ENRIQUE LYNCH. Emocionado adiós al filósofo argentino radicado en Barcelona

Enrique fue mi amigo, y no dejó de serlo aunque nuestras posiciones políticas fueran divergentes. Lo conocí en Olivos, en la casa de mi siempre recordado compañero Carlos «El Ingles» Ocampo, con quien comencé a militar cuando aún no habíamos cumplido 15 años y con quien junto a otros pocos compañeros del Colegio Nacional de Buenos Aires y del Juan Martín de Pueyrredón de San Telmo cofundamos un grupo que terminó llamándose Movimiento de Acción Secundario (MAS) como otros de Rosario y Santa Fe, vinculados a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). La madre de Carlos (en la útima dictadura capturado luego de un tiroteo en el que murió una pareja de compañeros; su cadáver torturado apareció flotando en el río) era María Luisa Siquier, más conocida como Pichona Ocampo, a la que Rodolfo Puiggrós pondría al frente de la Facultad de Psicología de la UBA, y su hermana mayor, Estela cuyo su novio era Enrique, hijo mayor de Marta, la escritora célebre. Por entonces Enrique era miembro de la JRP (Juventud Revolucionaria Peronista) y nos corría por izquierda, y por sus dichos entre socarrones y malévolos lo habíamos bautizado -claro que a sus espaldas- como «La Araña».
Nos hicimos amigos en el exilio barcelonés a comienzos de 1977 casi por casualidad. Resulta que yo había sido acogido por mis tíos Maricarmen y Pepeán en su amplio departamento de la calle Infanta Carlota (hoy Josep Tarradellas) y Enrique y Estela, para entonces su esposa, oh grata sorpresa, habían alquilado en la esquina.
Fue gracias a Enrique que dejé mi trabajo en una fábrica de circuitos impresos de Esparraguera, al pie del monasterio de Montserrat, donde mi tío era gerente, para pasar a trabajar en los almacenes de la Editorial Granica, de origen argentino, donde era él editor. Juan Granica había tenido que exiliarse por haberse atrevido a publicar, entre otros, un libro donde los Tupamaros uruguayos expresaban sus ideas, lo que le había valido que la dictadura lo rotulara de «subversivo». Poco después, le vendió la editorial (ubicada en la calle Muntaner, equivalente a nuestro Barrio Norte) a otro argentino, Vìctor Landman, que le cambio el nombre al ya registrado Gedisa (que originalmente quería decir Granica Editores SA) pero que no varió sustancialmente su línea editorial (entonces casi no existían libros de autoayuda ni de management; todavía nadie le hacía sombra a Dale Carnegie). Fueron épocas felices a pesar de que no sobraban pesetas (Enrique era metódicamente rácano a fin de que le alcanzaran a llegar a fin de mes) en la que nos hicimos muy amigos… a pesar de que nuestras posiciones políticas divergían: mientras yo viraba al rojo, él lo hacía la centroderecha liberal, en una parábola parecida a la de Octavio Paz.
Recuerdo con alegría nuestras muchas charlas. algunas almorzando cerca de la editorial, y nuestras excursiones de fin de semana acompañados de nuestras esposas a la Costa Brava, sobre todo a Tossa de Mar, caleta presidida por un castillo románico en cuyas aguas templadas se puede bucear horas en medio de pececitos de colores.
Conversar con Enrique era un ejercicio de esgrima dialéctica en el que a veces solía participar otro joven intelectual marxista exiliado que trabajaba en la editorial, el oriental Jorge «Coco» Barreiro Cavestany.
Como su padre, Enrique tendía a ser bígamo, aunque en absoluto promiscuo (se jactaba de serle fiel a sus mujeres) y tuvo un enorme talento para conseguir que las dos familias que formó (primero, con Estela, con quien tuvo a María, y luego con la agente literaria Mercedes Casanovas, con quien tuvo a Juan Manuel) se aceptaran. Con tanto éxito que María terminó asociandóse con Mercedes en la agencia Casanovas & Lynch.
