CAPARRÓS, KAPUSCINSKI o el ocaso de dos grandes, impares cronistas
Recientemente, el escritor Martín Caparrós confirmó que padece de ELA, una enfermedad incurable, la misma que acabó con el gran Roberto Fontanarrosa. Conozco a Martín desde que era adolescente, tenía flequillo y sus compañeros del Nacional Buenos Aires lo llamaban Moopy. Cuatro años más joven que yo, era militante del Movimiento de Acción Secundario (MAS) de cuyo capítulo porteño yo había sido cofundador. Y tenía como gran amigo a otro militante del grupo y compañero «del colegio» (Benjamín) Isaac Dricas, (a) «el Pato Fellini», montonero desaparecido, que también fue amigo mío y de mi mujer. Además, ambos marchamos al exilio; al regresar integramos la cooperativa que editó la revista El Porteño y compartimos, entre otras cosas, la admiración por Manuel Vicent.
Sin embargo, y aunque jamás tuvimos ni un si ni un no, nunca fuimos amigos. Siempre lo sentí un poco distante, un poco arrogante, como si mirara a la mayoría de los miembros de esa redacción por encima del hombro, aunque cabe la posibilidad de que esa arrogancia de mosquetero de capa roja con mostachos encubriera también pudor y timidez, qui lo sa. Así, al menos, lo entendió una gran entrevistadora, la uruguaya María Esther Gilio, que lo encontró muy humilde… lo que hizo que por única vez lo llamara por teléfono para gastarle una chanza: «Che, me enteré por la Gilio que sos el más humilde del mundo…».
A mi juicio, el haber tenido la suerte de trabajar siendo todavía adolescente el diario Noticias con Paco Urondo, Rodolfo Walsh, Miguel Bonasso, Horacio y otras grandes periodistas, ser hijo de un psiquiatra español que conocía al Che Guevara, no haber pasado nunca necesidades ni haber tenido que acogerse a un empleo mal pagado para bancar un alquiler y haber estudiado en La Sorbona, además de concitar profusas envidias, le había hecho perder la perspectiva de cuan afortunado había sido. Pero lo que más me alejo de él fue su para mi incompresible amistad con Jorge Lanata, con quien me enfrenté ardorosamente a lo largo de tres asambleas de cooperativistas de El Porteño desde enero de 1985. Por entonces atravesaba yo una época horizontal-libertaria (la palabra no había sido todavía expropiada) y resultaba evidente que Lanata era vertical-autoritario, por lo que chocamos violentamente. Por fin, Lanata consiguió que la mayoría de los treinta cooperativistas lo siguieran, lo que tenía lógica, puesto que resultaba evidente que buscaba tener poder, mientras que quienes nos oponíamos a sus arrebatos y caprichos (Entre otros Eduardo Rey, Alberto Ferrari, Daniel Molina, Enrique Symms, Ricardo Ragendorfer, Eduardo Berti y Homero Alsina Thevenet) no teníamos más norte común que el de Diógenes: que no nos rompieran los quinotos. Por entonces, y a pesar de que éramos claramente adversarios, nuestro enfrentamiento tenía límites. El día en que salió a la calle el primer número de Página 12, compré un ejemplar en el kiosko de Corrientes y Montevideo y lo estaba destripando en el café La Paz cuando entró Lanata con el diario en la mano, ocasión en que lo felicité muy sinceramente augurándole larga vida.
Por cierto, entonces Caparrós no le arrastraba el ala a Lanata. Era uno de los editores de Babel desde la redacción de El Porteño y recién fue a Página/12 cuando Lanata lo convocó y él se llevaba como el ojete con Rolando Graña, quien había ingresado al consejo de redacción de El Porteño a mi propuesta y que cuando Lanata se marchó, en los hechos ocupó su lugar… Hasta que Lanata –empeñado en vaciar la revista– también lo contrató a él.
