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POLÍTICA & LITERATURA. Perón, Cristina… y el descubrimiento tardío de Jorge Amado

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POR TEODORO BOOT

A uno le pasan cosas raras y sorprendentes, y al mismo tiempo otras que lo hacen volver a vivir, como en el programa de Osvaldo D´Agostino.

Me pasó, por ejemplo, que encendí el televisor a las 9 de la noche porque alguien, en algún lado, dijo que en el programa de Navarro estaría Cristina.
Eso es toda una complicación, porque los domingos el programa de Navarro va a las 21 horas. Y a las 21 horas solemos cenar. Y cuando comemos jamás miramos TV.
No estaba Cristina sino un montón de candidatos a distintos cargos, de distintos partidos (excepto de Cambiemos) que presumo expusieron muy educadamente sus respectivas posiciones. No las escuché, si bien hablaron gentes a las que normalmente las personas normales quieren escuchar. Estaba Jorge Taiana, por ejemplo.
Pero no. Anulé el sonido, aunque dejé la imagen (por si aparecía Cristina) y me sorprendí recordando los tiempos en que uno zanjaba toda discusión con un » Perón, Perón, tenés razón», sumamente adecuado para que, con toda justicia, se pensara  que éramos una manga de analfabestias sin posibilidad alguna de redención.
Miré a los muñecos que aparecían en TV –algunos a los que cualquier persona en sus cabales podría querer escuchar– y recité, para mis adentros:
 
«¿Para que quiero la foto,
la de Tirone Pauel?

¡qué me importa de ese coso

si tengo la de Gardel!»
 
Si yo quería escuchar a alguien era a Cristina. Y a nadie más.
Ustedes, todos, son testigos de lo que fui pensando y diciendo acerca de Cristina en los últimos años. Y no en los últimos dos, que así cualquiera, sino en los últimos diez. Fue entonces que descubrí algo: enceguecidos por el odio, estos tarados están transformando a Cristina en Perón.
En lo que a mí respecta, lo consiguieron.
 
Pero además en estos días descubrí algo todavía más significativo: camino al baño, agarré al paso uno de los libros que eran de mi viejo y que todavía andan a un costado de la biblioteca, esperando que me vengan las ganas de acomodarlos,  y así como así, mágicamente, descubrí a Jorge Amado. 
¡A mi edad!
Conocía a través del cine dos historias suyas: Doña Flor y sus dos maridos y Gabriela, clavo y canela. No me pregunten de qué se trataba esta última. Todo lo que conservo indeleblemente grabado en mis retinas, son los desnudos de una joven y hermosísima Sonia Braga, mucho más joven y bella que en Doña Flor. Andaba por ahí Marcello Mastroiani fungiendo de turco, de un comerciante de mediana edad o casi viejo que no recuerdo qué hacía o se dejaba hacer por la desprejuiciada Gabriela.
¡Quién no habrá querido ser el Turco!
No conservo similares imágenes de doña Flor. Y todavía hoy, las de Gabriela me siguen llenando de esa angustia que provocan los imposibles.
Claro, me consuelo pensando que Sonia Braga es hoy una vieja arrugada y decrépita, que a Ava Gardner hace rato que se la comieron los gusanos y que Julie Christie*, mi adolescente amor imposible, era lesbiana.
Pero nunca había leído nada de Jorge Amado, seguramente arrastrado por los prejuicios. Así como mientras andábamos por Colombia, como buen «marxista» Sergio Puiggrós se dedicaba a visitar iglesias, yo leía en las bibliotecas públicas las historias del país en que estaba, y fue recién entonces que leí, y entendí y disfruté a García Márquez. Mis prejuicios (y mi ignorancia) me habían impedido hacerlo antes. Siempre me arrepentí, pero no fue grave: era joven y tenía todavía enormes posibilidades de recuperar el tiempo perdido.
Pero nunca es tarde cuando la dicha es buena. Imagínense: agarré de paso «El capitán de ultramar», de Amado, y me dije que, a dios gracias, todavía me quedaban muchas novelas suyas por leer.
Díganme si no es maravilloso descubrir, a este edad, un escritor que lleva publicadas más de 20 novelas. ¡Hay todavía tanto suyo por leer!
Una pequeña muestra:

–¡Adelante, grumetes!

