ÍDOLOS – BOXEO. Nicolino, el campeón que ganaba sin pegar

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Locche fue mi único ídolo boxeador. Más allá de Mohamed Alí, al que conocí como Cassius Clay (recuerdo cómo me enteré de que había derrotado a Sonny Liston y era el nuevo campeón del mundo: leyéndolo de ojito en un diario mientras iba con Luis en el 103 rumbo a la pileta de Parque Chacabuco), claro. Para más, El Intocable era fana de San Lorenzo. Y, como San Lorenzo, siempre usaba pantalones blancos. JS

El campeón que ganaba sin pegar

 

Nicolino

Mezcla de torero, Gandhi y Chaplin, este mendocino reinó entre los welter juniors con un estilo único en el mundo. Hizo alegre al deporte más cruel. Fue intocable arriba del ring, pero muy tocado en la vida.

Por Rodolfo Braceli / El ArgentinoHabía una vez Locche. Lo primero que hizo fue nacer. Hizo bien. Sin mirar a quién. Eso fue el 2 de septiembre de 1939, en Mendoza. Aquel día Dios –supongamos que exista– se tomó franco para güevear y beber celebratoriamente. Había nacido un único. Contar cómo era Nicolino Felipe Locche produce goce y desesperación. En las décadas del ’60 y del ’70 no bastaba ver para creer. Si viéndolo era increíble, contándolo resulta inconcebible. Locche llegó a campeón mundial haciendo lo contrario de lo que el boxeo y el mundo premian. Doblegó a la violencia sin violencia desde el deporte más explícitamente cruel.

Para que se dejara de callejear, a los siete años, su madre lo llevó al gimnasio Mocoroa, de Paco Bermúdez. Al chico no le gustaba estudiar, ni entrenarse, ni boxear, ni mucho menos pegar. Pertenecía a un hogar pobre, pero sin el acoso del hambre. Era glotón, irresponsable, dormilón, embustero, jodón, vago y arrasadoramente alegre. El día de su primera pelea como aficionado iba en bicicleta y distraído se llevó por delante un carro con caballos.

Nadie daba cinco guitas por él. Subía al ring y se recostaba sobre las sogas para hacer sebo y sólo esquivar trompadas. No le gustaba que lo abollaran. Así fue desarrollando un don que vino con su prodigioso organismo. Visteaba, amagaba, esquivaba, bloqueaba, clausuraba golpes antes de la salida, miraba hipnóticamente a sus rivales y entraba en complicidad con el público. A los terribles mandatos del boxeo los puso de patas para arriba y a las leyes de este mundo pragmático y carnicero también. Fue campeón mendocino, argentino, sudamericano y mundial de los welter junior. El Intocable, le decíamos.

Como boxeador fue un torero. Imaginemos el vértigo del ruedo. Nicolino primero afronta al toro con su capa. El toro arremete. Ole. Ole. Después arroja la capa y se ofrece a pecho descubierto. El toro embiste, roza, pasa, y sigue de largo. Ole. Ole. El toro no mengua, recrudece exterminador, y pasa y pasa de largo. Ole. Ole. Llega el momento de la muerte, el torero muta en Gandhi y prescinde de las banderillas. Hasta el silencio hace silencio. Ahí están: el torero desmantelado y el toro jadeante. Un hilo entre la vida y la muerte. El toro resopla, se derrumba, se acuclilla manso. Un toro de peluche. ¿Imposible un torero sin banderillas? Locche fue eso. Gentes del siglo 21, créanme, no exagero. Vencía sin pegar casi. Ganaba, no por puntos, no por nocaut; ganaba por persuasión. Sus rivales quedaban exhaustos de tanto y tanto errarle, de tanto pegarle al aire de la Nada.

¿Y cuáles eran las claves de aquel singular muchacho? Claves sencillas:

Locche, así en la vida como en el ring, reía a lo niño. Esto lo desintoxicaba, le sacaba el hollín del laguito interior. Aborrecía sin feriados el trabajo. Por sus fugas le decían Bach. Era el rey de las fugas. Fiel a su vagancia, trabajaba medio minuto por round. Siempre pésimamente entrenado, inflaba de risa sus fuelles internos y hacía la fiesta: deponía la sangre. ¿Y su llanto? Era como su risa. Sabía llorar con el impudor de un niño. Otro factor desintoxicante. Uno vive anudándose en nombre de la compulsiva responsabilidad. Él vivía desatándose. Fumaba como loco, comía y etcétera a rajacincha. A cuatro días de sus peleas siempre estaba excedido de peso, y a partir de entonces debía resignarse a comer sólo manzanas. Un Adán incorregible que ante el reto decía: «Ma’ sí, ¿quién me quita lo comido?». Llegaba famélico al día de sus peleas. Tras el pesaje devoraba pastas, empanadas, mejillones. Ni pensaba en el ring. Y subía en mal estado físico, pero más contento que la mierda. Psiquiatras, con Nicolino abstenerse.