Yo me vine y él se quedó. Mientras estuvo casado con Mercedes, viajaba casi todos los años a Buenos Aires a visitar a sus hermanes y nos veíamos aunque fuera unas pocas horas.
La última vez que lo vi en estos pagos, me informó que tenía cáncer, me contó de sus penas de amor y se mostró consternado porque la medicación tenía efectos adversos sobre su libido.
Eso fue hace años. Quiza cinco o hasta seis. Desde entonces periódicamente le preguntaba por él a alguno de los miembros de un grupo de guatsáp llamado «Chinatown» originado por quienes vivimos en el «Barrio Chino» de Barcelona (entonces cutre y hoy gentrificado con el nombre -medieval- de Raval) a comienzos de los ’80.
No tenía el teléfono ni de Pichona (fallecida a fines de 2018) ni de Estela, pero si el e-mail de Mercedes, que además de haber sido mi compañera de trabajo en Gedisa (donde ella y Enrique se enamoraron) y efímeramente mi agente literaria, tengo para mi que de haberme quedado allí hubiéramos seguido amigos porque aunque ella tenga algunas salidas de la «niña pija» que fue y yo más bien del camionero que no fui, es una mujer encantadora.
Como casi no publicaba ya, hace un par de años que intuía que Enrique, después de mucho batallar, podía estar perdiendo el combate con la enfermedad.
Escribí dos o tres veces a la dirección que tengo de la agencia Casanovas & Lynch preguntando por él pero no obtuve respuesta. Hasta que ayer me llegó la noticia infausta.
Como su madre, que se suicidó por no soportar la decadencia física, Enrique era un hombre coqueto. Por eso me alegra que la foto que publica EL País lo muestre como seguramente quería que se lo recordase.
No conozco al autor de la necrológica, pero se nota a la legua que está escrita con cariño y buena leche por alguien que ha conocido al Enrique de los últimos… 36 años, en que yo lo he visto apenas un puñado de veces. De yapa, publico otra, que da cuenta de toda su obra literaria.
Quedan sus libros, que nos invitan a leerlos. Y acaso a intentar la ardua tarea de refutarlos.
Chau, querido Enrique. Ojalá volvamos a debatir tantas cosas allá, en la quinta del Ñato. Aunque no nos pongamos de acuerdo.
Muere el filósofo Enrique Lynch a los 72 años
Su pensamiento se centró en las relaciones entre filosofía y literatura
POR JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS / EL PAÍS
“No me queda mucho tiempo”. Enrique Lynch, que era alérgico a toda sensiblería, puso esas cinco palabras en el cierre del prólogo a su último libro, Ensayo sobre lo que no se ve, una originalísima aproximación a la evolución del concepto de imagen en Occidente. Publicado hace apenas unas semanas, al recibir los primeros ejemplares bromeó: “Al menos no será póstumo”. No lo fue. Lynch murió de cáncer este martes a los 72 años, en Barcelona, la ciudad en la que se exilió tras el golpe militar de 1976 en Argentina. Hijo de la novelista Marta Lynch, nació en Buenos Aires en 1948 y pasó por el prestigioso Colegio Nacional, donde se fraguó su interés por la literatura y por la historia. Riguroso, claro, afilado y malévolo, dueño de una inteligencia inusual y de una prosa, como dice su amigo Tomás Pollán, sin un átomo de grasa, pasaba de comentar magistralmente la Ilíada en Twitter a reseñar en un periódico el último libro de su adorado Peter Brown sobre el cristianismo en la Antigüedad tardía.
Se decidió, sin embargo, por el pensamiento después de dedicar su primera juventud a la militancia política. “La lucha social en condiciones”, decía él, que se volcó en la filosofía por ser la única actividad exigente sin expectativas prácticas. Graduado en la Universidad de Buenos Aires, volvió a licenciarse en Barcelona. Tras escribir una tesis de licenciatura sobre la teoría del poder en Hobbes -por el que siempre sintió devoción-, se doctoró con otra sobre la teoría del lenguaje en Nietzsche. Su director fue José María Valverde y eso lo orientó hacia la Estética, a la que dedicó su carrera como profesor universitario.
