POLÍTICA & LITERATURA. Perón, Cristina… y el descubrimiento tardío de Jorge Amado
POR TEODORO BOOT
A uno le pasan cosas raras y sorprendentes, y al mismo tiempo otras que lo hacen volver a vivir, como en el programa de Osvaldo D´Agostino.
¡qué me importa de ese coso
–¡Adelante, grumetes!
Era una voz habituada a dar órdenes. Hizo un gesto con la mano, como indicando el rumbo, bajó los tres escalones de la plataforma, asumió el control de la travesía, firme el pulso al timón, los ojos en la brújula.
Se formó una especie de pequeño cortejo que desfiló por la calle: al frente, decidido y sereno, el Comandante. Unos pasos más atrás Caco Podre y Misael, los dos changarines, con parte del equipaje. Caco Podre ya había bebido sus tragos habituales, su paso era incierto, no le sentaba del todo mal el tratamiento de «grumete» que le había dado el recién llegado. Detrás de ellos venían los curiosos, cuchicheando en un grupo que se dilataba. Luego, la rueda del timón en la cabeza de Misael, como un anuncio publicitario.
No entró en la casa. Se conformó con señalarla a los changadores y siguió caminando. Se dirigió a la playa, caminó hasta los roquedales, se paró a contemplarlos con mirada de conocedor, e inició el ascenso. Altos no eran, escarpados tampoco, sólo rampas suaves por donde en los días de verano subían y bajaban los chiquillos y por las noches se escondían los enamorados. Pero había tal dignidad en el porte del Comandante que todos comprendieron las dificultades de la empresa, como si de pronto el modesto acantilado se hubiera transformado en abrupta muralla de peñascos jamás vencida por pies humanos.
Al llegar a lo alto se quedó parado, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada clavada en las aguas. Así inmóvil, el rostro contra el sol y la cabellera al viento (aquella suave y permanente brisa de Periperi), parecía un soldado en posición de firme, o dado su aire imponente, un general tallado en bronce, una estatua. Vestía una extraña chaqueta, con algo de uniforme militar, de paño azul grueso y enormes solapas. Sólo Zequinha Curvelo, lector asiduo de novelas de aventuras, adivinó que allí, frente a ellos, se encontraba, en carne y hueso, un hombre de mar habituado a navíos y tempestades. Empezó a comentar por lo bajo: «Una chaqueta como aquella ilustraba la tapa de una novela de aventuras, bella historia de veleros en un mar de temporales y sargazos. El marino que parecía en aquel libro llevaba una chaqueta igual»
Aquella inmovilidad duró apenas un segundo, pero fue un momento largo, casi eterno, imagen que quedó grabada en la memoria de los vecinos; después, el Comandante extendió con gesto amplio su corto brazo y dijo solemnemente:
–Henos aquí, océano, otra vez juntos.
Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho: era una afirmación, pero también un desafío. Su mirada dominaba las aguas tranquilas del golfo, donde el mar y el río se mezclaban en acogedora bahía. A lo lejos, negros navíos anclados, rápidos veleros cuyas blancas velas matizaban el azul sereno del paisaje. Había en aquella mirada contemplativa la revelación de una antigua intimidad con el océano, hecha de amor y de cólera, de historias vividas, hecho evidente inclusive para aquellos ingenuos corazones, tan distantes de aventuras y heroísmos. En verdad, hay que exceptuar a Zequinha Curvelo, que vivía siempre en ese clima: incansable devorador de folletines baratos, pensando siempre en piratas y pioneros, preparado ya para ser protoprofeta, el san Juan Bautista anunciador del héroe que desembarcaría.
Fue así que el Comandante descendió de los roquedales y penetró en el círculo de vecinos, murmurando, como si hablase consigo mismo: «Lejos del océano no puedo vivir…» De esa manera se ganó la admiración de sus nuevos conciudadanos. Sin embargo, parecía no verlos, no darse cuenta de su presencia y curiosidad.
