera que no encontraba cauces legales para expresarse. Tal como le había ocurrido a Yrigoyen, todo lo que tenía que hacer el líder exiliado era esperar que lo fueran a buscar como único bombero capaz de apagar el fuego, para lo cual, naturalmente, era necesario mantenerlo vivo y cada tanto, echarle un poquito de leña.
El movimiento que aspiraba a seguir conduciendo Juan Perón era un fenómeno político, social y cultural cada vez más complejo, multiforme y contradictorio en el que la división entre intransigentes y dialoguistas había vuelto a profundizarse y tal vez ya no volviera a suturarse nunca. La CGT de los Argentinos, una de las tres facciones en que quedó roto el movimiento obrero tras el congreso normalizador de 1968, era el espacio de organización y expresión del tradicional peronismo combativo y de un fenómeno de algún modo novedoso: la creciente independencia de las seccionales gremiales del interior del país, pero a la vez era el cauce de gremios y nucleamientos pertenecientes a las más variadas formaciones de izquierda, radicales, frondizistas y, fundamentalmente, de cristianos signados por las conclusiones del Concilio Vaticano II y la encíclica Populorum Progressio.
El poderío de los gremios combativos era relativo, aunque, bien mirado, lo relativo eran las posibilidades de actuación sindical dentro del marco de una dictadura, que tanto detenía dirigentes como allanaba e intervenía sindicatos. Las mismas limitaciones las padecían los gremios referenciados en el líder metalúrgico, Augusto Timoteo Vandor, nucleados en la CGT Azopardo, que no deben ser confundidos con los participacionistas de la Nueva Corriente de Opinión. De hecho, la UOM había sostenido duras medidas de fuerza durante 1967 y Vandor iniciado tiempo antes un intento de reconciliación con Perón que se plasmó en el encuentro que ambos sostuvieron en Irún a inicios de 1969, poco antes de su asesinato (fue el suyo, no el de Aramburu, el primer magnicidio de la época).
De ahí que no fuera sorprendente ni mucho menos contradictorio que en 1968 Perón relevara al mayor Bernardo Alberte, su delegado personal, cabal expresión de lo que en ese momento fue conocido como peronismo revolucionario, al tiempo que avalaba y recibía en Madrid a Raimundo Ongaro y, luego de su reconciliación, encargara a Vandor la reunificación del sindicalismo peronista por medio de las 62 organizaciones, por entonces en manos del participacionista Rogelio Coria.
El poderío gremial podía galvanizarlo Vandor, pero la CGT de los Argentinos estaba expresando un nuevo tiempo, con nuevos valores y paradigmas culturales que, años después, pretendería ser definido, en forma algo reduccionista, como de la “nacionalización de las clases medias”. Podía ser, además, el espacio desde el que iniciar el acercamiento con la UCR, que obsesionaba a Perón y que al parecer había encargado a Alberte, quien, siempre en el terreno de las suposiciones, habría sido reemplazado más por su fracaso en conseguir este acuerdo que por su apoyo a los combativos.
Los rastros de la violencia
Entre 1968 y 1970 las seccionales sindicales del interior, muy especialmente las de Córdoba y Tucumán, los gremios combativos y la mayor parte de los agrupamientos juveniles, tanto barriales como estudiantiles y sindicales, peronistas y no peronistas, participaban de algún modo en la CGTA. Un denominador común era su adhesión a los métodos revolucionarios, la lucha armada o la insurrección como únicos modos en que era posible el acceso al poder o, al menos, la libre expresión de la voluntad popular.
Interpretaciones posteriores adjudicaron excesiva importancia a la influencia de la revolución cubana en la radicalización de la juventud argentina de ese entonces, llegándose a sostener que la teoría del foco habría sido decisiva en el desarrollo de los acontecimientos.
Es posible que una apreciación sesgada de la revolución cubana y la idea foquista haya llevado al Che al imprudente intento guerrillero en el que acabó perdiendo la vida, pero más que a una teoría errónea, el fracaso se debió a su asombroso desconocimiento de la realidad y la historia reciente de Bolivia. Fuera de ese caso en particular, la teoría foquista, la influencia cubana o la malevolencia marxista tuvieron mucha menos importancia en esos años que la renovación católica posconciliar.
Pero en nuestro país no fueron ni los cubanos ni los católicos de la opción por los pobres quienes radicalizaron a esa generación. Esta mirada peca de la misma ausencia de sentido de la realidad que aquejó a los espectros libertadores y democráticos reaparecidos luego del 29 de mayo de 1970. Durante los 15 años anteriores, todo intento democrático de institucionalización del país fue impedido mediante golpes de Estado, persecuciones y proscripciones. Una Constitución nacional mayoritariamente votada había sido anulada mediante un bando militar y la Constitución anterior repuesta tras una elección constituyente en la que el partido mayoritario estaba proscrito y prohibido, y luego de una asamblea constituyente sin quórum suficiente para sesionar, de la que se había retirado el bloque más numeroso de diputados.