Sus investigaciones sobre las relaciones entre filosofía y literatura desembocaron en 1987 en La lección de Sheherezade. Finalista del premio Anagrama y del Nacional de Ensayo, el libro era una profunda inmersión en categorías como la verdad, la falsedad y la ficción, pero terminó siendo, de paso, uno de los intentos más serios de aquellos años por desvelar qué querían decir los posmodernos cuando hablaban de grandes relatos. Socarrón como siempre, su autor se limitaba a explicar que el motor de su curiosidad fue más sencillo: saber por qué salva la vida la protagonista de Las mil y una noches. Obras como El merodeador (1997) o In-Moral (2003) fueron también fruto de su prolongado interés por el sustrato narrativo de todo pensamiento. Con un pie en la filosofía más dura pero sin confundir complejidad con oscuridad, cultivó también el ensayo más despeinado en obras como Prosa y circunstancia (1997) o Nubarrones (2014). Este último recopila los escritos que cada tanto colgaba en la web que fundó junto a colegas y alumnos: Las nubes.
Además de un puñado de títulos fundamentales para entender las relaciones entre las disciplinas humanísticas, la cultura en español tiene una deuda añadida con Enrique Lynch por su labor como traductor y editor. Vertió al castellano obras de Jean-François Lyotard, Paul de Man, el propio Hobbes o Michel Foucault, a cuyos cursos asistió en París en los años ochenta. Aquella experiencia, contaba, terminó de desideologizarlo, o sea, de convertirlo en un liberal antinacionalista al que gustaba tensar los límites de la corrección política. Director editorial de Gedisa durante una década, impulsó en Destino -junto a Fernando Savater, Eugenio Trías y Rafael Argullol- la colección que publicó en España Presencias reales de George Steiner y los dos míticos volúmenes de artículos de Rafael Sánchez Ferlosio. Fue también colaborador de EL PAÍS, Claves y Letras libres.
Era un conversador impagable y un polemista impenitente. Tenía la rara virtud intelectual de decir lo mismo en privado y en público, aunque en este último caso añadiera siempre una pizca de provocación. Su corrosiva inteligencia solo se ablandaba al hablar de sus nietos, Tomás e Ignacio, hijos de la agente literaria María Lynch y del editor de Penguin Random House Miguel Aguilar. María es, además, socia en la agencia Casanovas & Lynch de Mercedes Casanovas, segunda esposa de Enrique y madre de su hijo Juan Manuel. Para esos nietos que le hacían bajar la guardia fue su último libro. Por si algún día sienten, escribió en la dedicatoria, “la curiosidad de saber a qué extraña actividad se dedicaba el Tatata”.
OTRA NOTA NECROLÓGICA, ESTA VEZ DE «EL CONFIDENCIAL»:
Se licenció en la Universidad de Buenos Aires y, tras el golpe militar, se exilió en España, donde fijó su residencia en 1976 y adquirió la nacionalidad española en 1981.
El escritor, filósofo y editor Enrique Lynch, autor de destacados ensayos sobre la relación entre lenguaje, literatura y filosofía, con obras como ‘La lección de Sheherezade’, ‘El merodeador’ o ‘Prosa y circunstancia’, ha fallecido este martes en Barcelona a los 72 años, han informado fuentes próximas al autor.
Nacido en Buenos Aires (Argentina), el 31 de mayo de 1948, Enrique Lynch Frigerio pertenecía a una familia con gran tradición literaria. Era sobrino nieto del escritor Benito Lynch e hijo de la también narradora e intelectual Marta Lynch.
Enrique Lynch se licenció en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y, tras el golpe militar en su país, se exilió en España, donde fijó su residencia en 1976, convalidó sus estudios en la Universidad Autónoma de Barcelona y adquirió la nacionalidad española en 1981.