Como si cada gesto obedeciese a un cálculo preciso, midió primero con la vista la distancia que lo separaba de la casa junto a la playa, las ventanas abiertas hacia el mar. Marcó su rumbo hacia la puerta e inició el abordaje. Los vecinos seguían atentamente sus movimientos y lo miraban con respeto: la cara redonda y rubicunda, la abundante cabellera plateada, la chaqueta marinera con brillantes botones metálicos. Iniciada la marcha, Zequinha Curvelo se colocó entre ellos y el Comandante; había tomado posesión de su puesto. Los changadores llegaron con el resto del equipaje. El Comandante dio algunas órdenes, precisas y categóricas. Maletas, camas, armarios para los cuartos, embalajes y cajones en la sala.
Sólo entonces, terminada la tarea, pareció ver a la pequeña multitud que lo contemplaba desde la calle, sonrió, inclinó la cabeza en un saludo y se puso la mano sobre el pecho, en un gesto en el que había algo de oriental, de exótico. Un coro de «buenas tardes» respondió al saludo. Zequinha Curvelo tomó coraje y avanzó un paso hacia la puerta. El Comandante estaba sacando de uno de los grandes paquetes un objeto inesperado. Parecía un revólver. Zequinha retrocedió. No era un revólver. ¿Qué diablos sería? El Comandante se lo puso en la boca: era una pipa, pero no una simple pipa, ya de por sí extravagante en aquel pacífico pueblo. Era una pipa de espuma de mar, labrada. La boquilla representaba las piernas y los muslos desnudos de una mujer, y en el hornillo estaban esculpidos el busto y la cabeza. «¡Oh!», murmuró Zequinha, inmóvil.
Cuando se recobró, el recién llegado ya se había apartado de la puerta. Zequinha se apresuró a ofrecerle sus servicios:
–¿Puedo serle útil en algo?
–Muchas gracias, muchas gracias… –agradeció el Comandante, negando con un gesto. Después sacó de la cartera una tarjeta de visita y se la tendió a Zequinha, agregando:
– Un viejo marinero, a sus órdenes.
Más tarde se lo vio trabajar con los changadores, martillo en mano, abriendo cajones. Salían instrumentos raros: un enorme catalejo, una brújula. Los curiosos seguían en las inmediaciones, contemplándolo. Después se fueron a propalar las noticias. Zequinha le mostraba a todo el mundo la tarjeta adornada con un ancla:
Comandante Vasco Moscoso de Aranao
Capitán de Ultramar
He aquí los sucesos de su llegada a Periperi, aquella tarde infinitamente azul, cuando de golpe estableció su reputación y su prestigio.
Y no sigo, que me cansé.
Pero para quienes tuvieron la curiosidad de llegar hasta acá, una pequeña muestra de por qué, por más esfuerzos que uno haga, siempre va a resultar difícil olvidar a Gabriela.
*N. del E.: Julie Christie también fue mi amor imposible, y recuerdo que tuvo un largo romance con Warren Beatty. Por lo que me parece que el calificativo de mi admirado Boot parece aquello del zorro diciendo que las uvas estaban verdes.
Cuando puedas lee «Mi planta de Naranja Lima» y asi cancelas una deuda de la juventud magica.
Si te Gustó Jorge Amado, absolutamente imperdible, a pesar de lo breve: «Uniforme, casaca, camisón»
Te recomiendo que no te pierdas de leer Tierras del sinfin , y Tocaia grande , los dos tratan la conquista de la tierra para plantar cacao , y en forma de novela , tambien se visualizan los boom economicos de las paises primarizados , ya que Brasil tuvo al caucho , al cafe y la caña de azucar . Otros titulos , tambien interesantes : Tieta de Agreste ; La muerte , o La muerte de Quincas Berro Dagua ; y Cacao , que creo que fue su primer novela . Yo tambien suelo despertar soñando con Sonia Braga desnuda , y ya tengo 67 !!!!!!!
Hoy si nos detenemos un instante, un solo instante.. Podemos vislumbrar una mejoria en este espacio terrenal (mal llamado). Ni europa, asia, africa, oceania, america, todo esta oscuro, solo se escucha el huracan «maria» y la mediocridad de la especie. Nos podra salvar una guerra nuclear ?