OCTUBRE DEL ’75. Cuando el gobierno del PJ le entregó el poder a los militares
Extraordinaria nota de Ricardo Ragendorfer publicada por la revista Contraeditorial en vísperas del pasado 24 de marzo. Recién la leí ahora y me aclaró aspectos desconocidos de aquel octubre de 1975, un mes clave en el que, so pretexto del cruento intento de copamiento del Regimiento 29 de Infantería de Formosa por parte de Montoneros, las Fuerzas Armadas se hicieron con el poder real. Antes, en junio El Rodrigazo ejecutado por los ministros Celestino Rodrigo y José López Rega en base a un libreto pergeñado por Mansueto Ricardo Zinn le había partido el espinazo a la averiada economía justicialista y allanado el camino para lo que vendría. Pero fue en octubre cuando el Ejército y la Armada subordinaron a parte de bandas como la CNU y la Triple A, y pusieron en sus listas negras a los sicarios que se negaron a cuadrarse. A partir de entonces, tal como coincidieron en denunciar tanto el ERP como Montoneros (por indicación de Rodolfo Walsh, que las había estudiado) las Tres A fueron las tres FF.AA. Desde entonces la metodología del exterminio comenzó a mudar, y los asesinatos con profusión de balazos a ser reemplazados por secuestros, torturas y desapariciones. Fue también en aquel octubre cuando el Ejército y la Armada fijaron la fecha del golpe y decidieron que actuarían, al decir del autor, como «un ejército secreto, integrado por oficiales organizados en pequeñas células terroristas, con identidades ocultas, vehículos no identificables, prisiones clandestinas y mandos paralelos».
Los dejo con Ragendorfer:
La historia secreta del desfile militar hacia el 24 de marzo
En la mañana del 17 de octubre de 1975, el elegante Hotel Casino Carrasco, situado a 16 kilómetros de Montevideo, parecía una fortaleza; a su alrededor había carros de asalto, tanques y tropas armadas con fusiles automáticos. Allí se desarrollaba la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema era la lucha contra «la infiltración marxista en la región”.
Los representantes de 17 ejércitos estallaron en una ovación cuando un general uruguayo le cedió la palabra al delegado argentino, el teniente general Jorge Rafael Videla. Unas semanas antes había sido designado comandante en jefe del Ejército.
Ahora arrancaba su discurso con una frase filosa:
–Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país.
Otra salva de aplausos se elevó entre los presentes.
Ese mismo viernes Videla regresó a Buenos Aires en un pequeño avión militar. Tal vez entonces escrutara el horizonte marrón del Río de la Plata, en cuyas aguas poco después comenzarán a ser arrojadas sus víctimas. Y quizás pensara que la profundidad de su lecho estaba a la altura del macabro secreto que debía guardar.
En este punto es necesario retroceder a la primera semana de aquel mes.
Semiología para un genocidio
El ataque montonero al Regimiento de Infantería 29, de Formosa –en el que murieron 12 insurgentes, diez conscriptos, un subteniente, un sargento y un policía– dejó su huella en la Historia. De hecho, lo ocurrido el 5 de octubre propiciaría una efeméride oficiosa: el denominado “Día de las Víctimas del Terrorismo en Argentina”. Pero también dio pie a una hipótesis a todas luces antojadiza: la acción guerrillera habría causado el golpe militar de 1976, así cómo –por caso– sostiene Ceferino Reato, en su libro Operación Primicia.
Sucede que tal creencia se basa en que, 24 horas después de ese hecho, el presidente provisional Ítalo Luder firmó los decretos de aniquilamiento, que extendían a todo el territorio nacional las facultades represivas del Ejército en Tucumán. Pero los sucesos que rodearon ese acto –diríase– protocolar fueron fruto de un plan urdido con notable antelación por los cabecillas militares para avanzar a paso redoblado en su desfile hacia el sillón de Rivadavia.
Esta es la crónica de aquel lunes.
Hacía solo 24 días, Luder había escalado a la presidencia.
