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LA CONJURA JUDÍA, por Teodoro Boot

Entre el 24 de febrero y el 8 de marzo de 1945, los representantes de todos los países americanos con la sola excepción de Canadá y Argentina se reunieron en la ciudad de México. El resultado de la conferencia fue la firma del Acta de Chapultepec, un “pacto de solidaridad recíproca” entre los firmantes ya no sólo contra agresiones extracontinentales, sino incluyendo la posibilidad de atacar o sancionar también a países americanos.

Argentina sería invitada a firmar el acta con la condición de que declarara la guerra al Eje lo que ocurrió el 27 de marzo, poniendo al borde un soponcio a Juan Enrique Queraltó.

El joven Queraltó en 1935.

Integrante en los años 30 de la Legión Cívica, gru­po de choque ultraderechista liderado por el general Juan Bautista Molina y el médico Floro Lavalle, Juan Enrique había sido el creador de la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios, agrupación a la que pertenecía el adolescente Darwin Passaponti (foto), que en unos meses, el 17 de octubre de ese año, sería asesinado a balazos desde las instala­ciones del diario Crítica y en consecuencia, tenido como el primer mártir de un peronismo todavía inexistente.

Cuando el 26 de enero de 1944 el gobierno del general Ramírez rompió relaciones con Alemania, la Alianza Libertadora Nacionalista –nueva denominación adoptada por la UNES– se había opuesto vio­lentamente y Queraltó fue detenido y encarcelado du­rante cinco meses en Río Gallegos, donde en una cabal demostración de la perfidia de ese gobierno militar que se había entregado a manos de la sinarquía internacional judeo‑marxista, debió compartir la celda con el agente estalinista y organizador de la NKVD en España durante la guerra civil, Vittorio Codovilla, detenido por ese mismo gobierno militar nipo‑nazi‑fasci-falangista que se había vendido al oro de Berlín, agravio que ni Vittorio Codovilla ni Juan Enrique Queraltó olvidarían jamás.

 

Una vez en libertad, Juan Enrique y la Alianza Libertadora Nacionalista apoyaron al ascendente coronel Perón, pero se opusieron –también violentamente, como no podía ser de otro modo–, a la declaración de guerra contra Alemania promovida por ese mismo coronel Perón. Para Queraltó y varios jefes militares la guerra había que declararla contra los Estados Unidos, Inglaterra y la Unión Soviética juntas. Jamás pudieron responder la pregunta de Perón: “¿Y qué vamos a hacer cuando les ganemos?”.

 

Juan Enrique volvió a recuperar la libertad para encontrarse con que el 4 de abril, siempre por iniciativa del coronel, el gobierno decidió adherir al acta de Chapultepec, germen del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de 1947 y de la Organización de Estados Americanos de 1948.

“¡Traición!”, gritó Juan Enrique y se lanzó a las calles para volver a caer preso, aunque por poco tiempo, a raíz del simulacro de lanzar una bomba desde un avión sobre el edificio del Congreso, en un absurdo intento de impedir la ratificación del tratado.

Juan Enrique continuó al frente de la Alianza Liber­tadora Nacionalista, que también se opuso a la compra de los ferrocarriles británicos y, mucho más violentamente, al reconocimiento del Estado de Israel, hasta que, harto de esos ridículos nazis de cabotaje, el ministro de Interior Ángel Borlenghi ocupó la sede de la agrupación con la po­licía y ayudó a que el aventurero de turbia trayectoria Guillermo Patricio Kelly, expulsado de la Alianza en 1946, asumiera la jefatura de la agrupación.

Guillermo Patricio Kelly

En calzoncillos, humillado y martirizado por Guiller­mo Patricio, Queraltó fue detenido en Orden Polí­tico, hasta que quince días después concurrió a la Casa de Gobierno llamado por el presidente Juan Perón.

–Lo sé todo –dijo Perón–. Lo voy a mandar al extran­jero.

–¿Me echa del país? –se escandalizó Queraltó–. Esto fue obra de Borlenghi, que es judío y comunista.

–No lo echo –sonrió Perón–. Lo mando de embajador en Paraguay.