La mayoría de los argentinos no sólo fue proscripta: fue declarada inexistente, impedida de expresar sus ideas y simpatías, so pena de seis años de prisión tan sólo por pronunciar un nombre, los sindicatos fueron intervenidos, el penal de Ushuaia reabierto para encarcelar detenidos políticos, el acuerdo con Frondizi –que debía desembocar en elecciones sin proscripciones– no fue cumplido (en parte por duplicidad del propio Frondizi y en parte porque fue derrocado luego de permitir la participación del peronismo, aunque no la de su líder) y luego de que las Fuerzas Armadas entronizaran a un títere, dirimieron a tiros su interna entre el sector partidario del exterminio liso y llano del peronismo, y el proclive a permitirle una sobrevida luego de castrarlo, pugna en la que triunfaron estos últimos, para terminar convocando a elecciones con el programa de los primeros: proscribir todas y cada una de las fórmulas que tuvieran una mínima reminiscencia de peronismo.
Durante el débil gobierno resultante, el regreso de Perón fue impedido, ante la impotencia e ineptitud de la dirigencia política y sindical peronista, luego de lo cual ese gobierno fue derrocado por permitir la participación electoral de un peronismo dependiente de Augusto Vandor en el mismo momento en que Perón había conseguido torcerle el brazo al líder metalúrgico.
El régimen resultante es tan obtuso que lo único que consigue es igualar a todas las expresiones políticas: de un día para el otro, todos quedaron tan proscriptos y desamparados como antes habían estado los peronistas.
¿Qué se pretendía que hicieran los jóvenes que habían crecido en esa clase práctica de “educación democrática”?
Lo había respondido muy adecuadamente la CGT de los Argentinos con el programa del 1º de Mayo:
“Durante años solamente nos han exigido sacrificios. Nos aconsejaron que fuésemos austeros: lo hemos sido hasta el hambre. Nos pidieron que aguantáramos un invierno: hemos aguantado diez. Nos exigen que racionalicemos, así vamos perdiendo conquistas que obtuvieron nuestros abuelos. Y cuando no hay humillación que nos falte padecer ni injusticia que reste cometerse con nosotros, se nos pide irónicamente que participemos. Les decimos: ya hemos participado, y no como ejecutores, sino como víctimas en las persecuciones, en las torturas, en las movilizaciones, en los despidos, en las intervenciones, en los desalojos. No queremos ya esta clase de participación. Agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros derechos, despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar, en el punto donde otros las dejaron, las viejas banderas de lucha…”
Luego de la derrota de las dos resistencias peronistas, de las que el intento guerrillero de los Uturuncos fue una de sus expresiones finales, los grupos juveniles, nucleados alrededor de los sindicatos (único encuadramiento y expresión política de los trabajadores relativamente permitida) empiezan a ensayar métodos de guerra revolucionaria. Luego de una primera acción no muy relevante ni exitosa, la policía de la provincia de Buenos Aires secuestra al dirigente juvenil y delegado metalúrgico Felipe Vallese y lo desaparece; un año después una escisión autodenominada “Revolucionaria” del Movimiento Nacionalista Tacuara lleva a cabo el sangriento asalto al Policlínico Bancario y en el verano de 1964, uno de los jóvenes dirigentes peronistas recibe del “delegado insurreccional” de Perón la orden de organizar lo que pomposamente denominó “Fuerzas Armadas Peronistas”.
Ese será el nombre de fantasía elegido por un sector de jóvenes para su grupo de guerrilla urbana que, esta vez sí, ensaya un foco guerrillero en Tucumán con el nombre de “Destacamento Montonero de las FAP”, organización esta que será la decana de los grupos y organizaciones guerrilleras y seudo guerrilleras existentes en el momento en que unos misteriosos desconocidos secuestran y ultiman al ex dictador libertador y democrático.
La sed de justicia
Presentarse en sociedad mediante un asesinato es un acto por lo general repugnante, pero hay que reconocer que, si bien repudiado por la mayoría de los dirigentes políticos y gremiales, no obstante la sorpresa y el desconcierto, el secuestro de Aramburu fue celebrado, con mayor o menor recato, en la intimidad de numerosos hogares y en no pocos encuentros de activistas y simpatizantes peronistas. Fue, además, un recurso publicitario formidable, pues por su lenguaje y la parafernalia sirvió a los responsables para identificarse política e ideológicamente en una difusa zona ubicada entre el peronismo y el nacionalismo católico.