Me fui al pasto. Solo quería expresar que aún enfrentado por el vértice con Lanata no podía suponer que terminaría por vender su alma al diablo. No siento la menor estima por Lanata, hoy convertido en poco más que un potus y abandonado por quienes lo compraron (el mayor logro de su vida no fue el diario sino una canallada: allanarle el camino a la Presidencia a Macri convirtiéndose así, a mi juicio, en un irreconciliable enemigo del pueblo). Y, en cambio, y a pesar de nuestras evidentes diferencias políticas, si siento pesar por por los padeceres de Martín, un excelente escritor con el que no sólo no me molestaría sino que me gustaría encontrarme acá, en Madrid o en la quinta del Ñato para polemizar y hablar de bueyes perdidos. Solos o con Marcelo Cohen , ya que estamos.
La melancolía me ha hecho revisitar una rara entrevista en primera persona, también melancólica, que Martín le hizo a otro gran cronista, Ryszard Kapuściński. Y que rehizo y publicó a la muerte del polaco itinerante. Ojala le hicieran a él una entrevista tan buena. Mientras tanto los dejo con ésta, breve, de la cuál también pueden intuir algo acerca de nuestras diferencias políticas.
Los pies de Kapuściński
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En estos días me acordé mucho de él. No sé por qué; quizá porque se cumplieron catorce años desde aquella noche rara, y catorce son dos veces siete: siete años de vacas flacas, siete de vacas gordas, y la dificultad de saber cuáles fueron cuáles. Pero aquella noche yo estaba en un hotel de El Cairo –llevaba días trabajando en una pequeña historia sobre el auge del Islam en un país que había sido tan laico– y puse la tele sin sonido para tener una ventana. De pronto vi su cara en la pantalla y me asustó: si lo ponían en una tele egipcia era que se había muerto. Subí el sonido, no entendí una pepa, empecé a buscar por internet –que todavía no era lo que es– y en unos minutos encontré la noticia, la confirmación: el gran Ryszard Kapuściński, narrador del carajo, se había muerto en Varsovia esa mañana a sus 74 años.
Yo lo había conocido la tarde en que le hice esta entrevista para una revista norteamericana. Era en 2002 y en Buenos Aires, y Kapuściński iba a dar un taller organizado por la Fundación Nuevo Periodismo. Esa semana nos vimos mucho, entre charlas, cursos, comidas, la cancha de Boca –todo muy elegante– y, al final, me pidió que lo llevara a buscar otro Buenos Aires. Todos le hablaban de una crisis que no había encontrado en ninguna esquina de la Recoleta.
El lunes a la mañana lo pasé a buscar en el Erre (N. del E.: no tengo idea de a qué vehículo se refiere) y nos fuimos a que conociera un par de villas en San Francisco Solano y nos metimos en territorios complicados y charlamos con hombres y mujeres y el Erre se nos quedó en el barro y lo empujamos y nos quedamos sin aliento. Kapu seguía sin estar convencido: si esto es pobreza, qué queda para el África, decía. Yo traté de explicarle que esto no era el África, que la Argentina no era un país pobre sino un país rico con demasiados pobres. Conversamos mucho esa mañana. En un momento le pregunté dónde me mandaría si fuera mi jefe o, de otro modo, cuál le parecía el lugar más interesante para contar en ese momento, y me dijo que los países musulmanes ex soviéticos del centro de Asia, repletos de petróleo, armados, inestables. Después le comenté que mi novia estaba preocupada porque lo había llevado a recorrer villas y que quería que la llamara para decirle que estábamos bien, y nos reímos recordando que habíamos pasado por situaciones algo más complicadas y me pidió el teléfono y la llamó, sin conocerla, para decirle que no se preocupara, que también esta vez habíamos sobrevivido.
Después nos volvimos a ver un par de veces, en actividades de la FNPI, y siempre fue agradable, interesante. Pero al final nunca le pregunté por lo de la novela. Aquel día, cuando lo conocí, le llevé –qué pesadez– dos libros míos: una novela y una crónica. Kapu me dijo ah qué bueno una novela, la voy a leer antes de empezar el taller para refrescar mi castellano, nada mejor que una novela para recuperar la lengua. A mí me dio mucho gusto y le dije que gracias. Después, en su taller –que yo filmaba para un documental–, alguien le preguntó por sus lecturas: ensayos –dijo–, sociología, filosofía, política, historia, y sobre todo poesía: para saber escribir lo más importante es leer mucha poesía. Lo que no leo desde hace décadas es una novela –dijo–: no me interesan las novelas.