Su interinato debía concluir cuando la mandataria titular, María Estela Martínez de Perón (a) “Isabel”, volviera de Ascochinga, una localidad serrana ubicada a 60 kilómetros de la capital cordobesa. Permanecía allí para curarse de una colitis ulcerosa que se había convertido en una cuestión de Estado. Esa incómoda dolencia solía obligarla a interrumpir, súbitamente, actos oficiales, reuniones de Gabinete e, incluso, recepciones a dignatarios extranjeros. Luder soñaba con reemplazarla de modo definitivo. Los militares tenían otros planes.
Durante la mañana del 6 de octubre, Luder se reunió en el Salón de los Acuerdos con los jerarcas de las Fuerzas Armadas –además de Videla, Emilio Eduardo Massera y Héctor Fautario– y el jefe del Estado Mayor del Ejército, Roberto Eduardo Viola. También estaban todos los integrantes del Gabinete.
Videla, sentado a la derecha de Luder, miró su reloj. Viola habló por él:
–El señor comandante debe viajar en dos horas a Formosa.
Videla, a modo de disculpas, acotó:
–Debo dar mis condolencias a los familiares de los soldados muertos.
– ¡Que desgracia la de estos muchachos!– se le oyó decir al ministro de Economía, Antonio Cafiero.
El ministro de Defensa, Tomás Vottero, pronunció entonces una frase que haría historia:
– ¡A los extremistas hay que matarlos y perseguirlos como ratas!
–Mejor sería primero perseguirlos y luego matarlos– corrigió el ministro de Trabajo, Carlos Ruckauf, en tono de broma.
Nadie festejó la humorada.
Videla consultó nuevamente su reloj, antes de tomar la palabra. Su voz carecía de matices. Pero reemplazaba ese vacío acompañando sus dichos con ademanes secos y elocuentes. Primero se refirió a “la vocación democrática de las Fuerzas Armadas”, haciendo hincapié en “su compromiso irrenunciable de garantizar el libre juego de las instituciones”. Seguidamente, se lanzó de lleno al análisis del “flagelo terrorista”, apelando a una metáfora oncológica: “La subversión es un tumor maligno que debe ser extirpado con los métodos y los instrumentos que fueran necesarios”.
Y concluyó:
–No existe otra alternativa, señor Presidente, que extender el Operativo Independencia a todo el país.
Se refería a la represión contra la guerrilla rural del ERP en Tucumán. En aquella lucha se había privilegiado el papel de la inteligencia militar. Y las batallas decisivas se libraban en los interrogatorios a pobladores y prisioneros del ERP. De hecho, allí ya funcionaban los primeros 14 centros clandestinos de detención del país. El “Jardín de la República” se había convertido en un laboratorio del terrorismo de Estado.
La mirada de Luder seguía clavada sobre Videla.
En ese instante, Cafiero se permitió una objeción:
– La realidad del país, general, tiene algunas diferencias con respecto a lo que pasa en Tucumán.
Videla lo fulminó con una expresión poco amigable:
–Doctor, hay un denominador común: esta es una guerra de inteligencia, con todas las particularidades que ello acarrea.
Aquellas “particularidades” aludían a la obtención intensiva de datos e informaciones arrancadas mediante la tortura. Tal sería la columna vertebral de las operaciones militares.
Videla, con el cuello estirado hasta lo imposible, retomó el hilo de su exposición:
–Los extremistas apuestan a su crecimiento geométrico. Nuestra misión, señor Presidente, es abortar precisamente eso.
Luder, muy impresionado, preguntó:
– ¿Cuánto tiempo nos llevaría la pacificación nacional tal como usted la plantea?
Videla, con la actitud de un médico que recomienda un tratamiento doloroso, dijo:
–Voy a ser franco: hay cuatro opciones. Pero yo me inclinaría por una en particular. Y en un año y medio se acabó el problema.
Y agitó un brazo como para espantar a una mosca imaginaria.
–Podríamos aplicar un plan de operaciones tipo Honduras o Nicaragua. Pero estamos hablando de algo que va para largo. No sé hasta qué punto eso nos conviene.