Era una voz habituada a dar órdenes. Hizo un gesto con la mano, como indicando el rumbo, bajó los tres escalones de la plataforma, asumió el control de la travesía, firme el pulso al timón, los ojos en la brújula.

Se formó una especie de pequeño cortejo que desfiló por la calle: al frente, decidido y sereno, el Comandante. Unos pasos más atrás Caco Podre y Misael, los dos changarines, con parte del equipaje. Caco Podre ya había bebido sus tragos habituales, su paso era incierto, no le sentaba del todo mal el tratamiento de «grumete» que le había dado el recién llegado. Detrás de ellos venían los curiosos, cuchicheando en un grupo que se dilataba. Luego, la rueda del timón en la cabeza de Misael, como un anuncio publicitario.

No entró en la casa. Se conformó con señalarla a los changadores y siguió caminando. Se dirigió a la playa, caminó hasta los roquedales, se paró a contemplarlos con mirada de conocedor, e inició el ascenso. Altos no eran, escarpados tampoco, sólo rampas suaves por donde en los días de verano subían y bajaban los chiquillos y por las noches se escondían los enamorados. Pero había tal dignidad en el porte del Comandante que todos comprendieron las dificultades de la empresa, como si de pronto el modesto acantilado se hubiera transformado en abrupta muralla de peñascos jamás vencida por pies humanos.

Al llegar a lo alto se quedó parado, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada clavada en las aguas. Así inmóvil, el rostro contra el sol y la cabellera al viento (aquella suave y permanente brisa de Periperi), parecía un soldado en posición de firme, o dado su aire imponente, un general tallado en bronce, una estatua. Vestía una extraña chaqueta, con algo de uniforme militar, de paño azul grueso y enormes solapas. Sólo Zequinha Curvelo, lector asiduo de novelas de aventuras, adivinó que allí, frente a ellos, se encontraba, en carne y hueso, un hombre de mar habituado a navíos y tempestades. Empezó a comentar por lo bajo: «Una chaqueta como aquella ilustraba la tapa de una novela de aventuras, bella historia de veleros en un mar de temporales y sargazos. El marino que parecía en aquel libro llevaba una chaqueta igual»

Aquella inmovilidad duró apenas un segundo, pero fue un momento largo, casi eterno, imagen que quedó grabada en la memoria de los vecinos; después, el Comandante extendió con gesto amplio su corto brazo y dijo solemnemente:

–Henos aquí, océano, otra vez juntos.

Volvió a cruzar los brazos sobre el pecho: era una afirmación, pero también un desafío. Su mirada dominaba las aguas tranquilas del golfo, donde el mar y el río se mezclaban en acogedora bahía. A lo lejos, negros navíos anclados, rápidos veleros cuyas blancas velas matizaban el azul sereno del paisaje. Había en aquella mirada contemplativa la revelación de una antigua intimidad con el océano, hecha de amor y de cólera, de historias vividas, hecho evidente inclusive para aquellos ingenuos corazones, tan distantes de aventuras y heroísmos. En verdad, hay que exceptuar a Zequinha Curvelo, que vivía siempre en ese clima: incansable devorador de folletines baratos, pensando siempre en piratas y pioneros, preparado ya para ser protoprofeta, el san Juan Bautista anunciador del héroe que desembarcaría.

Fue así que el Comandante descendió de los roquedales y penetró en el círculo de vecinos, murmurando, como si hablase consigo mismo: «Lejos del océano no puedo vivir…» De esa manera se ganó la admiración de sus nuevos conciudadanos. Sin embargo, parecía no verlos, no darse cuenta de su presencia y curiosidad.