Cada cual arma su personaje como quiere, como puede. El maestro Kapu era un polaco pícaro y toquete, orgulloso y modesto, mirón inteligente, escritor impetuoso y cuidadoso, refunfuñón, atento, al que admiro y a quien agradezco, sobre todo, que consiguió que millones de personas en todo el mundo supusieran que lo que hace un periodista –un periodista en serio, un buen periodista– puede ser gran literatura. Es curioso, pero se lo creyeron y, también por eso, la frase que le escribí aquella vez en su camisa blanca:“Con mi mejor envidia. Gracias!”.
Lo segundo que me dijo fue que él nunca en su vida había hecho una entrevista. Primero me había dicho buenas tardes encantado cómo está con esa cortesía un poco fría que afectan los polacos: un taconeo apenas perceptible, como si se cuadraran para saludarte. Y después eso:
–No, yo jamás entrevisté a nadie.
Lo que pasó fue que a mí se me había ocurrido una pregunta astuta para abrir el diálogo:
–¿Usted tiene alguna táctica, algún truco para empezar una entrevista?
–Yo nunca en mi vida hice una sola entrevista. Nunca jamás. A mí me hacen entrevistas, pero yo nunca hice ni una sola.
Insistió, y durante la semana siguiente se lo oiré repetir dos o tres veces: a Ríszard Kapuściński, el más reputado periodista vivo, debe importarle mucho que se sepa. Entonces yo le dije que podría estar de acuerdo en que la entrevista suele ser una solución de facilidad, treta del periodista para no tener que contar y/o pensar y limitarse a transcribir una charla.
–Sí, cada vez hay más, y es un género despreciable.
Remató él: no era la mejor manera de empezar una entrevista. Miré a mi alrededor pero no ví ningún disfraz de bayadera bengalí ni de cardiocirujano yanomami –ni siquiera de pekinés en celo– así que tuve que seguir haciendo de entrevistador.
Desde su primera salida de Polonia, en 1957, Ryszard Kapuściński ha caminado cinco o seis continentes, veintisiete revoluciones, doce guerras, tantas historias, con esos pies chiquitos que ahora calzan unos zapatos viejos lustrados con esmero. El maestro nació hace setenta años en un lugar que ya no es: la ciudad polaca de Pinsk, ahora la ciudad bielorrusa de Pinsk. Y en cuanto pudo se fue a conocer mundo. La agencia de prensa polaca lo nombró corresponsal en África; en esos días los africanos se dedicaban a echar colonos blancos y no se preocupaban por las buenas maneras.
–¿Y fue entonces cuando vio su primera guerra?
–No, mi primera guerra fue la invasión nazi cuando tenía siete años, y fue muy duro. Mis recuerdos de esa guerra son recuerdos de un hambre constante, días y días sin comer nada. Cuando terminó la guerra yo no podía entenderlo: para mí la guerra era el estado natural de la vida, me sorprendía que ya no hubiera tiros, bombardeos, hambre, muertos. Pero después he estado en muchas guerras, ya ni sé cuántas guerras.
–¿Se necesita alguna cualidad particular para ir a las guerras?
–Yo no iba, me mandaban. Me llamaban y me decían Ricardo, ahora hay guerra en Sudán, tienes que ir. Pero en esos tiempos no había emails, teléfonos por todas partes: era un periodismo de libertad. Ahora cada paso del corresponsal está dirigido por su jefe en la central: el jefe tiene más información en su pantalla que el corresponsal en el terreno; en cambio cuando yo me iba eran viajes de Colón, de descubrir mundos, y mi jefe no tenía ni idea, no sabía ni siquiera dónde estaba yo. Ahora la visión del mundo ya no es una creación de unos pocos periodistas alocados; la producen en las grandes oficinas de Nueva York o de Londres.