También expuso otras alternativas más intensas: el modelo aplicado por el general Hugo Banzer en Bolivia y el de Augusto Pinochet en Chile. Aunque –según su parecer– no eran tan eficaces como la cuarta opción. Su táctica era “atacar masivamente al enemigo, en todo terreno y con recursos ilimitados”.
Entonces, con un aire piadoso, aseguró:
–Sería la variante más funcional. Además tiene una gran ventaja: es la más benévola.
– ¿En qué sentido?– quiso saber el Presidente.
–Vea, no lo quiero engañar; esto va traer abusos y algún que otro error, usted sabe. Pero, de todas maneras, habría un menor costo en vidas que en un conflicto prolongado.
Luder, finalmente, expresó su aceptación con un tenue parpadeo.
Serían las 11.30 cuando propuso un cuarto intermedio para darle forma a los decretos correspondientes. Pero, para su asombro, Vottero extendió hacia él unos folios prolijamente mecanografiados.
–Tome, señor Presidente; es un borrador de los decretos.
La sorpresa se extendió hacia el resto del Gabinete. Nadie sabía que la semana anterior, cuando aún no había sucedido el ataque en Formosa, Vottero había visitado el Edificio Libertador en dos ocasiones. Allí, además de los tres comandantes, se encontraba el jefe del Estado Mayor del Ejército y el general Carlos Dalla Tea. Videla fue al grano y planteó la necesidad de aplicar el plan represivo cuanto antes. El borrador de los decretos ya estaba escrito. Y con la palabra “aniquilar”, lo cual derivó en un conflicto lingüístico, puesto que el brigadier Héctor Fautario –el más moderado de los comandantes– propuso un sinónimo menos letal.
Videla se opuso con una razón de peso:
–La palabra “aniquilar” figura en el reglamento del Ejército.
En su boca, tal verbo no significaba “acabar con la voluntad de combatir del enemigo”, sino que aludía, sencillamente, al exterminio.
El plan ideado en esa oportunidad consistía en imponer la legalización del borrador ni bien alguna organización revolucionaria consumara un hecho de envergadura. Ya se sabe que ello sucedió el 5 de octubre.
Ahora Vottero le entregaba ese texto a Luder. Y ya pasado el mediodía fue volcado a unas hojas con membrete del Poder Ejecutivo Nacional para que lo firmara cada uno de sus integrantes.
Así nacieron los famosos decretos 2770 y 2771.
El primero dispuso la creación del Consejo de Seguridad Interna, el cual estaría integrado por el Presidente, sus ministros y los tres comandantes de las Fuerzas Armadas, con el objetivo de “restablecer la paz y la tranquilidad del país”. El segundo delegaba en las Fuerzas Armadas –bajo el comando superior del Presidente, y ejercido mediante el Consejo Nacional de Defensa (CND) – la ejecución de “las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”. De esta manera toda la estructura represiva del Estado pasaba a manos de la cúpula militar. Y, para colmo, bajo una fina cáscara de legalidad, ya que Isabel –o en su defecto, Luder– debía encabezar el asunto de una manera puramente protocolar.
Durante una interminable media hora, las dos hojas fueron pasando por las manos de todos los ministros. Y éstos iban estampando sus rúbricas con la actitud de quien suscribe un contrato de locación. El último en hacerlo fue el ministro de Educación, Pedro Arrighi, ante la atenta mirada del general Viola.
Al concluir dicho trámite, el almirante Massera se levantó de su asiento para estrechar la mano de Luder.
Entonces, con una sonrisa ladeada, le soltó:
–Lo felicito, señor Presidente. No le quepa ninguna duda de que hemos dado un paso histórico.
Videla ya estaba en camino hacia la base aérea de El Palomar.
Tal vez en su mirada brillara la certeza de que, a partir de ese momento, el poder había pasado sin escalas de la Casa Rosada al Edificio Libertador.
Y según su idea, para siempre.