Cuando se acostaba, se dormía como un bebé después de la mamadera. No tomaba pastillitas, le bastaba con su soberana irresponsabilidad. Se pasó media vida durmiendo. El día de su pelea en Japón, Locche se mandó una siesta de tres horas. Lo despertaron para ir al estadio. En los camarines, ya con el vendaje, se acostó sobre la mesa de masajes, don Paco le puso una toalla sobre los ojos para evitarle los tubos fluorescentes. Al minuto escuchó un serrucho: Nico dormía otra vez. Un rato después conseguiría el cetro mundial. Esa vez hizo una excepción y pegó y demolió al samurai. Seguro que un tipo como Locche no gozaría del aprecio de Sarmiento. Porque era un zángano. Pero, a los fines de explicar el misterio Locche, decimos: un tipo que duerme así, al sistema nervioso no lo tiene nervioso. Sus nervios no son resortes crispados, son un violín. La adrenalina, ¡qué más quiere!

Por su modo de caminar se lo asociaba a Chaplin. Pero había otra semejanza, más profunda, que tiene que ver con su mecanismo psicológico. Chaplin destrozaba a sus enormes rivales no con la fuerza física sino con su ingenio. Se agachaba y las trompadas de los grandotes se estrellaban en las paredes. Abría una puerta y los malos pasaban de largo. Locche, en el ring, hizo lo mismo que Chaplin. Con sus esquives de felino provocaba la carcajada y establecía un circuito de complicidad con la multitud. Eso descontrolaba y contracturaba a sus oponentes. Convertidos sus rivales en ovillos de impotencia, él ya no tenía necesidad de fatigarse pegando.

¿Y las cábalas? Locche jugaba con ellas, no tenía complejos. Pero el pícaro una vez se inventó una cábala. Se preparaba para defender el título y salía a correr con un profesor, encargado de custodiarlo. En la mañana del penúltimo día Locche volvió silbando. Bermúdez le preguntó al profe: «¿Ya corrió los cuatro kilómetros?». El profesor, angelical, le respondió: «Hoy salimos, pero a pasear. Locche me explicó que él no corre los días previos a sus peleas, por cábala». Único. No se entrenaba por cábala. Vago de ley. En una conferencia de prensa le preguntaron qué consejo tenía para darle a la juventud. Dijo sin pestañear: «Que no hagan nada de lo que yo hice».

Hay que decirlo: Nicolino, tan intocable en el ring, ha sido muy tocado, muy herido por la vida. Perdió fortunas, se metió en negocios inauditos. Abajo del ring siempre tuvo un sexto sentido para hacer lo que no le convenía. Recordaba sin drama: «En 1972 compré un auto de carrera usado. Pagué al contado. Lo trajeron en un remolque y me lo dejaron cerca del Luna Park. Cuando fui a ponerlo en marcha no arrancaba. ¡Qué lo parió, tiene la batería vencida! dije. Abrí el capó para solucionar el problema y me di cuenta que el auto no tenía motor».

Le pasaron todas, pero tuvo una rara fortuna: cuando se retiró del boxeo y empezó a vivir la dolorosa soledad de los que fueron ídolos, encontró a María Rosa Gelleni. Le pregunté una vez: «¿Te cuidás, Nico?». «No, no hace falta, me cuida mi mujer.» A veces sus pulmones se volvían como pasas, se le secaban, le costaba respirar. Pero con el cigarrillo no había caso. María Rosa lo reprendía y él respondía: «Mami, si no boxeo más». Ella le pedía que la acompañe a caminar, y él se escapaba: «Caminá vos si querés, después contame».

El candoroso Intocable me llamó una tarde de 1985. «Loco, me tenés que prestar unos pesos. Por unos días eh. Tengo que viajar a Córdoba en ómnibus y estoy seco.» Apenas tuvo el dinero en sus manos, empezó a jurarme una y otra vez: «Que se muera mi vieja si no te devuelvo la guita antes de fin de mes. Que se muera mi vieja eh…» Avanzada la tarde, de pronto, carcajadas. Se doblaba de risa. Le pregunté de qué carajo se reía y me contestó: «Loco es que mi mamá murió el año pasado…».

Vivió sus últimos años en su Mendoza, en una casa y con una pensión del gobierno provincial. Escapó por poco de la miseria. Sus cuatro baypases, sus agudos problemas pulmonares le hicieron visitar seguido la terapia intensiva. Murió el 7 de setiembre de 2005.

María Rosa recuerda: «Teníamos una vida simple y dulce porque él, aunque me hacía renegar, era un bonito. Nuestra casa tenía tres perros, conejo, osito, muchos pescaditos. Nico no quería estar solo nunca. Era muy pegote. A mí dormir la siesta no me gusta, pero muchas veces tenía que acompañarlo: ‘Mami, vení conmigo’. Era como un ternerito mamón, Nicolino, un cristalito; un cristalito que, Dios mío, no dejaba de fumar…».

No dejaba de fumar, ni de celebrar, ni de reír. Perdió fortunas pero jamás su prodigiosa irresponsabilidad. No dejó de ser niño, Nicolino.

 


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Un comentario

  1. Maravillosamente sorprendido por este genio del boxeo, tal como un diamante solo con ser encontrado brillaba, inimaginable seria pensar en el en su mejor estado fisico habria destruido el deporte, aun con solo un esfuerzo fue un campeon mas que recordado, no existen mejores fintas que las de nicolino aun en la actualidad su boxeo defensivo fue mas arte que lucha, pudiendo evadir todo menos el boxeo.

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