Días después de negarse a aceptar la embajada, en la confitería La Perla del Once, Queraltó fue atacado a gol­pes en forma tan brutal que acabó internado en el hospital Ramos Mejía, en estado de coma.

–Haga caso del gran consejo criollo –le recomendó Pe­rón una vez que Juan Enrique se repuso y luego de que su casa fuera atacada a tiros–: desensille hasta que aclare.

Fue recién entonces que Queraltó aceptó esperar a que aclarara en la embajada argentina en Asunción, convencido de haber sido víctima de una conjura ju­deo‑comunista ejecutada por Guillermo Patricio Kelly y planeada por Ángel Borlenghi.

Borlenghi, entre Cámpora y el abrazo de Perón y Evita.

Ministro de Interior de los dos gobiernos peronistas y ex dirigente del Partido Socialista, todo lo que tenía de judío Ángel Gabriel Borlenghi era su esposa. Tampoco era comunista, como sostenía Queraltó. Secretario general de la Confederación de Empleados de ­Co­mercio, había sido uno de los más destacados dirigentes sindicales de la década del 30, y fundador con Luis Gay y Cipriano Reyes del Partido Laborista que impulsó la can­didatura presidencial del coronel Perón.

Juan Enrique Queraltó no era el único desquiciado que culpaba de sus desgracias a Borlenghi, autor de la conjura judeo‑masó­nico-comunista en marcha. Durante los dos últimos años del gobierno del inminente Tirano Prófugo, también los clericales acusarían a los judíos de pretender seducir a Perón.

Decía uno de los tantos panfletos clandestinos redactados bajo la supervisión del hermano Septimio Walsh:

Hermano Septimio Walsh

El objetivo perseguido es provocar un conflicto interior empujando al régi­men a una política extremista, bajo el pretexto de que ella está acorde con las necesidades del pueblo. Así llegaron los judeo-masones a poner en conflicto al régimen peronis­ta con la Iglesia Católica. El papel principal en esa sucia jugada fue desempeñado por el judío Eduardo Vuletich, comunista ex miembro de las Brigadas Internacionales en la guerra civil española y actual jefe de la Confederación General del Trabajo, secundado por el judío Abraham Krislavin, subsecretario del Interior, ‘consejero’ del judío Ángel Borlenghi, titular de ese Ministerio.

Bajo el ‘camuflaje’ de ‘proposiciones justas’ necesarias al bienestar del Estado, la banda judeo-masónica de Vuletich consiguió que el régimen peronista aceptara, en un inter­valo de siete meses, entre 1954 y 1955, casi todo el progra­ma secreto de la masonería, dirigido contra la Iglesia y las instituciones católicas, para destrozar el ascendiente del Santo Padre en la vida de los cristianos.

Juan Enrique, por su parte, sería desensillado de la embajada argentina por el golpe que promovía el hermano Septimio, y luego de dos intentos de secuestro consiguió ser protegido por el gobierno de Alfredo Stroessner, no muy contento de que agentes de Inteligencia del país vecino entraran a Paraguay para secuestrar a otro argentino, por más tarambana que fuese.

Queraltó regresó a su país en 1969, una vez que comprobó que el general Onganía gobernaba el país en nombre de la Virgen de Luján, y falleció en 1987, a tiempo de ver cómo sus predicciones se habían cumplido. Si bien lo asaltaron algunas dudas en momentos en que la sofisticada conjura judeo-imperialista que había dado forma al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca lo utilizara contra los gobiernos judeo-comunistas de Jacobo Albernz y Fidel Castro, se afirmó en sus convicciones cuando en 1982, al ser invocado por Argentina en el transcurso del conflicto por las islas Malvinas, Estados Unidos lo consideró inaplicable y apoyó a la potencia extracontinental en guerra con nuestro país.

Al final, Juan Enrique siempre había tenido razón: tendríamos que haberles declarado la guerra en 1945 y santo remedio.

………………

Este relato pertenece al libro La verdad verdadera. Glosas, aguafuertes y crónicas de acá y más allá (Ciccus Literaria) que acaba de aparecer.

Foto de presentación: La sede de la ALN en San Martín y la Avenida Corrientes, luego de ser atacada por un tanque Sherman, septiembre de 1955 luego de que Perón fuera depuesto.,

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