La construcción del infierno
El sol del 17 de octubre avanzaba hacia el poniente cuando la nave que traía a Videla desde Montevideo aterrizó en el espigón militar del Aeroparque “Jorge Newbery”. De allí se alejó a bordo de un Falcon verde escoltado por otros tres vehículos de cuyas ventanillas asomaban pistolas y caños de fusil.
Puesto que los decretos rubricados por Luder le conferían a las Fuerzas Armadas el control operacional del país, él ya tenía en sus manos la suma del poder público. Sólo que casi nadie estaba al tanto de semejante circunstancia.
De hecho, el último tramo de su travesía hacia el Edificio Libertador se vio musicalizada por un griterío mezclado con redoblantes y bombos. Era una tumultuosa columna de la Juventud Sindical Peronista, el grupo de choque de las 62 Organizaciones. Iba hacia la Plaza de Mayo para celebrar el Día de la Lealtad y, a la vez, en apoyo a la viuda de Perón, quien acababa de reasumir la presidencia. La turba no dejaba de bramar un latiguillo: “¡Si la tocan a Isabel habrá guerra sin cuartel!”.
Videla estiró los labios. Era su manera de sonreír.
Por ese entonces, en el más absoluto de los secretos, había comenzado a sesionar el llamado Equipo Compatibilizador Interfuerzas (ECI). Se trataba de una suerte de estado mayor clandestino, integrado por el Ejército, la Armada y la Aeronáutica, cuya tarea primordial consistía en establecer las coordenadas de la represión ilegal y, al mismo tiempo, lubricar los engranajes del aparato golpista, que le permitirían oficializar la autoridad que las Fuerzas Armadas ya ejercían desde la sombra. Sus integrantes se reunían diariamente en un sector restringido del Edificio Libertad, sede de la Armada y cuartel general de Massera.
Lo cierto es que no se dejó ningún detalle librado al azar. En todas las guarniciones militares, sus destacamentos de inteligencia fueron reformados para alojar a miles de prisioneros políticos. No menos prolija fue la selección del personal. Ya se había puesto en marcha la formación de los planteles que oficiarían como brazo ejecutor del inminente Estado terrorista.
Porque ya por entonces Videla era consciente de que la estrategia de su cruzada consistía simplemente en desatar una cacería contra la sociedad civil, dado que –según su lógica– en ella se encontraba depositada “la fortaleza de la subversión marxista”. Es decir: su retaguardia.
Sobre aquel tema ya había departido hasta el cansancio con su maestro y único amigo, el general retirado Hugo Miatello, quien solía decir: “En esta guerra no hay un frente palpable”. Y luego, invariablemente, agregaba: “Acá, el enemigo está por todos lados”. Aquel sujeto era un estudioso de la guerra de Indochina. Y creía haber encontrado grandes coincidencias entre la situación política del sudeste asiático y la que imperaba por aquellos días en Argentina. Videla le creía a pie juntillas.
De modo que era necesario organizar un ejército secreto, integrado por oficiales organizados en pequeñas células terroristas, con identidades ocultas, vehículos no identificables, prisiones clandestinas y mandos paralelos. Con tal lógica fue construido el Estado terrorista. Su “lanzamiento” fue fijado para el 24 de marzo de 1976.
Días antes, el espacioso cine de la base naval de Puerto Belgrano estaba colmado por oficiales de la Armada; entre ellos, el mismísimo Massera.
Sobre una tarima, el contraalmirante Luis Mendía utilizó una frase seca para anunciar el comienzo de las operaciones “antisubversivas”:
–En esta lucha, señores oficiales, el enemigo no está contemplado en los organigramas clásicos.
Y tras un carraspeo, agregó:
– Los prisioneros irán a volar; pero algunos no llegarán a destino.
Se refería, obviamente, a los vuelos de la muerte.
Finalmente, ya con una mueca piadosa, dijo:
–Se ha consultado a las más altas autoridades eclesiásticas. Y ellas están de acuerdo con que es un modo cristiano de morir.
El resto de la historia es conocida.