Durante décadas el maestro formó parte de un pequeño grupo de amigos que se encontraban de guerra en guerra, de catástrofe en crisis, de sequía en alzamiento, pero ahora dice que lo peor de todo eso eran las condiciones de vida, el hambre una vez más, el calor, el agua sucia, las noches en la selva: que es mucho más difícil cruzarse con una bala que con un bruto ataque de malaria. Aunque después diga que lo peor son esas guerras de soldados niños:
–Los niños son los peores porque no tienen sentido del peligro y, además, a menudo los drogan para mandarlos al combate. Es tremendo: no sólo es completamente inhumano; también es lo más riesgoso para el periodista.
El maestro es un clásico del periodismo moderno: nadie como él para alejarse de lo pasajero de la actualidad y dejar condensado en un relato una época, un lugar. Nadie como él para mirar y ver. John Le Carré dijo alguna vez que Kapuściński era “el enviado especial de Dios” y supongo que debe ser un elogio. Ha publicado unos veinte libros y le brillan los ojitos cuando me dice que ha sido traducido a treinta y dos idiomas y que algunos de esos libros tienen letras tan extrañas que sabe que son suyos por la foto. El maestro mezcla orgullo y distancia con humildad y calidez: las dosis cambian.
El maestro va a pasar una semana en Buenos Aires: viene para impartir un taller de crónica organizado por la Fundación Nuevo Periodismo –que preside Gabriel García Márquez– y dice que le gusta enseñar en América Latina porque en ningún otro continente el periodismo está tan ligado a la literatura.
–La crónica es literatura construida a partir del material de la realidad.
Repite en cuanto puede. Sus alumnos son una docena y media de periodistas venidos de toda América Latina que lo escuchan con unción al borde de la mística. El maestro sabe hablar fascinando; también sabe callarse. Uno de estos días, en el taller, alguien le preguntará qué recursos técnicos es lícito utilizar para escribir una crónica y el maestro dirá que hay que dejarse guiar por la intuición o sea: no dirá casi nada. Después, varios asistentes me confesarán que cuando lo escucharon pensaron, maravillados, que esa frase les abría nuevos horizontes, que esas palabras los guiarían a lo largo de toda su carrera.
–Para ser periodista hay que ser, ante todo, un buen hombre o una buena mujer: buenos seres humanos. Una mala persona nunca puede ser un buen periodista.
Me dice ahora, de vuelta en la entrevista denostada, y yo pienso en un par de conocidos que creí buenos profesionales. Quizás lo sean, pese a todo. El maestro habla mucho del respeto por la verdad y los valores éticos:
–Una sociedad no puede existir sin información, sin intercambio de opiniones. Ninguna sociedad puede existir sin periodistas. Nuestra profesión tiene una responsabilidad social extraordinaria.
–¿Y alguna vez le dio vergüenza ser periodista?
–No, al revés. Yo estoy muy orgulloso de ser periodista. Yo trato a esta profesión como una misión.
El maestro es cristiano, tiene un hermano misionero en Bolivia y a veces dice que él también lo es:
–El trabajo del periodista es como el del misionero, tiene que abrir caminos para que los pueblos se conozcan. La misión del periodista es hacer algo bueno por los otros: una obligación ética. Yo tengo una visión muy idealista de esta profesión.
No me entendió: yo le preguntaba por esas situaciones en que el periodista tiene que mantenerse fuera de una situación en la que su decencia lo llevaría a intervenir, el fotógrafo que gatilla mientras ruedan cabezas, y entonces el maestro dice que ése es un problema ético que se plantea muchas veces pero que no se puede resolver de una manera general:
–Ese fotógrafo tiene que decidir si sigue haciendo esas fotos, que pueden influir a través de la prensa para mejorar esa situación, o si se mete personalmente en el momento. Hace unos años un equipo de la CNN filmó cómo una multitud arrastraba el cuerpo de un soldado americano por las calles de Mogadiscio, la capital de Somalia. El equipo podría haber tratado de intervenir pero siguió filmando, y sus imágenes conmovieron a la opinión pública y obligaron al gobierno de Bush padre a repatriar la expedición americana. Pero cada caso es una historia diferente y, en general, la instalación de una idea en la opinión pública es un proceso muy lento. La opinión pública va siempre por detrás de los hechos, y esa lentitud facilita mucho las decisiones políticas: cuando los políticos toman una decisión, la opinión pública todavía no está despierta, atenta al asunto.