Fue director literario de GEDISA desde 1977 hasta 1986, asesor de Carlos Barral en la desaparecida Argos-Vergara, director de Muchnik Editores y miembro del consejo editorial de Ediciones Destino. Como editor se especializó en la publicación de obras de pensamiento contemporáneo, introduciendo a nuevos valores como Gianni Vattimo, Mark Kermode y Clifford Geertz.
Además, durante su vida colaboró en revistas especializadas para las que escribió numerosos ensayos, y también escribió para medios de comunicación, en las secciones de cultura y suplementos culturales de diarios como ‘La Vanguardia’ y ‘El País’. Igualmente, impartió numerosos cursos y pronunció conferencias en diferentes centros españoles.
Obra literaria
Sus ensayos se han dirigido habitualmente hacia las relaciones entre la filosofía y la literatura, los discursos narrativos o las cuestiones estéticas. En 1987 Lynch publicó su ensayo ‘Hobbes: La gramática de la obediencia’ (Península) y un año después apareció ‘La lección de Sheherezade: filosofía y narración’, obra finalista del XV Premio Anagrama de Ensayo y por la que fue nominado como candidato al Premio Nacional de Ensayo, en su edición de 1988.
En marzo de 1989 Lynch intervino, en Plasencia, en el XXVI Congreso de Filósofos Jóvenes con la conferencia ‘Retórica y retoricidad’ y formó parte, en 1990, del Encuentro de Filósofos y Ensayistas, que se celebró en la localidad asturiana de Verines, bajo el lema ‘Pensar en Occidente- El ensayo filosófico hoy’.
Ese año se publicó su trabajo ‘El merodeador: Tentativas sobre filosofía y literatura’ (Anagrama) donde a través de lecturas de Canetti, Freud, Ortega, Shakespeare, de Quincey y Descartes aborda la relación entre el modelo narrativo y la retórica de la argumentación.
En 1991 intervino en los cursos de verano de la Universidad Autónoma de Madrid y en 1992, tras la obtención del grado de doctor en filosofía con una tesis sobre La teoría del lenguaje de Nietzsche, ganó la plaza de profesor titular de Estética en la Universidad de Barcelona. En 1993 apareció su obra ‘Dioniso dormido sobre un tigre: A través de Nietzsche y su teoría del lenguaje’ (Destino), basada en la tesis con la que se doctoró y que dirigió José María Valverde.
Publicó en 1997 una de sus obras más significativas, ‘Prosa y circunstancia’, un ejercicio literario a partir relatos de circunstancias personales, y en 2003 vio la luz ‘In-moral: Historia, identidad, literatura’ (Fondo de Cultura Económica), una reflexión sobre filosofía e historia, filosofía y literatura y prejuicios identitarios.
En el año 2004 fundó ‘Las Nubes’, una revista digital de filosofía, arte y literatura junto a Elisenda Julibert, Gonzalo Torné, Socorro Giménez y Antonio Gutiérrez Vara. Su último libro, ‘Ensayo sobre lo que no se ve’ (Abada editores), se publicó hace pocas semanas y en él reconstruye la genealogía de las nociones de imagen, desde las pinturas rupestres hasta los objetos virtuales de la técnica actual.
El escritor Gonzalo Torné ha dicho en un tuit recogido por Europa Press: “Se ha muerto Enrique Lynch que fue una persona importante como editor, ensayista, profesor, crítico… y una poco importante pero decisiva para mí: mi maestro”.
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PS: Me escribe Eduardo J. Vior, destacado analista de política internacional: No había sabido de Enrique desde el golpe de marzo de 1976 e ignoraba que lo conocías. Lo conocí en el Colegio (N. del E.: el Nacional de Buenos Aires, cuyos ex alumnos sólo se refieren a él como «el» Colegio), era dos años mayor que yo. Me acuerdo perfectamente del 8 de octubre de 1967, cuando entramos juntos a la Puerto Rico y desde una mesa del fondo Carlos Ramus y Fernando Abal Medina le dieron el pésame por la muerte de su primo, Ernesto «Che» Guevara.