Un mes después, algunos errores y chapuzas llevan a la muerte de uno de los líderes del grupo, Emilio Maza, y a la captura de un nutrido grupo de militantes cordobeses y permite a la policía identificar a prácticamente la totalidad de los miembros del comando que había perpetrado el magnicidio, dos de cuyos integrantes, Fernando Abal Medina y Carlos Gustavo Ramus, caen abatidos por la policía en el mes de septiembre.
A tono con la doctrina de la seguridad nacional, no sólo las autoridades sino los analistas y periodistas, todo debía entenderse en el marco de la Guerra Fría, pero apenas pudieron encontrar al ogro marxista detrás de una pretérita participación de Norma Arrostito en el Partido Comunista o de la presencia en Cuba, el año anterior, de ella y su pareja, Abal Medina.
Para estupor general, por si no hubiera sido inocultable la pertenencia a la tradicionalmente conservadora Juventud de la Acción Católica de la mayoría de los integrantes del grupo, los dos guerrilleros muertos en William Morris son despedidos por los sacerdotes Carlos Mujica y Hernán Benítez, amigo y confesor de Eva Perón a quien siempre se tuvo como uno de los artífices del Congreso de Filosofía de 1949 en el que el Tirano Prófugo había presentado su trabajo “La comunidad organizada”.
Benítez fue lapidario: “Vivimos en una nación para el goce de pocos y el sacrificio de muchos. A los ojos de Dios, los que juzgan preguntando si has dado de beber al sediento son respondidos por Carlos Gustavo y Fernando Luis que dieron sus vidas, con acierto o error, para que en el mundo no hubiera más sed ni hambre de los desposeídos. Fueron asesinados por la Nación, que no supo comprenderlos, darles un camino, calmar su sed de justicia. La sociedad los ha juzgado, castigado y destruido, pero si tienen que responder ahora a la requisitoria del Señor –‘¿Has dado de comer al hambriento y de beber al sediento?’– ellos pueden responder que han dado sus vidas para que en el mundo no hubiera hambre ni sed”.
Y por si no hubiera sido suficiente la presencia en el funeral de Arturo Jauretche y de Miguel Gazzera, fundador de las 62 Organizaciones, confidente del líder exiliado, referente del sindicalismo socialcristiano latinoamericano, amigo personal de Amado Olmos y de Augusto Vandor, la corona floral de Juan Perón sería refrendada meses después con un mensaje: “Estoy completamente de acuerdo y encomio todo lo actuado. Nada puede ser más falso que la afirmación que con ello ustedes estropearon mis planes tácticos porque nada puede haber en la conducción peronista que pudiera ser interferido por una acción deseada por todos los peronistas”.
Este reconocimiento, que coincide con la desarticulación de la mayor parte de los “comandos” que integraban la pretendida organización fue, a la vez, el inicio de un mito, una mistificación, no pocas tergiversaciones y un perdurable equívoco.
Equívocos, mitos y mistificaciones
El equívoco fue en parte construido por las publicaciones de la propia organización y en parte obra de comentaristas e interpretadores posteriores, de variados signos y distintas intenciones políticas y consistió en confundir un complejo proceso político y cultural nacido en gran medida de las prohibiciones y persecuciones políticas, con la historia y la política de la organización Montoneros, muy particularmente en su etapa de mayor desatino. Esto permitió que se insistiera y aun se insista, contra toda evidencia, en fijar el inicio de la violencia política en el momento del secuestro de Pedro Eugenio Aramburu.
Respecto a los primeros pasos de Montoneros, su historia ha sido muy bien estudiada por Lucas Lanusse en un trabajo subtitulado “El mito de los doce fundadores” que, a quien le interese el tema, convendría leer. Cabe decir acá que luego de la toma de la localidad cordobesa de La Calera y de la muerte de dos de sus líderes (Maza y Abal Medina) la primigenia organización Montoneros quedó prácticamente desarticulada y habría desaparecido de no ser por la ayuda prestada por las Fuerzas Armadas Peronistas, a su vez inmersa en una dura polémica interna. Y por su reorganización por un ex delegado metalmecánico y dirigente de la Juventud Obrera Católica, Sabino Navarro, que a mediados de 1971 muere en Córdoba luego de resistirse a tiros a una partida policial.