–¿Es tonta la opinión pública?
–No, no es tonta, pero es una masa tan grande que necesita mucho tiempo para ponerse en marcha. Y a veces cuando se pone ya es demasiado tarde.
En el taller del maestro hay un periodista de La Repubblica de Roma que anota sin parar:
–No, yo no participo en el taller. Yo vine especialmente para hacer una nota tipo “a la escuela con Kapuściński”.
–¿En serio, tanto viaje para esto?
–Bueno, en Italia el maestro es una verdadera star.
El año pasado, en su primer taller, en México, García Márquez se apareció una mañana y se sentó a la mesa. Entonces el maestro le dijo por favor Gabo, cuéntanos tu experiencia.
–No, yo estoy acá para aprender.
Dijo el colombiano, y cuentan que el polaco se emocionó como una colegiala. Hemos hablado mucho, esta semana, de él y lo que ha escrito. El maestro dice que nunca reconoce lo que ha escrito, que escribe sin saber qué va a escribir y que lo olvida en cuanto lo escribió y que no se relee.
–Yo empecé como poeta, lo primero que publiqué fueron poemas, y todavía escribo poesía. Los únicos que realmente se ocupan del idioma son los poetas: para ellos el lenguaje es lo más esencial. Por eso, si se quiere tener un buen idioma, escribir de una manera bella, hay que leer constantemente poesía: no hay otra fuente de belleza, de riqueza, de frescura para el idioma. Por eso yo desde hace años ya no leo ninguna novela, pero sigo leyendo poesía.
Dice el maestro y yo trato de disimular mi sobresalto. Un día los talleristas discutieron un caso en que uno de ellos había omitido algunas declaraciones de un entrevistado porque quería protegerlo, porque pensaba que esas palabras podían dar una impresión equivocada sobre el personaje. El debate fue arduo, hubo algún exabrupto e incluso alguna lágrima. Al final, el maestro zanjó: dijo que, «por principio, la obligación del periodista es decir la verdad siempre» y la discusión quedó cerrada. La palabra verdad tiene muchos poderes.
–Pero hay que aclarar que la objetividad no existe: incluso en un despacho de agencia, cuando uno selecciona lo que va a contar ya está eligiendo, poniendo su subjetividad en la elaboración de la noticia. Yo no querría usar una palabra dura, pero en esto de la objetividad hay mucha apariencia…
–Por no decir engaño.
–Por no decir engaño.
El maestro sonríe. Por sus fotos, por sus libros, me lo imaginaba poderoso y altivo, con cierta prepotencia de grandote eslavo, pero todo en él es chiquitito: manos, ojos grises, esos pies en los zapatos muy lustrados. Su español es bastante bueno; a veces entiende lo que le dicen, otras no. El maestro habla español con ese acento polaco que supo ser el de mi abuelo y que, en los últimos veinte años, hemos aprendido a reconocer como la voz de Dios sobre la Tierra.
–Yo no creo en la distancia del periodista. Yo estoy por escribir con toda pasión, con toda emoción; los mejores textos periodísticos están hechos de pasión, de implicación personal en el tema. La teoría de la objetividad es totalmente falsa: la objetividad produce textos fríos, produce textos muertos.
El maestro extraña una supuesta edad de oro del periodismo donde sus practicantes eran honestos, respetados, conocidos. Todo nostálgico es un optimista; cree, con fruición, que algún tiempo pasado fue mejor:
–Cuando uno de esos periodistas iba por la calle todos lo miraban, le preguntaban cómo está, trataban de charlar con él.
