OPINIÓN. Ortodoxos y revolucionarios deberían fortalecer lo que nos une y tener en cuenta que lo mejor es enemigo de lo bueno
Kurt Vonnegut, Aparicio Saravia y el autor.
POR TEODORO BOOT
Cada vez que empezamos con el peronismo como panacea universal, sonamos, porque uno corre el peligro de ponerse a pontificar sobre un pensamiento o doctrina (falsamente eterna e inalterable) y a salir de la política, la sociedad y la historia, para entrar en la exégesis -en el caso más aburrido- o en la caricatura -en el más festivo-.
Seguramente Perón inventó algo, pero no sé si eso es el peronismo, porque ¿hay algo más peronista que lo que Aparicio Saravia entendía como un gobierno deseable? “Dignidad arriba y jolgorio abajo”, decía Aparicio, mucho antes de que, en la medida de sus posibilidades (siempre en la medida de sus posibilidades) Perón tratara de hacerlo realidad unos 50 años después.
Perón sí hizo algo notable, que los adoradores de la comunidad organizada no terminan de entender (y esto a veces da risa, porque Perón se refirió al tema o al libro basado en su discurso en la inauguración del Congreso de Filosofía celebrado en Mendoza, explicándole a su biógrafo, Enrque Pavón Pereyra, que “Yo tenía un textito muy lindo, pero se lo mandé a los filósofos y me lo arruinaron”). Ocurre que el General siempre hablaba de la “realidad efectiva”. Ese discurso, ese libro, no hablan de ningún ideal ni de ningún modelo permanente e inalterable y, a diferencia de todas las ponencias posibles, se refería a la realidad efectiva, a lo que ya se había hecho y estaba en marcha con las diferentes declaraciones de derechos sociales y, muy especialmente, con la nueva Constitución.
Perón hizo algo más, que no sé si lo inventó, pero sí que lo esbozó como base de lo colectivo y método de construcción política y social: el concepto de comunidad.
La comunidad no es la sociedad, sino quizá lo contrario. No se basa en la renuncia a algunos aspectos de lo individual para llegar a un pacto social, sino que se basa en lo que tiene en común un grupo de individuos, que no sacrifican nada, sino que se realizan como individuos a través de lo que tienen en común.
Este “principio filosófico” es un modo de pensar y un método de construir que hasta puede contestar a las dos preguntas de Lenin sobre qué hacer y cómo empezar.
Siempre hay que empezar por lo que tenemos en común y no por lo que nos diferencia. ¿Para dónde? Para donde dijo Aparicio: la dignidad de los de arriba y el jolgorio de los de abajo. Teniendo en cuenta estos dos parámetros, uno no se puede equivocar.
La clave es que nuestra identidad, lo que verdaderamente somos, no surge de lo que nos diferencia de los demás (lo que nos llevaría a la cariocinesis como método de reproducción predilecto de la izquierda, que en tren de definirse lo mejor posible, se divide siempre por dos) sino en base a lo que tenemos en común con los demás, siempre con la (desde luego, imposible) ambición de llegar a la totalidad.
Sé que no puedo dejar de ser peronista en un sentido cultural, pero hace rato que dejé o pretendo dejar de serlo en un sentido político o ideológico.
Es que uno estaba habituado a un peronismo de canallas, cínicos y vivillos (¿cuál sería el problema? Malraux lo decía más o menos así: «Cuanto más grande es una causa, mayor es su capacidad de contener las mayores miserias») pero entre los menemistas de ayer (que si uno se pone a hilar fino… mejor no hilo nada), los fundamentalistas de hoy (que con la “doctrina” a flor de labios y su odio a un nebuloso “progresismo” esconden su ánimo retrógrado) y los revolucionarios que a falta de cafés andan por los whatsapp y los youtube, debo admitir que me hartaron. Para que se entienda mejor: tiré la toalla.
De no haberlo hecho, me sentiría en otro planeta y no podría comprender que siempre hay que volver a empezar desde lo común, de lo poco o más o menos que tenemos en común con nuestros amigos, con nuestros parientes, con nuestros colegas y con nuestros vecinos. Y jamás de los jamases desde lo que nos diferencia. De ser necesario, desde lo más atrás que nuestros propios errores nos hayan llevado (porque es mentira que sean los demás los que nos roban, nos dominan y nos explotan: somos nosotros los que nos dejamos robar, dominar y explotar).
Siempre, absolutamente siempre, retrocedimos debido a nuestras fallas y no por culpa de los aciertos de nuestros enemigos. Porque no pueden tenerlos: no tienen razón; la tenemos nosotros, pero una y otra vez nos equivocamos. Por culpa de nosotros mismos.
Me parece que eso se debe, no a la traición o la defección (que, por supuesto, existen) sino a que pensamos y actuamos mal: no desde lo que tenemos en común sino en base a nuestros deseos individuales.