Dentro de un amplio espacio que recoge varias tradiciones políticas argentinas (con la peronista como eje vertebrador, el nacionalismo, el nacionalismo católico, el socialcristianismo y la izquierda marxista y no marxista), que acabaría confluyendo en algo más o menos común, amén de diversos grupos y pequeñas organizaciones barriales y sindicales, existían en ese momento dos agrupamientos con ínfulas de organización armada, una declaradamente peronista (Descamisados) originada en los sectores socialcristianos y particularmente, dirigida por ex integrantes del Partido Demócrata Cristiano, y la segunda, filoperonista, aunque de ideología marxista (FAR) derivada de grupos de apoyo al intento guerrillero del Che en Bolivia, algunos provenientes del aparato militar de la Federación Juvenil Comunista.
Lo poco que queda de Montoneros tiene su primera disidencia en la cárcel de Resistencia, casi inmediatamente después de las primeras caídas, que con el tiempo se denominará Columna Sabino Navarro. Y poco después, acabarán estallando las Fuerzas Armadas Peronistas, de la cual se separa –en un proceso que se prolongará en el tiempo– un muy numeroso grupo de militantes que, en su mayor parte se integrará al grupo sobreviviente de Montoneros y en menor medida, a Descamisados.
En ambos casos, la polémica, que volverá a plantearse una y otra vez, girará implícita y también explícitamente alrededor de Perón y la interpretación acerca de la naturaleza del peronismo. Se planteará de diversos modos, según los momentos y los protagonistas, pero genéricamente podría ser sintetizada como la discusión entre “movimientistas” y “alternativistas”.
Lo curioso del caso es que quienes con el tiempo y la tergiversación histórica serán identificados como “la tendencia revolucionaria” (algo que, en rigor, los Montoneros nunca fueron ni representaron) adhieren, en un primer periodo, el de mayor importancia política y desarrollo numérico, al “movimientismo” y tienden a ocupar el “centro” del dispositivo peronista al llevar a cabo las acciones que resultan más necesarias para la estrategia de la conducción: jaquear al régimen mediante la violencia revolucionaria mientras Perón se ocupaba de anularle todas las “salidas” políticas.
Con la “incorporación” de los movimientistas (“oscuros”, en contraposición a los “iluminados” alternativistas) de las FAP, incorporación que es más a un nombre que a una organización o a una política diferente, y su creciente acercamiento a Descamisados, con la que se terminan fusionando a inicios de 1973, Montoneros llega al momento de mayor importancia política dentro del peronismo. Y a su mayor desarrollo organizativo en octubre de ese año, cuando se fusione con las FAR.
Al mismo tiempo, por mor de un encuadramiento cada vez más rígido anula la identidad y creatividad, esteriliza a numerosos grupos juveniles barriales, gremiales y estudiantiles. Ese momento de auge organizativo se prolonga durante unos cinco meses, cuando, ante el giro político adoptado por la conducción de Montoneros y muy decisivamente, luego del asesinato de José Ignacio Rucci, eclosione una disidencia movimientista que, al contrario de algunas interpretaciones malintencionadas, fue numéricamente muy significativa.
De ahí en más, a unas disidencias le siguieron otras, los errores políticos no cesaron de repetirse, llevando a la marginación y el descrédito a una organización y un nombre que mientras adhirió a políticas “deseadas por todos los peronistas” pudo expresar lo mejor de la resistencia peronista contra la entrega y las dictaduras, y en cuanto se apartó del sentimiento popular adquirió una arrogancia, un elitismo, un desprecio por las bases y una metodología de prepotencia y coacción que, en su caricatura más burda, hoy expresa mejor que nadie gente como Patricia Bullrich o Mario Montoto.
Si Daniel Santoro tiene razón al afirmar que el peronismo nutre el arco político con sus fracasados, a través de Patricia Bullrich, Montoneros acabará demostrando de manera paradójica su identidad peronista.
Quizá todo estuviera ya en el origen. Porque presentarse en sociedad mediante un asesinato –aunque se lo llamara ejecución sigue siendo un asesinato– tiene necesariamente que dejar su marca.
¿Cómo saberlo? ¿Cómo haberlo sabido entonces?
Ocurre que del mismo modo en que cualquier estudiante puede mostrar la íntima relación que existe entre las aves y los peces, ni el más renombrado biólogo que observara un tiburón sería capaz de deducir una paloma.
Estupor y pertenencia
El secuestro de Aramburu me produjo en principio sorpresa y enseguida estupefacción. Tenía 17 años, militaba en el Movimiento de Acción Secundario (MAS) referenciado en las FAP, iba a un colegio nocturno y trabajaba como cadete en La Sueco-Argentina, una empresa que vendía motosierras y otra maquinaria sueca, con oficinas en la esquina de Venezuela y Chacabuco, barrio de Montserrat.