Yo sospecho que esos tiempos no existieron nunca –que siempre hubo de esos periodistas y también de los otros– pero Kapuściński dice que esto cambió mucho en los últimos veinte o treinta años porque ahora el periodismo escrito es sólo una parte reducida del mundo de los medios dominados por la televisión, porque la noticia en los grandes medios es el producto de una larga cadena de personas, porque se perdió el orgullo por el producto y la responsabilidad personal del periodista y, sobre todo, dice, porque se descubrió que la noticia es un gran negocio:
–Este descubrimiento es fundamental, porque hizo que el gran capital se metiera en nuestra profesión. Normalmente el periodismo no era un gran negocio: se lo hacía por ambición o por sentido de misión. Ahora, con el gran capital, empezaron a manejar el mundo de los medios señores que no son periodistas, que ni siquiera les interesa el periodismo. Ellos tratan al periodismo como a cualquier otro medio para conseguir grandes ganancias. Entonces nosotros, los soldados y obreros de esta profesión, por un lado, y los patrones de los medios, por otro, ya no tenemos ni siquiera un lenguaje común. Nuestro valor más importante solía ser la búsqueda de la verdad. Ahora ya tu jefe no te pregunta si tu noticia es verdadera; te pregunta si es interesante, si se va a vender bien. Este es el cambio más profundo del mundo de los medios y de su ética. Ahora el periodista en vez de buscar la verdad busca la historia sensacional, la que pueda salir en la primera página.
Dice el maestro, y que por esa búsqueda de lo espectacular los grandes medios dan una información parcial, muy deficiente:
–Los americanos no tienen ni idea de dónde está Irak, por ejemplo, quiénes viven ahí, qué problemas tienen, quiénes son sus vecinos. Sólo conocen el nombre y las tonterías que dicen los políticos y las grandes cadenas de televisión. Lo mismo pasa con el Islam: imaginan que es una gran fuerza unida para el mal. Yo a veces les he preguntado señores, cuál fue la guerra más mortífera de la segunda mitad del siglo XX, y nunca saben qué decirme. Y resulta que fue la guerra de los años 80 entre Irán e Irak, dos países islámicos. Y eso los grandes medios electrónicos no lo cuentan nunca.
Dice, se sonríe. El maestro es cascarrabias pero sabe que su sonrisa le compra indulgencias. El maestro es tímido, agradece todo mucho, y tiene una mirada capaz de mostrarse sorprendida. El maestro no pierde ninguna oportunidad de abrazar mujeres circundantes. El maestro, más que nada, no para de hacer preguntas, de interesarse por todo todo el tiempo: la única forma de enseñar es no pensar que ya no queda nada que aprender.
–¿Y es cierto que entre ellos hay muchos delincuentes?
Me pregunta ahora, señalándome con la mano la tribuna de la hinchada de Boca: el maestro lo mira todo con avidez, con hambre. Las banderas, los gritos, la luz relampagueante. Anoche escuchó tangos hasta cerca del alba. Fútbol, tango: los argentinos siempre mostramos lo mismo. Debe ser mucho lo que queremos ocultar.
Ryszard Kapuściński se resiste a dar tips, a narrar experiencias concretas, a contar anécdotas: quizás 45 años de contar historias produzcan ese efecto. Pero en un momento me dice que lo más importante para escribir buenas crónicas es entenderse con la gente del lugar, que te sientan cercano, respetuoso, Y dice que, para eso, es básico aceptar su comida:
–El primer contacto suele ser que te invitan a su mesa y ellos miran si uno come con gusto o si está molesto.
–¿Y si no le gusta la comida?
–Hay que mentir. La mentira es un arma muy importante, indispensable.
Dice, y se sonríe con cara de mira qué pícaro me pongo. A veces el maestro tiene cara de gnomo bribonzuelo: los pocos pelos de la cabeza se le rizan hacia arriba y las cejas también, luciferinas. El maestro suele repetir que es humilde y yo sospecho que no hay nadie tan orgulloso como quien se jacta de su humildad. Después vuelve al estado actual del mundo, su tema recurrente:
–Ahora tenemos cada vez más millonarios y cada vez más pobres: lo que más ha crecido en el mundo es la injusticia.
–¿Y por qué cree que miles de millones soportan esa desigualdad, esa pobreza?
–Yo creo que la pobreza no es una fuerza revolucionaria: es una situación que convierte al hombre en un ser muy pasivo. La pobreza no es sólo material: es también social y psicológica. El pobre no lucha, porque para luchar por algo se necesita poder imaginarse un objetivo, un futuro mejor. Y el que tiene hambre no tiene tiempo ni ánimo para imaginar nada que no sea cómo pasar el día de hoy, de dónde sacar la próxima comida. Por eso esa gente no es capaz de organizarse, de luchar.