Como si cada gesto obedeciese a un cálculo preciso, midió primero con la vista la distancia que lo separaba de la casa junto a la playa, las ventanas abiertas hacia el mar. Marcó su rumbo hacia la puerta e inició el abordaje. Los vecinos seguían atentamente sus movimientos y lo miraban con respeto: la cara redonda y rubicunda, la abundante cabellera plateada, la chaqueta marinera con brillantes botones metálicos. Iniciada la marcha, Zequinha Curvelo se colocó entre ellos y el Comandante; había tomado posesión de su puesto. Los changadores llegaron con el resto del equipaje. El Comandante dio algunas órdenes, precisas y categóricas. Maletas, camas, armarios para los cuartos, embalajes y cajones en la sala.

Sólo entonces, terminada la tarea, pareció ver a la pequeña multitud que lo contemplaba desde la calle, sonrió, inclinó la cabeza en un saludo y se puso la mano sobre el pecho, en un gesto en el que había algo de oriental, de exótico. Un coro de «buenas tardes» respondió al saludo. Zequinha Curvelo tomó coraje y avanzó un paso hacia la puerta. El Comandante estaba sacando de uno de los grandes paquetes un objeto inesperado. Parecía un revólver.  Zequinha retrocedió. No era un revólver. ¿Qué diablos sería? El Comandante se lo puso en la boca: era una pipa, pero no una simple pipa, ya de por sí extravagante en aquel pacífico pueblo. Era una pipa de espuma de mar, labrada. La boquilla representaba las piernas y los muslos desnudos de una mujer, y en el hornillo estaban esculpidos el busto y la cabeza. «¡Oh!», murmuró Zequinha, inmóvil.

Cuando se recobró, el recién llegado ya se había apartado de la puerta. Zequinha se apresuró a ofrecerle sus servicios:

–¿Puedo serle útil en algo?

–Muchas gracias, muchas gracias… –agradeció el Comandante, negando con un gesto. Después sacó de la cartera una tarjeta de visita y se la tendió a Zequinha, agregando:

– Un viejo marinero, a sus órdenes.

Más tarde se lo vio trabajar con los changadores, martillo en mano, abriendo cajones. Salían instrumentos raros: un enorme catalejo, una brújula. Los curiosos seguían en las inmediaciones, contemplándolo. Después se fueron a propalar las noticias. Zequinha le mostraba a todo el mundo la tarjeta adornada con un ancla:

Comandante Vasco Moscoso de Aranao

Capitán de Ultramar

He aquí los sucesos de su llegada a Periperi, aquella tarde infinitamente azul, cuando de golpe estableció su reputación y su prestigio.

 

Y no sigo, que me cansé.

Pero para quienes tuvieron la curiosidad de llegar hasta acá, una pequeña muestra de por qué, por más esfuerzos que uno haga, siempre  va a resultar difícil olvidar a Gabriela.

 

*N. del E.: Julie Christie también fue mi amor imposible, y recuerdo que tuvo un largo romance con Warren Beatty. Por lo que me parece que el calificativo de mi admirado Boot parece aquello del zorro diciendo que las uvas estaban verdes.


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4 comentarios

  1. Te recomiendo que no te pierdas de leer Tierras del sinfin , y Tocaia grande , los dos tratan la conquista de la tierra para plantar cacao , y en forma de novela , tambien se visualizan los boom economicos de las paises primarizados , ya que Brasil tuvo al caucho , al cafe y la caña de azucar . Otros titulos , tambien interesantes : Tieta de Agreste ; La muerte , o La muerte de Quincas Berro Dagua ; y Cacao , que creo que fue su primer novela . Yo tambien suelo despertar soñando con Sonia Braga desnuda , y ya tengo 67 !!!!!!!

  2. Hoy si nos detenemos un instante, un solo instante.. Podemos vislumbrar una mejoria en este espacio terrenal (mal llamado). Ni europa, asia, africa, oceania, america, todo esta oscuro, solo se escucha el huracan «maria» y la mediocridad de la especie. Nos podra salvar una guerra nuclear ?

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