Hace muchos años me quedé con un libro que me había prestado mi finado amigo Cutral, y que no se ha vuelto a reeditar en castellano, un libro de artículos y conferencias de Kurt Vonnegut. En uno de sus ensayos, escrito durante la presidencia de Nixon (un tipo al que detestaba muy especialmente, al que más detestaba… hasta la aparición de Bush hijo, que lo motivó, ya octogenario, a escribir “A man without a country”, mal traducido como “Un hombre sin patria”), Vonnegut se pregunta acerca de la importancia que un presidente puede tener para un país. Y luego de varias elucubraciones llegó a la conclusión de que lo único positivo que puede hacer un presidente es promover que las personas de su país sean mejores, sean más buenas. Fuera de eso, todo es cuento y artificio.
Estoy convencido de que es así, porque para recrear o reconstruir o construir una comunidad no debemos partir de una “doctrina” sino de lo que tenemos en común, de nuestros comunes padecimientos y aspiraciones y de nuestra común solidaridad: uno no vale más que ningún otro. O traducido por Artigas “naides más que naides”.
Voy a aclarar que siempre me fastidió Alberto, casi tanto como me fastidió Néstor (porque ¿quién cree que uno llegue a olvidar que la bochornosa entrega de YPF, Gas del Estado y Agua y Energía fueron posibles también gracias a Néstor?), pero veo que en este desastre que nos está pasando tenemos el mejor presidente que hubiéramos deseado tener, al menos en el sentido en que lo decía Vonnegut.
Cuando de lo que se trata es de llevar a una comunidad (jodida y egoísta como la que supimos construir) a cambiar tan abruptamente sus costumbres, de hacer entender a los individuos que deben ante todo proteger la salud y la vida de los demás, a considerar a los más viejos, condenados al descarte social por aparentemente pertenecer al ayer, ¿puede alguien concebir que es posible decir las cosas mejor de lo que lo está haciendo Alberto?
Si acaso muy azarosamente el Congreso aprueba un impuesto extraordinario a las grandes fortunas y esa ley no es anulada por cualquier juez de mierda mediante un recurso de amparo (así como se impidió la Ley de Medios) en circunstancias que el gobierno de una sociedad adoctrinada por los grandes medios de comunicación no puede conseguir que se cumplan algunas leyes básicas, aparecen algunos iluminados reclamando una revolución social, será francamente patético. Y no sólo eso: también una demostración de demencia y egotismo, a la que nadie que esté en su sano juicio debiera darle bolilla.
Si algunos de esos revolucionarios hablan en nombre del Papa, no tengo nada que decirles. Pero si hablan apelando al peronismo, lo que están haciendo es exactamente lo contrario de lo que el peronismo siempre pregonó, que no es ninguna clase de “asalto al cielo” sino algo mucho más terrenal que cualquier revolución abstracta: tratar de que los argentinos seamos “un poquito más felices”. Y jamás olvidar la verdad número cero: que lo mejor es enemigo de lo bueno.
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ILUSTRACIÓN: «La felicidad del pueblo», de Daniel Santoro.
el admirable Boot, se ve que no leyó esto, ya q lo fastidiaba mas Kirchner q AAF
perdón, este posteo rojo…https://pajarorojo.com.ar/?p=46954
El signo de este tiempo, es la salida del poder de la palabra. Nuestra herencia se basa en que «X dijo;dijo X».
La palabra es solo un contenedor y transmite la sustancia de verdad, mientras que la lógica del contenedor construye el escenario o fondo, el modo, la trayectoria, reacción y resultado del verbo en el sujeto en relación con otros y el mundo, todos bajo una etiqueta que el contexto construye como absoluto petrificado. El valor se entrega en la palabra y el efecto distorsionado de la creencia se manifiesta cuando la palabra se impone por sobre la persona, desvalorizándola, desvalorizándose. Es así como se construye la sombra del amor y el odio desde la luz personal como el proyector.
La medida y cualidad matemática adquirida en la palabra somete al pensamiento en las dos dimensiones, reduciendo las posibilidades de movimiento del verbo para dimensionar y establecer un escenario correcto en las tres dimensiones y el tiempo de la persona.
Perón, logró dimensionar la perspectiva imperialista desde la mirada del bien común, desde ese desapego lógico con lo establecido consiguió re ordenar y utilizar las herramientas existentes cambiando su sentido, y así cambiando la correlación de fuerzas. La programación militar de Perón conformó los objetos de la realidad en un tablero táctico, ya que el poder imperial se basa en la fuerza militar, que hoy ha sido transformado en fuerza informática de manipulación mental.
La atracción hacia las grandes mentes, es como escuchar una melodía que pone orden en la confusión. Desde este punto de vista, la estructura del peronismo, como la de otras, resulta atractivo desde la lógica de orden y poder, cosa que utilizada por personas que valoran más la materia que a las personas resultan en efectos que alimentan al imperio, imperio como estructura de poder heredada de tiempos inmemoriables.
El imperio romano nunca dejó de existir, y éste, tampoco es romano.
Al final cuando cae el velo solo quedan personas, y hay que utilizar el conocimiento adquirido desde la diversidad hacia un objetivo en concreto. La inteligencia superior se conforma del conjunto de la partes.