–Usted ha estado en muchas revoluciones. ¿Hay algo común en todas ellas, que le permita entender cuándo y cómo pueden producirse?
–Es muy dífícil, porque en la mayoría de los países las condiciones para la revuelta están dadas siempre, y sin embargo esos movimientos aparecen de pronto en un lugar igual a tantos otros. Pero ésas no son revoluciones, son revueltas que revientan de repente, duran unos días y desaparecen. Son sólo movimientos de rabia, de odio, de destrucción…
–Es lo que más se ve actualmente. Como no hay modelos políticos alternativos para intentar, es más difícil pensar en movimientos revolucionarios clásicos…
–Sí, la época de los movimientos organizados revolucionarios se terminó porque cambiaron las sociedades. Estas sociedades ya no tienen divisiones claras, por eso ya no pueden organizarse en movimientos sociales como los partidos, los sindicatos. En el mundo contemporáneo no hay más revoluciones.
Dice, y no me queda claro si el quiebre de su voz es por nostalgia.
La vida se trata de elecciones. Y hasta el intelectual más preparado no está libre de confundir un árbol con un bosque.
Los privilegios de cuna, los contactos culturales exquisitos, el también «privilegiado» momento histórico de allá lejos, donde las ideas tenían correspondencia digna -aunque muy trágica-, hacen muy difícil el equilibrio personal.
Porque es demasiada historia paradigmática, demasiados estímulos para ser procesados por una sola mente. Máxime que todos somos actores de despegues, transiciones y finales de ciclos, sin poder discernir en qué parte del trayecto puntual nos encontramos, por esa saludable y piadosa falta de perspectiva.
Así que, pese a sus tremendas luces, Caparrós terminó confundiendo árbol con bosque, batallando contra referentes políticos que le parecían indignos de aquel pasado hermoso y terrible. Y con ello perdió de vista un contexto habitado por millones de personas que lo transitaban con idéntica y muy legítima ausencia de GPS histórico y que merecían respeto en tanto constructores de historia.
Caparrós se peleó a muerte, por décadas, con un Kirchnerismo, espontáneo en tanto proceso, que le resultaba escaso de pliegos intelectuales e ideológicos.
Y es cierto ,en cierta medida, que los años 2000 se llenaron de aduladores y cultores de una verticalidad que ni siquiera era exigía como parte de la adhesión política. Y que la ideología en curso estaba flojita de papeles. Pero es que… así se gestan ciertas praxis políticas: no surgen de un congreso de eruditos o esclarecidos.
Una vez lo invitaron a 678 y lo destrozaron, por nimiedades, la verdad, cuando él ni siquiera se había vuelto un perro rabioso renegando de su lucidez. Ese episodio creo que fue la excusa de oro para su divorcio definitivo con la realidad popular.
Supe leer y guardar un artículo suyo sobre la banalizacion del rol militante de los desaparecidos políticos (esto de edulcorar con sintésis guarangas del tipo «lucharon por sus ideales; cerremos la mesa 8 y no ahondemos en la rica diversidad ideológica de esos momentos»).
Porque nuestra sociedad no se banca el trazo fino: nos cautiva más la brocha gorda.
Ese artículo, sin dudas, fue la antesala de la maravillosa compilación de «La Voluntad»: un esfuerzo coral gigantesco que lo sitúa como el historiador que Caparrós siempre ha sido (detesto reducirlo a cronista: el tipo estudió Historia y pretendió aplicarla, nos gusten o no sus conclusiones y métodos).
Y tiendo a pensar que su derrape ideológico no trata solo de haberse rendido a la manipulación de Lanata: sentarse con María Laura Santillán, en TN , a destripar supuestos sentidos sociales, por ejemplo, fue un acto flagrantemente volitivo del autor de, precisamente, La Voluntad.
En fin, espero que el tránsito hacia no ser más Caparrós en el mundo (ese tipo brillante que no pudo ni comprenderse a sí mismo en tanto muñeco de la Historia), sea lo más benigno posible.
Siempre me apena cuando una buena mente extravía el norte, porque es un desenlace inmerecido. Saludos.